Quizás se terminó, pero solo en apariencia. Ya todos nos deseamos un venturoso año por venir, guardamos los adornos festivos y nos resignamos a darle la cara, con distinta motivación, a más de tres centenas de relucientes días, frente a nosotros.
Pero, en realidad, solo hemos celebrado espejismos. Hemos pretendido cerrar las puertas de un año que aún continúa su curso, lejos del término.
A diferencia de los obedientes hermanos que le precedieron en el calendario, este se ha resistido a la etiqueta, a saber cuándo ingresar y cuándo retirarse del salón.
Quizás empezase realmente en diciembre del 2019, cuando la primera cepa del COVID-19 fue débilmente advertida en la ciudad china de Wuhan.
O tal vez inició el 30 de enero del 2020, cuando la Organización Mundial de la Salud lo declaró emergencia de salud pública a nivel internacional.
O, más bien, podríamos darle el banderazo de salida el 11 de marzo del 2020, cuando fue oficialmente declarada la pandemia.
Lo cierto es que, de la mano del nuevo y desafiante virus, el año que nació entonces continúa su curso, indiferente a las dos engañosas vueltas de página que ya suma al hilo.
La pandemia hizo que el tiempo se congelase, recordándonos las proporciones de las pestes medievales, inmune a abandonar el escenario cordialmente, pese a los buenos oficios de la ciencia, amenazando con desbancar, con sus más de 270 millones de casos y sus más de cinco millones de muertes, la mortífera titularidad de la gripe española de 1918.
Una claustrofobia planetaria.
Marshall McLuhan, 1945.
(Josephine Smith, Library & Archives Canada)
Pero eso no es todo. El virus no solo se ha transmitido veloz a través de infames gotículas de saliva. Ha sabido también expandirse en los vericuetos de la internet, portando, con sus síntomas, la paranoia y la desinformación.
El ciberespacio ha reducido la aldea global de Marshall McLuhan al escaso perímetro de un habitáculo de bien social, donde mentalmente nos hacinamos todos, contemplando en vivo y a todo color la primera pandemia de la historia transmitida por las redes sociales, quizás ya nuestro último sustituto de realidad.
Y, como bien se lamentaba Umberto Eco, en esta claustrofobia planetaria precisamente esas redes sociales le han dado la voz a innumerables legiones de imbéciles, frívolos irresponsables y cínicos, sacados de los bares de pueblo de donde nunca debieron salir para atizar, con el sanbenito de la libertad de expresión, para atizar el miedo y la confusión, convencidos de que su ignorancia, tan útil y digna como el conocimiento de aquel que sabe, es la mejor forma para sacarnos del atolladero.
A la larga, lo anterior sería tan solo la parte contorsionista del asunto, de no ser porque la pandemia, a pesar de los breves respiros que parece habernos dado, ha hecho algo más: desnudó, progresivamente, la verdadera magnitud de las lacras humanas que creíamos ya superadas, mostrándonos también lo infantiles, veleidosos y caprichosos que podemos ser como especie.
Ha servido de excusa a políticos inescrupulosos y populistas, exponiendo en el proceso la fragilidad de múltiples sistemas sanitarios y políticos carcomidos por la incompetencia, la corrupción o la negligencia. Demostró lo egoístas, lo prejuiciosos, violentos e inconscientes que podemos ser cuando nos tocan nuestra comodidad personal y nuestras “libertades”, en nombre del legítimo bien común.
Pero, más descorazonador aún, demostró el débil barniz de racionalidad que, como especie, nos acomete cuando enfrentamos fuerzas que escapan a nuestro diámetro mental, refugiándonos en la frivolidad pop y el negacionismo científico, como magistralmente lo señala el astrónomo Neil deGrasse en su ya célebre twit sobre la sátira fílmica de catástrofe Don’t Look Up.
Urge, definitivamente, concluir este año terco y obcecado. Y ello no correrá por cortesía del virus. En este inmenso y espacioso calendario que se resiste a concluir, nos quedan algunas tareas pendientes sobre el aprendizaje y la resiliencia, si queremos que lo vivido nos llegue a hacer sentido, algún día.
