Para todos los efectos, Sofía es, a los ojos de quienes la conocen, la chica perfecta. Estudiante destacada, atractiva, sociable y, ante todo, con un innato sentido de la disciplina que la hace sobresalir en todo -especialmente en gimnasia, la gran pasión de su vida-, aparenta la encarnación misma del éxito. O quizás no…
Ahora no lo recuerda, pero todo empezó en los últimos años escolares, justo al llegar las primeras medallas. El orgullo que sentían sus padres, sus tíos y su mismo entrenador se tradujo en presión, presión que vino al mismo tiempo que las burlas en los pasillos de la escuela y el aislamiento en el salón de clase.
Las proezas en la barra de gimnasia no compensaban la soledad y los comentarios sarcásticos de quienes decían no explicarse cómo alguien tan rollizo podía tener tanto éxito en semejante deporte. Las dudas se hicieron propias, reforzadas por la insistencia del entrenador en que bajase de peso y las reconvenciones de sus papás al pillarla terminando de saciarse con los residuos nocturnos del refrigerador. ¿Acaso sería cierto?
Fue entonces cuando se propuso poner todo de su parte para adelgazar, a como fuera posible. El gran problema fue la culpa que siguió a ese apetito atroz, cada vez que su cuerpo, urgido de calorías por tanto ejercicio, la hacía engullir con furia lo que encontraba a su paso, para luego deprimirse profundamente tras cada atracón.
¿Y si la descubrían? ¿Y si terminaban dándose cuenta de que la ejemplar, la disciplinada Sofía era patéticamente débil, incapaz de controlarse en algo tan simple como comer? No bastaba con desaparecer las evidencias allí afuera, esas envolturas vacías y ese rechinido culpable al abrirse las puertas de la despensa. ¡No! Había que desaparecer las de adentro, esas que hacían más difícil elevarse en la barra. ¡Había que desaparecer esa comida de más antes de que se transformasen en kilos!
El cuerpo que creo tener.
Ahora Sofía lo sabe: todo es cuestión de tiempo. Al próximo atracón que venga, se provocará el vómito.
Pensar en eso le quita el sueño, pero sabe que no podrá evitarlo. Nadie más está al tanto, salvo su novio Santiago, otro perfeccionista devoto que siempre la regaña por no ser “fuerte”, pese a que él mismo está a punto de dejar el entrenamiento en su equipo de peso libre, consciente de que se ha lesionado al aumentar en exceso, sin decirle a nadie, los kilos que levanta día con día, obsesionándose por compensar con músculo la baja estatura que siempre lo ha avergonzado.
Sofía y Santiago han hecho de su cuerpo, más aún, de la imagen que creen tener de su cuerpo, la báscula sobre la cual descansa toda su valía personal. El problema es que, la verdad sea dicha, esa supuesta imagen tiene muchísimo de falsa, construida por los prejuicios, las ideas y las obsesiones de una sociedad que, a fin de aceptarnos, nos exige un formato que en realidad nadie cumple.
¿Y cómo culparlos? Al igual que ellos, en mayor o menor medida todos le hemos declarado la guerra a nuestro propio cuerpo para pagar el boleto de admisión. Sofía y Santiago simplemente han llevado esa guerra hasta sus últimas consecuencias.
Todo en nombre de la «belleza».
A partir de los años setenta, con su idea de la esbeltez física, y muy especialmente con la cultura de masas ochentera -popularizada por el video casero-, lo delgado, lo fornido o lo curvilíneo se volvieron, según el pobre grupo víctima del target, lo in, el molde indispensable para triunfar en la vida.
Lo hemos explotado hasta el cansancio en aeróbicos de fondo blanco, en lociones para broncearse con lujuria sin riesgo de rostizarse, en promociones de suplementos proteicos e incluso lo enviamos al espacio en una placa de oro adherida a la sonda espacial Pioneer 10, para deleite de la desdichada civilización alienígena que se dé de bruces con ella en unos cuantos millones de año.
Todos somos víctimas y victimarios en esa conspiración de belleza física, anómala y contra natura, seguros como estamos de que así es como deben ser las cosas. Lo interesante del asunto, el pequeño detalle sin importancia que solemos pasar por alto es que no siempre fue así.
La opulencia de las formas.
Si bien es dable suponer que nuestros antepasados cazadores y recolectores tenían una apreciable condición física (¿qué mejor motivación para el cardio que evitarse la embestida de un rinoceronte lanudo del cuaternario?), lo cierto es que nuestros ancestros admiraban en mucho la opulencia de las formas como símbolo divino de la fertilidad, la abundancia y el placer. Y si no, que lo digan la Venus de Willendorf (hacia 25 000 años atrás) y la Venus de Dolní Věstonice (hacia 29 000 años atrás).
