Para la acelerada cultura estadounidense de mediados del siglo XX, Howard Hughes fue la encarnación misma del éxito.
Multimillonario, pagado de sí mismo, carente de escrúpulos y con una pasmosa intuición para las oportunidades de negocios, marcó la cultura de masas de su tiempo como magnate, ingeniero, inventor, piloto, inversionista de alto riesgo, productor cinematográfico y mujeriego en serie.
Las más bellas actrices de la época se doblaron ante sus encantos (y su billetera), así como los más poderosos políticos e industrialistas de la época.
Convencido de su poder, no dudó en corromper, sobornar y manipular a cuanto testigo, periodista inoportuno o politicastro idealista se le cruzó en su camino. Nada le inculcaba miedo, nada le provocaba temor. De todo tenía el control, a todo lo podía derrotar, a todo salvo a una cosa: los gérmenes…
Criado por su neurótica y sobreprotectora madre en un miedo enfermizo a la mugre, el desorden y los microbios, Howard Hughes ganó todas las batallas económicas, políticas y legales que le plantaron cara, salvo su miedo patológico a los bacilos, llegando en sus últimos días, según rumora la leyenda urbana, a aislarse por épocas en sus habitaciones personales, desnudo, sin asearse o alimentarse adecuadamente, tratando de mantener a raya a esos miserables bichejos.
¿Quién es dueño de los pensamientos?
Nos gusta creer que los pensamientos son algo que poseemos de manera absoluta. Decidimos cuándo nuestro cerebro los produce, decidimos si actuamos o no con base a ellos y los desechamos cuando se nos viene en gana.
El problema es que la realidad suele ser mucho más embrollada que eso. La extraordinaria complejidad neurocognitiva de nuestro cerebro tiene sus desventajas, siendo una de ellas el que tarde o temprano, nuestros pensamientos se nos insubordinen, armen el motín y pretendan hacerse con el control del volante, inmunes a cualquier tipo de exorcismo.
¿Quién no ha sentido esa melodía inoportuna y de mal gusto que, por más que detestemos, se nos incrusta en las neuronas, martillándonos una y otra vez por más que pretendamos ignorarla? ¿Qué decir de las tres o cuatro veces que nos devolvemos a cerciorarnos que los electrodomésticos quedaron desconectados, aun cuando sepamos de antemano el resultado de la revisión?
¿Qué de esas inoportunas preguntas metafísicas -tercas como ninguna-, sobre el sentido de la vida y el más allá, justo cuando estamos estirando las cuentas para llegar a fin de mes o tratando de cumplirle a la pareja en la intimidad? ¿O de esa rufiana tentación por proferir tres o cuatro indecencias cuando asistimos al culto o a una vela funeraria?
Lo cierto es que nos gusta creer que las ideas son algo que nosotros tenemos, pero no solemos discurrir que, de igual forma, el reverso de la ecuación factura a nuestro nombre: las ideas también nos tienen a nosotros.
Peor aún, en muchas personas esas ideas, angustiantes, inoportunas y desagradables, se convierten en sus dueñas absolutas. Se incrustan a golpe de cincel -absolutamente irracionales y carentes de fundamento-, en sus cerebros, robándoles la paz y haciéndoles cometer una y otra vez conductas totalmente inadecuadas e ilógicas, obligándolas a comportarse con la cadencia de un galeote. Es entonces cuando debemos hablar de un trastorno obsesivo compulsivo.
Descifrando la coreografía.
La coreografía del trastorno obsesivo compulsivo (en adelante TOC) es de un sadismo puntilloso. En el campo de conciencia de la persona aparece un pensamiento, un impulso o incluso una imagen. Pero no son impulsos, imágenes o pensamientos cualesquiera. En lo absoluto.
Son de una naturaleza desagradable y angustiante, apelando astutamente a cosas que en el fondo, tememos o aborrecemos. Aún más, la idea es terca y pervasiva. No se va por las buenas. De nada sirven los buenos modales, el razonar con ella o el decirse a uno mismo que todo estará bien. Peor aún, el ignorarlas solo aviva su incandescencia. Han aparecido las obsesiones.
En breve, la ansiedad que estas generan obliga al infortunado anfitrión a procurarse el alivio por cualquier forma. Las obsesiones, como buenos luzbeles de pacotilla, dictan caprichosamente de qué forma darán paz a la cabeza en la cual moran.
El cuerpo acude en auxilio y surgen entonces las compulsiones: conductas repetitivas y estereotipadas, rituales inadaptativos en forma de gestos, gesticulaciones, voceos o actos, sin ligamen alguno con la idea que las carbura pero cuyo ejercicio brinda, aunque sea pasajeramente, un remedo de alivio.
Es así como Adrián siente que si deja de fruncir el ceño en una fea mueca, no terminará de expiar sus pecados y se irá al infierno al morirse, idea que lo deja exhausto y sin sueño por las noches.
Es así como Francini se lava una y otra vez las manos con exceso de jabón, hasta causarse una severa dermatitis, porque no puede dejar de pensar en todas las superficies sucias y asquerosas que se vio obligada a tocar durante su extenuante jornada de doce horas en un call center.
Y es así como Gloriana tiene al borde de la calle su relación de pareja por su tendencia a estallar en un enojo incontrolable cuando llega a la casa, desecha de lidiar con un jefe intratable ocho horas al día, solo para encontrarse con que las cosas no están estrictamente organizadas de acuerdo con el color, la textura, el tamaño, las fechas de caducidad y mil diantres por el estilo; estupidez que a Danilo ni le pasaría por la cabeza, pues ya tiene suficiente evitando actividades sociales y religiosas por su absoluto convencimiento de que no podrá evitar proferir blasfemias e imprecaciones al estar allí, aparte de quitarse la ropa para pavonearse desnudo entre los concurrentes.