¿Por qué hemos sobrevivido?
Johanes Plenio (@jplenio)
Como ya lo hemos comentado en otros artículos, mal que nos pese, nuestra especie tiene buenas razones para sentirse perseguida.
Durante millones de años nuestros antepasados se escurrieron como minúsculas musarañas, entre las patas de inmensos lagartos malhumorados.
Tuvimos que disputarles a inmensas serpientes arborícolas las tempranas junglas del Eoceno, tras la última extinción masiva, para luego jugar al corre-que-te-alcanzo con enormes gatos hambrientos en las sabanas del oriente africano.
Cuando las glaciaciones arreciaron en los polos planetarios y el solar africano fue deshidratándose mortalmente, unas cuantas decenas de miles de miembros dispersos y crecientemente aislados fue todo lo que nos salvó, como especie, de la extinción total.
La mayor parte de nuestros intentos de salida fuera de la cuna africana culminaron en horripilantes desastres; los pocos que lo lograron dieron origen a múltiples linajes humanos, primos de cuya existencia aún no estamos plenamente conscientes y los cuales fueron desplazados por nuestros ancestros de la última gran salida, dejándonos embarazosamente instalados en su lugar.
Anna Dziubinska (@annadziubinska)
Hemos inventado la agricultura, las sociedades, la aristocracia, el clero, la plebe, el dinero, la esclavitud, la prostitución, los ejércitos con rangos y charreteras, los sistemas bancarios y, no podía ser de otra manera, la internet, para luego darnos cuenta de que ya no podemos concebirnos como personas sin ellas.
Hemos escalado al top del club social terráqueo, partiendo de una patética especie en la cual un miembro en solitario, abandonado a su suerte en el hábitat natural, era poco menos que un perfecto cero a la izquierda, condenado a una muerte segura en las fauces de los grandes depredadores.
No podíamos emular la velocidad de las chitas, ni la agilidad acuática de los cocodrilos, la fuerza bruta de los hipopótamos o las embestidas de los rinocerontes.
Entonces, ¿cómo fue que sobrevivimos? ¿Cómo escalamos al puesto de especie dominante, por medios más o menos lícitos?
Pues bien, nuestra corteza frontal con capacidad de abstracción y pensamiento simbólico, nuestra capacidad de cooperar de manera ordenada con distribución de tareas (cooperación heterotécnica, que le dicen) y la gran ventaja de tener manos libres con pulgares oponibles, hicieron una enorme diferencia.
A ello agreguemos la complejidad y particularidad de los lazos afectivos que, evolutivamente, desarrollamos entre nosotros a nivel de clan, propicios en una especie en la cual las crías tardan su tiempo en alcanzar la madurez e independencia, con la indefensión que ello conlleva.
Pero hubo una cualidad que, discreta y sigilosa, contribuyó a brindarnos un formidable poder como especie. Una cualidad en modo alguno monopolio de nuestra progenie pero que, en nosotros, amplificada por las otras cualidades arriba mencionadas, nos dotó de una potencialidad insospechada: la empatía.
Un circuito llamado empatía.
Annie Spratt (@anniespratt)
Lista y llanamente, la empatía es la capacidad de entender cómo otra persona vive sus propias experiencias y sentimientos. No se trata solamente de meternos en sus zapatos.
Nos introducimos en su piel, nos invitamos a su mente, nos incrustamos en sus vísceras y hacemos propios los latidos de su corazón.
Si bien sumamente variable de individuo a individuo, surge de la capacidad, innata en nuestra especie, de reconocer las emociones en los otros y es extraordinariamente maleable a la educación temprana, al contacto con los demás y, desgraciadamente, a los traumas y violencias que ocurran en las primeras etapas del desarrollo.
