
Le llamamos civilización y nos dio por crearla hace poco más de cinco mil años, cuando a nuestros antepasados se les antojó una magnífica idea el vivir en aldeas de piedra más grandes bajo el yugo de la jerarquía, a las que llamaron ciudades, antes que seguir subsistiendo en rancherías protegidas por cercados de troncos o barro cocido.
A partir de los primeros intentos, en Mesopotamia y en el Valle del Nilo, la fuimos replicando progresivamente, por aquí y por allá, a lo largo de épocas y climas diversos. De manera lenta y creciente, a través de la Antigüedad, la Edad Media y la Era de los Descubrimientos, las fuimos ensanchando y entrelazando, a la manera de una telaraña en la cual terminamos por convertirnos en depredador y presa a la vez.
Con el advenimiento de la Ilustración, la llegamos a considerar el culmen del progreso humano, el mejor regalo que la especie se podía dar a sí misma. La civilización, en última instancia, era la prueba contundente de nuestro imperio sobre todas las cosas.
Pero llegó entonces la Revolución Industrial, fruto lógico de la racionalidad que separaba lo civilizado de lo incivilizado. Y poco a poco, comenzamos a olfatear, en escala masiva, y en nuestro propio patio, el lado oscuro de esa criatura que creíamos doméstica, sus feos genes recesivos que nunca pensamos en crear.
Con el indiscutible avance tecnológico y productivo, vino a gran escala la explotación, el hacinamiento, la suciedad y el descontento social, mismos que a su vez se volverían tan solo inocentes preámbulos de lo que terminó por ser el verdadero muro divisorio de nuestra historia humana: el sangriento siglo XX.
El conocimiento prodigado por la Revolución Industrial, le dio al egoísmo y al odio las herramientas justas para llevar la muerte y la destrucción a escalas jamás imaginadas, a través de dos guerras mundiales, genocidios, conflictos armados de toda ralea, bombas atómicas, poblaciones arrasadas y destrucción ambiental.
Y, como gran cereza del pastel, un desarrollo incontenible en la tecnología de las comunicaciones, que puso todos estos horrores en el umbral de cada puerta, al alcance de cada miedo íntimo, terminando por convertirnos en una caótica aldea global, como acertadamente atinó a bautizarla el filósofo canadiense Marshall McLuhan, a mediados de los años sesenta. Un remedo de nuestra perdida conciencia de la tribu, pero sin capacidad de integrarnos plenamente en un sentido de pertenencia común.
Descubrimos, de la peor forma posible, que nuestra fiera se podía volver contra sus pretendidos amos. Y así nos convertimos, con ese temor, en lo que ahora somos: una especie claustrofóbica, hipercomunicada y paranoica.
Una especie que, en virtud del confuso remolino de información que gira a su alrededor, exponiéndola a todos los pensamientos y escepticismos posibles; en virtud de esa red tecnológica de la que no puede prescindir, insaciable de datos personales, ha terminado por perder lo último que le quedaba: su intimidad subjetiva. Y con ello, su capacidad de compartir esa intimidad espontánea con otros seres humanos.
No hay sueño de fuga realista aquí, como no sea hacia la negrura del espacio exterior. Así como en su momento, los aldeanos que aceptaron vivir en ciudades pagando impuestos para que los gobernantes los protegiesen de otros aldeanos y los sacerdotes de otros dioses, no tuvieron marcha atrás, así tampoco ahora la tenemos nosotros. No concebimos vida posible sin eso que llamamos civilización.
La amamos, la odiamos y le tememos, esperamos a veces mucho y a veces nada de ella, pero un hecho es cierto: ya no sabemos cómo vivir sin esta. Vivir, a sabiendas de que esa criatura nuestra se puede volver en cualquier momento contra sus creadores.
Las fauces de la distopía.
A contrapelo del optimismo reinante, ya en 1868 el filósofo inglés John Stuart Mill se temió, viendo las políticas agrarias de su gobierno para con Irlanda, que la sociedad bien se podía convertir en un lugar tóxico y desagradable, cuando no totalmente espeluznante. Y no encontró mejor manera de denominarla que como distopía, muy lejos de la comunidad paradisíaca y gentil imaginada por Tomás Moro en su Utopía.
El término pronto ganó adeptos, engullendo nuevas y refinadas ignominias hasta convertirse en lo que actualmente entendemos por ella: un orden, o un caos ordenado ponzoñosamente, en el cual campean la deshumanización, la violencia, el colapso ambiental, el totalitarismo, la intolerancia, las catástrofes cósmicas, los genocidios, las invasiones alienígenas y las epidemias sin control.