Los artistas egipcios no ahorraron detalle resaltando el orgulloso pavoneo de las caderas de la reina de Punt al recibir junto a su esposo a los mercaderes del Imperio Medio. Durante el Medioevo y el Renacimiento, el desnudo artístico era impensable sin la adiposidad y la celulitis propias de la vida real en ambos sexos (ver Las tres Gracias de Pedro Pablo Rubens) y hasta bien entrado el siglo XX, una complexión rolliza era sinónimo de salud, atractivo y buena condición socioeconómica (en otras palabras, salud genética para procrear), siendo el maestro colombiano Fernando Botero uno de los más descollantes exponentes de esa tradición.
Como bien lo señala Umberto Eco en sus magistrales obras Historia de la belleza e Historia de la fealdad, lo que entendemos por bonito y no tan bonito, ha variado extraordinariamente a lo largo de los siglos. Ello aplica también para lo que pensamos de nuestra figura personal. Urge entonces declararle la guerra a esta superstición tonta e inútil. El afán de encajar nuestro cuerpo en los caprichos de un borroso “qué dirán” para que nos acepten, nos va costando ya demasiadas víctimas, de cuerpo y de espíritu.
Víctimas y victimarios.
No será la primera vez que lidiemos con una visión obsesa de lo que debemos ser para que se nos acepte. Pero esta época trae un agravante: la formidable explosión de las redes sociales, invadiendo hasta la última esquina de nuestra intimidad emocional con multitud de prejuicios culturales, amenazas y coerciones mentales.
Como también lo señala Umberto Eco, las redes sociales han permitido que gran cantidad de individuos soeces, agresivos y prejuiciosos lleven su basura más allá de la cantina y del sarcasmo familiar, cebándose en persona vulnerables, personas que atraviesan momentos críticos en el desarrollo de su personalidad.
Lo anterior implica no solo el tradicional acoso cibernético, en el cual la descalificación o la cosificación del cuerpo son la norma.
De manera más sutil, aparecen también dizque grupos de apoyo que, como Pro-Ana y Pro-Mia, crean una falsa red de apoyo que se esmera en intercambiar consejos y experiencias sobre cómo mantener un supuesto cuerpo ideal, una imagen aceptable de nosotros mismos, a costa de torturar nuestro cuerpo y castigarnos con lo que ingerimos o dejamos de ingerir.
Todos somos en alguna medida esa Sofía y ese Santiago. Todos hemos contribuido, en algún momento, a burlarnos de ellos, a descalificarnos, a voltear hacia otro lado cuando otros los escarnecen. Todos somos víctimas y victimarios en este circo. Es hora ya de detenerlo. Por el bien de todas las personas.
¿Qué podemos hacer?
Contrario a lo que se cree, sentir vergüenza, pena, asco o rechazo por el propio cuerpo no es normal. Es por ello indispensable no solo reconocer con prontitud las primeras señales de alarma, sino también actuar de inmediato buscando ayuda. ¿Qué podemos hacer entonces? Ante todo:
1. Reconocer las señales de alarma.
¿Hemos comenzado a lesionarnos o a sentirnos con la tentación de hacerlo? ¿Estamos empezando a darnos atracones de comida seguidos de profundos períodos de culpa?
¿Nos empiezan a obsesionar las calorías que consumimos, por las calorías mismas? ¿Nos negamos alimentos, nos desordenamos en la comida o ya iniciamos provocándonos vómitos o purgas después de los atracones?
¿O quizás más bien aún no lo hacemos, pero vamos experimentando una creciente obsesión por incurrir en ello?
¿Vamos haciendo propias las burlas, los reproches o los comentarios «amistosos» sobre lo «inadecuado» de nuestro cuerpo?
¿Sentimos una ira, un miedo o un desaliento que no superamos, que nos hunde en una profunda sensación de desesperanza o, peor aún, que nos lleva ya a despuntar con los dedos la idea de que no estando aquí las cosas van a ser mejor?
¿Empezamos a tapar con drogas, licor o experiencias de riesgo esas horribles sensaciones?
De ser así, es tiempo entonces de dejar de calentar la silla y pedir ayuda de inmediato pues con nuestros propios recursos no lo lograremos.
2. Buscar ayuda profesional.
No lo pensemos dos veces. Busquemos personas profesionales certificadas que nos puedan apoyar.
Ya sean especialistas en salud mental, medicina, consejería o nutrición, sustituyamos el consejo de los charlatanes y los agresores por ese criterio experto con base científica y rigor ético.
No hagamos caso a las voces de desesperanza que dejamos entrar en nuestro corazón. Allá afuera hay personas que realmente pueden y quieren ayudarnos.
3. Evitemos los ambientes tóxicos.
Allí donde el aprecio, la aprobación, el respeto, la gentileza, los premios o el reconocimiento de los demás pase por la obligación nuestra de cumplirles forzosamente con una exigencia específica de lo que debe ser nuestro cuerpo, justo allí no debemos estar.