En nuestra especie comienza a manifestarse hacia los dos años, antecediendo en dos a tres años la aparición de la teoría de la mente (la capacidad de concebir al otro dotado de una mente propia, recreándola en nuestra bóveda craneal).
Podemos ejercerla tanto a nivel afectivo como cognitivo, amueblando en nuestros cerebros el mundo mental de los demás.
Podemos, dato oscuro, ejercerla sin vernos movidos al más mínimo grano de compasión, como también podemos sentirnos conmovidos por los agobios del prójimo sin tener la más mínima idea de cómo este los vive en carne propia.
Podemos también, dato todavía más oscuro, actuar contra el bien común o violar normas éticas cuando se trata de beneficiar a persona o grupos por los cuales sentimos empatía.
¿De qué sirve la empatía?
Aarón Blanco Tejedor (@innernature)
De mucho. Lo suficiente para hacer una diferencia de vida o muerte. Especies altamente sociales como los primates y los cetáceos, cuyo poder emana, precisamente, de la robustez de sus lazos entre individuos y de su capacidad de reacción como grupo ante los peligros externos, no pueden darse el lujo de carecer de ella, máxime cuando, como en el caso de nuestra especie, las crías tardan una gran cantidad de tiempo en madurar lo suficiente para tornarse plenamente independientes (fenómeno evolutivo conocido como neotenia).
Espléndidamente alambrados, como estamos, a nivel neurológico por la selección natural para contar con ella (tallo cerebral, amígdala cerebral, hipotálamo, ganglios basales y corteza prefrontal), la empatía redunda también en nuestro beneficio egoísta.
Comprender al otro y actuar en consecuencia refuerza nuestros lazos con este, crea redes de gratitud y fortalece el espíritu de cuerpo en el grupo, factores todos que me serán de utilidad cuando, llegado el momento de la desgracia, necesite el rescate de los míos.
Asignaturas pendientes.
Michal Matlon (@michalmatlon)
Ahora bien, es necesario sincerarnos. En estos temas, no podemos dar el lujo de pecar con inocencia y comodidad.
Todo el discurso social contemporáneo, no importa la variedad de sus matices culturales, eleva a pedestal supremo la empatía.
Es una de las mercancías más libre de compra y venta en el vasto mercado de nuestras relaciones interpersonales, desde las más fraternas y desinteresadas, hasta las más turbias y políticas, siendo, por ello, en extremo vulnerable a las falsificaciones.
Es una de las expresiones más fáciles de fingir, a fin de obtener gratificaciones que sabemos acarrearán prejuicios a otros, sea ya besando niños en campaña electoral, declarando la paz entre potencias con el pulgar a escondidas sobre el botón rojo, o sonriendo adrede mientras tramamos la desgracia de quienes reciben nuestros buenos gestos.
Por todo ello, es también una de las asignaturas urgentes, pendientes, en la agenda de nuestra tribu global. Porque, en pocas palabras, nos cuesta.
Máxime cuando nos vemos obligados a contemplar al pleno de la humanidad como nuestra parienta más próxima. Pero, para ser justos, las razones comienzan por el mismísimo proceso evolutivo.
Nuestra especie se desarrolló en el seno de pequeñas bandas de cazadores recolectores, alambrados por la selección natural para sentir empatía por los miembros de nuestro propio grupo y, tal vez, a lo sumo, por los miembros de alguno que otro grupo cercano, con el cual podíamos interactuar esporádicamente en ciertas estaciones del año.
Rob Curran (@curranrob)
Justo cuando empezamos a unificarnos en aldeas, ciudades, proto Estados y, finalmente, Estados, el número comenzó a salírsenos de las manos.
El chip evolutivo no daba para tanto y, si bien una cultura, una religión o una tradición totémica comunes podían servir de amalgama a largo alcance, lo cierto es que la empatía, invariablemente, tendía a disolverse conforme veíamos más distintos a los demás en términos, precisamente, de cultura, religión, mitos y demás yerbas.