La civilización ya no es solo lo mejor que podemos darnos como especie, al entusiasta decir de los filósofos ilustrados. También puede ser un infierno cocido a fuego lento, un manicomio hecho a la medida, cuyos infinitos matices los hemos plasmado en libros y películas.
La literatura nos ha abierto las puertas a la posibilidad de un totalitarismo deshumanizante y manipulador (1984, de George Orwell, 1949), o un totalitarismo en apariencia dulce pero cruel y amnésico (Un mundo feliz, de Aldous Huxley, 1932), una sociedad explotadora que teme a las ideas impresas y cuyos bomberos se dedican a quemarlas (Farenheit 451, de Ray Bradbury, 1953), un mundo en plena catástrofe demográfica y nuclear que emigra al planeta rojo para también desertizarlo (Crónicas marcianas, del mismo autor, 1950), una teocracia pseudocristiana, patriarcal, opresiva y misógina (El cuento de la criada, de Margareth Altwood, 1985), una cultura juvenil violenta, enmarcada en una sociedad clasista que apela a la ciencia para rehabilitarlos a interés propio (La Naranja Mecánica, de Anthony Burgess, 1962), o una sociedad dividida en castas, regulada por ingeniería química (Divergente, de Verónica Roth, 2011).
Por su parte el cine, nutrido a su vez de la literatura distópica, ha expuesto nuestros temores también, abriéndonos las puertas a un mundo postnuclear de bandas motorizadas que se matan o bien por gasolina o bien por agua (la tetralogía Mad Max, de George Miller, 1978 a 2015), una cultura tribal post apocalíptica mediada por ingeniería genética (Zardoz, de John Boorman, 1974), una nación dividida en distritos obligados a competir a muerte entre sí anualmente (Los juegos del hambre, de Gary Ross, 2012-2015), una humanidad futura atrapada en una psicosis virtual creada artificialmente (The Matrix, de Lana y Lily Wachowski, 1999- a la fecha), un futuro de esclavitud en manos de máquinas genocidas (Terminator, de James Cameron y Gale Anne Hurd, 1984- 2019), unos obreros esclavizados en un futuro industrial, apiñados en guetos bajo tierra (Metrópolis, de Thea von Harbou y Fritz Lang, 1927), una sociedad controlada por corporaciones corruptas dueñas de los medios de comunicación (Robocop, de Paul Verhoeven y Edward Neumeier, 1987 – 2014), mega ciudades mugrosas en las cuales los humanos cazan a humanos sintéticos despiadadamente (Blade Runner, de Ridley Scott, 1982), o un planeta en pleno efecto invernadero y sobrepoblado, en el cual los humanos son procesados como alimento para las masas (Cuando el futuro nos alcance, de Richard Fleischer, 1973).
Epidemias, pandemias y pestes.
La danza de la muerte (1493), por Michael Wolgemut. En Crónica de Nuremberg, por Hartmann Schedel. (Licencia Commons Public Domain)
Epidemias, pandemias y pestes, como ya lo comentamos en un artículo anterior, han atormentado a la humanidad desde que sabemos que el mundo es mundo. Conforme los distintos grupos humanos fuimos estrechando el contacto, las mismas fueron ampliando su poder destructivo, hasta que el conocimiento sanitario y microbiológico fue lo suficientemente robusto para contenerlas a escala global.
Para gran parte de los seres humanos, los azotes distópicos de la viruela, el sida, las guerras y el totalitarismo, se han conocido a través del internet, ajenos a su vida cotidiana en tiempo y espacio. Pero eso cambió con la irrupción de la actual pandemia por COVID-19, el primer flagelo a escala global, de cuya difusión incontrolada pudimos todos ser testigos gracias a la internet.
Por primera vez pudimos contemplar, en carne propia, la estrechez de nuestra aldea global, cómo el supuesto foco cero en el mercado al mayoreo de mariscos de Huanan, en la ciudad china de Wuhan, de repente nos quedaba más cerca que la tienda de comestibles de la esquina. Y, también, cómo el nuevo virus se expandía impunemente, devorando vidas, fronteras, economías e incluso sistemas políticos.
La pandemia en curso nos hizo experimentar, por primera vez, a escala planetaria y en carne propia, lo que significa una civilización distópica, una jaula en la cual nuestras pulsaciones más primarias, como colectivo, afloraron, haciéndonos dudar de muchas conquistas que dábamos ya por sentado (paradójicamente, condición previa y necesaria para una distopía como Dios manda).