Quien diga apreciarnos, lo hará en virtud de nuestras cualidades como persona. Nos hablará con honestidad sobre aquellas contingencias objetivas que deban afrontarse para fortalecer la relación, cierto. Pero no condicionará su amistad a la mayor o menor cantidad de tejido graso o muscular que tengamos en nuestro cuerpo.
Lo anterior aplica para relaciones amistosas, sentimentales, filiales, laborales, familiares, comunales o de interés.
4. Busquemos el apoyo que necesitamos en redes personales sanas.
Siempre habrá quienes nos aprecien por lo que somos, sin condicionar nuestra presencia a cánones específicos de belleza o fealdad. Identifiquemos esas fuentes de apoyo en nuestra cercanía (parientes, amigas, amigos, docentes, consejeros espirituales, etc.) y pidámosles ayuda.
Recordémoslo siempre: en estos trances no cabe un falso sentido de la vanidad. Limitándonos a nuestros propios recursos, lo único que lograremos será un mayor riesgo de deterioro.
5. No perdamos de vista lo que realmente nos define.
¿Dónde encontrar realmente la esencia de lo que somos, de lo que nos hace personas dignas de ser queridas y tomadas en cuenta?
Pues justo en nuestra capacidad de ser personas empáticas y solidarias, capaces de asumir nuestras responsabilidades, de ser honestas y comprometidas.
Eso es lo que realmente nos define, lo que a la larga llenará de felicidad los años de nuestras vidas. No las opiniones inútiles y prejuiciosas de los demás sobre lo altos, bajos, bellos, fornidos o esbeltos que deberíamos o no deberíamos ser.
6. Comprometámonos.
Como seres humanos, somos los principales responsables y garantes de nuestro propio bienestar.
¿Qué las personas profesionales a las que hemos recurrido nos han recetado algún tipo de fármaco, alguna dieta específica, alguna clase de ejercicio para relajar nuestro cuerpo y liberar nuestra mente? Pues cumplámoslo al pie de la letra.
Retomemos esas actividades sencillas que siempre nos han brindado una alegría sincera y satisfactoria. ¿Qué no sabemos cuáles son? Recordemos qué nos encantaba jugar en nuestra niñez y allí tendremos la respuesta.
Durmamos generosamente en atención a nuestro cuerpo.
Salgámonos más de las redes y refugiémonos en la lectura de buenos libros, en practicar algún arte, en relacionarnos en vivo y en directo con quienes nos importan.
Comprometámonos a renacer cada día y mantener la esperanza.
7. Seamos pacientes.
Apreciarnos como personas es un proceso largo y complejo, un paquete que se compra completo, con sus altas y sus bajas.
Habrá retrocesos, caídas, pérdidas de fe. No pasará solo por acostumbrarnos a querer y cuidar incondicionalmente nuestro propio cuerpo, aunque nuestras emociones al inicio nos tienten a ir en la dirección contraria.
Tengámonos paciencia. Rechazarnos es un arte barato que se aprende de la noche a la mañana. Aceptarnos con madurez, sobre todo para cambiarnos en lo que realmente amerita, es un arte que, como toda destreza, se aprende con tiempo y práctica constantes.
8. Finalmente, veámonos ante el espejo con solidaridad.
Contemplémonos en solidaridad ante el espejo: ese cuerpo que vemos, con todo lo que nos guste o no de él, es parte inseparable de lo que somos.
Es el legado que nos heredaron múltiples ancestros y el solo hecho de que ellos hayan sobrevivido, de que estemos nosotros vivos al final de la cadena, en el aquí y en el ahora, es prueba irrefutable de que nuestro cuerpo es un cuerpo exitoso.
Al igual que con las más valiosas de nuestras posesiones, debemos cuidarlo, nutrirlo y ejercitarlo en el marco del agradecimiento. Nunca por rechazo, nunca porque otros nos dicen que eso que vemos ante el espejo da asco y no sirve para nada.
Nuestro más fiel aliado.
Bien lo dijo el filósofo y matemático griego Pitágoras de Samos: no hagamos de nuestros cuerpos las tumbas de nuestras almas.
Nuestros cuerpos no solo son nuestros más leales servidores. Son en última instancia el único instrumento que tenemos para relacionarnos con el mundo, para actuar sobre él. Para ayudar y para ayudarnos a nosotros mismos. Para hacer las cosas que nos deparan placer y protegernos de las cosas que puedan lastimarnos.
La próxima vez que sintamos la tentación de castigar nuestro cuerpo, de escupirlo frente al espejo, de afrentarlo con el alimento que necesita y le negamos o regateamos, recordemos que es de los más preciados dones que poseemos.
No importa cuanta desesperanza, frustración, amargura, enojo, miedo o rabia podamos experimentar, nada, absolutamente nada es ni será motivo para volvernos contra nuestro más fiel aliado.
Nacimos para entrar en la vida y ser felices. Nuestro cuerpo fue diseñado para ayudarnos en la tarea. Nunca para convertirse en nuestra tumba.