Cuando los estados supranacionales llegaron para quedarse, que 10 millones de anónimos muriesen en una hambruna lejana nada nos llegó a decir, no porque fuésemos bestias sin entrañas, sino porque diez millones, lo que se dice diez millones, simplemente no hay forma de embutírnoslos por las buenas en las propias circunvoluciones cerebrales.
Lo anterior ha quedado funestamente encarnado en esa oscura frase atribuida por la leyenda ideológica (que no urbana) al dictador soviético Stalin, cuando algún audaz o algún imprudente (vaya uno a saberlo), le mencionó las más de veinte millones de muertes que iban sumando sus purgas políticas: la muerte de un hombre es una tragedia, la muerte de millones es solo estadística.
Precisamente, en nuestra incapacidad de concebir ese número amorfo a la distancia, radica el cómodo camuflaje que nos permite desentendernos de las tragedias ajenas, cuando estas alcanzan magnitudes ajenas a nuestro entendimiento o nuestra compasión.
Y eso, debe de corregirse con urgencia.
Una empatía de silicio.
Mohamed Bouazizi (1984-2011)
(Fuente desconocida. Uso con fines educativos)
Justamente, en la inmensa, caótica y agrietada ciudad global que es nuestra especie hoy en día, las modernas tecnologías y las redes sociales han comenzado a acortar, al menos en nuestros sentidos, ese techo evolutivo.
En muchos aspectos, su colaboración ha sido prodigiosa. No de otra forma inició la Primavera Árabe el 17 de diciembre de 2010, cuando un vendedor callejero tunecino de 26 años, Mohamed Bouazizi, presa de la desesperación por haber sido despojado de sus mercancías por una inspectora de la policía local, se prendió fuego a sí mismo, muriendo días después por la gravedad de sus quemaduras.
La indignación, larvándose ya desde dos años antes en el desventurado país, corrió como pólvora por la internet, levantando una ola de furia que, en pocos días, forzó al déspota Zine El Abidine Ben Ali, a abandonar el poder y poner los pies en polvorosa rumbo a Arabia Saudita.
Malcom Brown (1963)
De igual forma, mucho antes del nacimiento de la red y más de cuatro décadas atrás, en 1963, una simple fotografía en blanco y negro de un monje budista sudvietnamita, Thích Quảng Đức, prendiéndose fuego en una pequeña avenida de Saigón y quemándose impávido hasta morir, le dio la vuelta al mundo, contribuyendo a la posterior caída del régimen corrupto y represivo del presidente de Vietnam del Sur, Ngô Đình Diệm.
No podemos cometer la insensatez de negar, como bien lo señala el científico cognitivista Steven Pinker en su esclarecedor libro En defensa de la Ilustración, que, en muchísimos aspectos, las ideas de la Ilustración, los avances científicos y tecnológicos propiciados por la revolución científica, así como los movimientos sociales de los siglos XIX y XX, han hecho de esta época uno de los mejores momentos que ha conocido la humanidad para que nos detengamos a contemplar nuestras propias llagas y encontremos los ungüentos adecuados para sanarlas.
Pero el caso es que, volviendo al punto, de una u otra forma nos sigue faltando empatía en escala planetaria.
Hemos hecho notables avances tras dos guerras mundiales, innumerables genocidios y exterminios en masa.
La mansa y creciente disposición de muchos Estados actuales a someterse bajo autoridades supranacionales en materia de derechos humanos, trabajo, salud y medio ambiente, entre otros, hubiese sido impensable tan solo décadas atrás.
Pero, perdónesenos la insistencia, seguimos necesitando más empatía. Necesitamos, ante todo, llevarla a un nuevo nivel, uno que nos haga por fin pensarnos como miembros de una grande, única e indivisible familia humana.
La crisis sanitaria en curso, junto a las crisis que contribuyó a desnudar, demostró, descorazonadoramente, cuán irresponsables, ilusos, egoístas, caprichosos, frívolos y proclives al auto engaño podemos ser.