El miedo al que nos expuso nos ha hecho dudar de la ciencia, temer aún más a los inmigrantes y a los extranjeros (esos portadores inescrupulosos del virus), volver nuestros oídos a explicaciones metafísicas insensatas o a demagogos inescrupulosos (siempre que digan lo que queramos oír), entrar a saco en la economía, aislarnos tras pantallas de silicato o cristal líquido y, finalmente, darnos cuenta de que, abandonados al aislamiento y a nuestros temores, somos, cada uno y por sí mismo, poco menos que nada.
Una lección de humildad.
¿Qué debemos hacer, pues? Ante todo, comprender, nos guste o no también, que esta pandemia y todas las crisis que ha derivado, deben entenderse como una lección de humildad. Humildad para comprender que somos una única y gran familia confinada a un único y frágil planeta, una familia para la cual no le queda otra opción que la coexistencia pacífica.
Humildad para entender que, en el más estricto respeto a los derechos y la dignidad humana, vamos a tener diversas formas de entender la vida, humildad para construir una civilización lo más justa e inclusiva posible, humildad para discutir nuestras diferencias con base en los argumentos y en la ecuanimidad, no en la intriga y las descalificaciones gratuitas, humildad para entender que ningún esfuerzo humano, económico o político, puede sostenerse más allá de las posibilidades que nuestro medio ambiente pueda darnos.
Y humildad, ante todo, para recordar que siempre necesitamos a los otros. Con las distancias y las salvedades pertinentes, si se quiere, pero los necesitamos. Las relaciones humanas son fundamentales en nuestra especie, la razón última sobre la cual se articula nuestra civilización, la razón última por la cual especies instintivamente solitarias jamás podrán construir algo semejante.
La importancia del contacto.
¿En qué se traduce lo anterior? En mantener siempre el contacto, aunque sea por la pantalla del dispositivo, con aquellos que nos son caros, y que nos importan. Esos amigos perdidos de vista, esos primos con los que nos distanciamos, esos tíos gruñones, esos padres a los que les resentimos cosas todavía o esos vecinos que sabemos solitarios o con los cuales compartimos intereses o valores.
En respetar las diferencias de opinión y de criterio, defendiéndonos siempre con los hechos y con los argumentos, evitando en todo momento ser cómplices en la imposición de una única y opresiva visión de mundo.
Comprender que, como bien le hizo decir Marguerite Yourcenar al emperador Adriano, existe más de una sabiduría buena al mundo y es justo que se vayan turnando, sin que ello sea excusa para imponer una visión única y opresiva del mundo.
Y finalmente, interesarse por el destino de nuestra especie. No aislarnos de nuestra comunidad, de nuestro vecindario, de nuestra nación; en suma, de nuestra aldea global. Volver a esa idea romántica, y ya casi desechada, del activismo. Valorar de nuevo el encanto de las causas, de los esfuerzos colectivos en pos del bien común. Al fin y al cabo, para eso fuimos hechos. Por eso es que sobrevivimos.
La civilización comienza en los otros.
Cuenta el rumor en internet, que la afamada arqueóloga estadounidense Margaret Mead (1901-1978), postuló públicamente el inicio de la civilización cuando pudimos cuidar de nuestros semejantes (más allá de ciudades, escrituras, cacharros y otras especies). De ser cierto el cotilleo, le asiste toda la razón.
Y si el rumor no es cierto, el argumento sigue siendo veraz. La noción del individuo, de su dignidad, de su singularidad irrepetible, de sus derechos intrínsecos, es uno de los más grandes logros de nuestra civilización, uno de los grandes aportes del pensamiento occidental, construido a lo largo de los siglos, Nada útil puede construirse si hacemos a un lado esa convicción.
Pero no menos cierto es que nuestra fortaleza evolutiva radica en nuestra capacidad de trabajar en grupo hacia una meta determinada, de ayudarnos unos a otros y de velar por los que ya no pueden hacerlo por sí mismos. Abandonados a nuestros solos recursos, no podemos contar con una optimista expectativa de supervivencia. Cientos de miles de años de evolución no pueden ser negados por decreto.
Refundar una humanidad que conviva con este nuevo virus, que afronte los desafíos y las grietas que ha cincelado en eso que entendemos por política, por civilización o por economía, es lo que nos toca hacer. Justo como coexistimos no solo con las demás enfermedades de la especie, sino con las demás lacras de nuestra civilización. Velando por proteger el contacto entre nosotros, que es al fin y al cabo lo que nos hace ser lo que somos.
Porque, al fin y al cabo, civilización es eso. Individuos conscientes que se preocupen por los demás. Individuos empáticos, consagrados todos al bien común. Lo demás es solo ostentación.