Philip Zimbardo
(Elekes Andor, 2017)
El reto de construir sociedades que, sin ahogar a las personas, no corran el riesgo de ser atomizadas por individuos con un concepto patológico de la libertad, incapaces de ver más allá de sus fosas nasales, es tarea urgente para nuestra civilización.
Sí. Necesitamos más empatía. No la que pavoneamos en las redes de silicio, pues a esa le encaja mucho mejor la etiqueta de morbo.
La empatía no es ni debe ser, en modo alguno, una atracción malsana o un gusto enfermizo por las desgracias del otro, de la misma forma en que no es valentía el escudarse tras el anonimato de la pantalla y de la fibra óptica para atacar a otros, por más noble que nos parezca nuestra causa.
Necesitamos más empatía para impedir que, conforme crezca la cantidad, la conciencia ética se pierda.
Como bien lo señala el psicólogo italoamericano Philip Zimbardo en su libro The Lucifer Effect: Understanding How Good People Turn Evil (El efecto Lucifer. El porqué de la maldad), las personas serán más propensas a actuar de forma malvada o insensible en la medida en que exista una identidad colectiva en la cual sus actos puedan respaldarse y las consecuencias de los mismos, diluirse.
Y, en este punto, las redes sociales, las calamidades, las reacciones descontroladas en masa, bien pueden llegar a ser excelentes cajas Petri para hacer que la responsabilidad individual se pierda.
Dejando ir el calendario.
Papaioannou Kostas (@papaioannou_kostas)
Lo dicho al inicio de este artículo. Por cortesía, por costumbre, nos hemos deseado, entre todos, un fecundo año nuevo. Pero este año, el año en el que nos encontramos inmersos, está lejos de terminar.
Comenzó en algún momento del 2020 y continúa a la fecha, lejos de su epílogo. Y a la fecha también, lejos de su epílogo, continúan los desafíos aquí planteados.
¿Qué hacer entonces, mientras las vacunas o la dolorosa inmunidad de rebaño realizan su tarea?
Como señalamos en un artículo anterior, nos guste o no, la civilización comienza en los otros. Solo así hemos podido sortear sequías, glaciaciones, plagas, extinciones, guerras, desplomes bursátiles y, por qué no, pandemias.
Solo apoyándonos en el otro y preocupándonos por el otro, es que hemos podido pasar de unas cuantas centenas desperdigadas de primates bípedos y paranoicos, dedicados a la recolección y a la carroña, a debutar, por la puerta de la cocina, como la especie a la fecha reinante en el planeta.
Empezar, en medio de esta barahúnda y confusión, a tratarnos con un poco más de respeto ahora que las redes nos proveen del cuadrilátero para disentir, no sería mala idea.
Hacer el ejercicio mental, bien que nos retuerza las vísceras, de entender dónde se encuentra parado el otro, de qué huye, a qué le teme.
Entender que, en sociedad, vivir implica ceder para obtener, pues solo los santos y los sociópatas pueden darse el lujo de desvanecerse para vivir incontables años en el desierto.
No rechazar los frutos comprobados que la ciencia, el raciocinio y la discusión reposada en un entorno democrático nos han reportado en los últimos trescientos años.
Comprender que el mundo que nos espera al final de este año será muy distinto al mundo que dejamos atrás, cuando el calendario se nos partió en dos. Y que eso está bien, pues solo marchando adelante, como lo hicimos por las sabanas africanas, es que hemos sobrevivido como especie.
Y, finalmente, entender que si dejamos que colapse este delicado circuitaje neurocognitivo e interpersonal que nos ha brindado la evolución (pudiendo no haberlo hecho) y cuyas sinapsis nos permiten comprender que el otro merece que se le tenga en cuenta, las redes de silicio sobre las cuales hemos construido esta falsa sensación de hermandad virtual, no vendrán en nuestro rescate.
Todo sea para que podamos dejar ir el calendario en paz. Y, con ello, desearnos mutuamente, ahora sí, un prometedor Año Nuevo.
Luis Diego Guillén.
San José, Costa Rica
info@luisdiegoguillen.com