Una descompensación profunda.
En última instancia, la esencia patológica del TOC yace en la profunda descompensación que existe entre la pobreza adaptativa de la conducta por un lado, y la excéntrica naturaleza de la idea o pensamiento a la cual pretende complacer.
La conducta compulsiva no genera un bienestar viable, en tanto que la idea intrusiva no responde a una necesidad real o razonable para la persona.
Basta pasar revista a las obsesiones más comunes que la investigación científica ha logrado documentar para darnos cuenta de ello: temores fuera de contexto con respecto a la suciedad, intolerancia a las asimetrías, miedo a lastimarse, temor a ceder a actos violentos, sexuales o blasfemos, aun cuando no haya la menor probabilidad realista de semejante desliz, dudas reiterativas que aparecen en el más anodino de los contextos sobre la propia orientación sexual, el temor al diablo, al castigo de Dios, a despeñarse en el infierno, a no encontrar nada del otro lado, a atragantarse con la inevitable incertidumbre que la existencia trae.
Lo mismo podemos decir de las compulsiones, una vez les pasamos revista también: la terca tendencia a lavarse una y otra vez las manos hasta desescamarlas, fundir la aspiradora de mano extrayendo hasta la última partícula de suciedad que en nuestra mente existe en el automóvil, contar y ordenar una y otra vez objetos que ya están impecablemente ordenados de todas las formas posibles, santiguarse constantemente, repetirse palabras una y otra vez en diferentes contextos para conjurar o detener pensamientos angustiosos, soltar el bozal y desbocarse en compras compulsivas para que no contraigamos ninguna enfermedad.
El enorme dilema es que, en virtud de su inadecuación, las compulsiones no solo no resuelven el problema que las activa; peor aún, suelen traer problemas adicionales por realizarse fuera de cualquier contexto y tiempo razonables. Para más inri, la eficacia de su vida útil es de un desempeño lastimoso: el alivio que brindan rara vez se extiende más allá de la hora.
Posterior a ella, las obsesiones retornarán con más fuerza, obligando al individuo a realizar nuevas compulsiones de una intensidad y frecuencia mayores, generando una desgastante espiral ascendente en la cual el descanso no tiene cabida.
Esto es lo que le confiere al TOC su enorme potencial erosivo a largo plazo: cada vez las compulsiones serán menos eficaces, durarán menos en sus efectos paliativos y la ansiedad de los temores intrusivos reaparecerán con mayor severidad, obligando a la persona a buscarse nuevos rituales, a cuál más estrafalario, intenso e ineficaz que el anterior.
Este proceso, crónico y persistente, tendrá períodos en los cuales se alternarán ciertas mejorías con empeoramientos de los síntomas, por lo común activados por factores ambientales. Dicho proceso será tormentoso para quien lo sufre, dado el carácter por lo general egodistónico de los síntomas; es decir, la persona tendrá diversos grados de conciencia sobre lo irracional de las ideas que lo controlan pero no podrá oponerse eficazmente a ellas ni evitar el incurrir en compulsiones.
Más aún, terminará convenciéndose a sí misma de que sus temores son realistas y de que las conductas que esgrimen para afrontarlos son sensatas y pertinentes.
Por ello y en caso de no tratarse pronta y adecuadamente, quien lo viva incurrirá en un deterioro progresivo tanto a nivel emocional como cognitivo, social, laboral y familiar, haciendo mella incluso en el edificio de su personalidad, perdiendo en el proceso mucha de la conciencia sobre la inadecuación de sus pensamientos y la inadaptabilidad de sus compulsiones, haciéndolo prácticamente hermético a cualquier oferta de ayuda profesional.
Escrutando las causas.
Áreas corticales que muestran actividad anormal en el TOC: corteza orbitofrontal, corteza cingulada anterior y amígdala cerebral.
(Dominio libre)
¿Qué causa exactamente este trastorno? No lo sabemos aún con plena certeza. Por lo pronto, hemos hallado alteraciones en los circuitos neurales que enlazan las zonas corticales a cargo del razonamiento, la planeación, las funciones ejecutivas y el control de impulsos con estructuras subcorticales que participan tanto en la modelación y regulación de las emociones como en la automatización de la conducta (ver Figura 1).
El componente genético parece evidente, toda vez que parientes sanguíneos cercanos a quien lo padecen prácticamente doblan su probabilidad de sufrirlo también. Y como suele ocurrir en las dolencias mentales, el ambiente hace su parte: entre los comunes denominadores de quienes sufren TOC, encontramos historias de abuso infantil, agresión y negligencia, eventos traumáticos no resueltos, patrones de crianza rígidos y culpabilizantes, con presencia de muchos de los temores que posteriormente cristalizarán en las ideas intrusivas, así como eventos disparadores relacionados al abandono del estructurado mundo del estudio para salir al incierto mundo laboral, la fundación de una familia, el nacimiento de los hijos, la pérdida temprana de figuras afectivas vistas como protectoras y omnipotentes.
Su incidencia es homogénea en las distintas culturas y sociedad actuales, siendo el factor cultural predominante en el entorno el que parece proveer las principales temáticas para el contenido de las ideas intrusivas que la persona sufre.
En una revisión metaanalítica de 34 estudios realizada por Fawcett, Power y Fawcett (2020), se encontró que las mujeres tienen una mayor probabilidad de sufrir de este trastorno que los hombres (1,5% de ellas contra un 1% de estos últimos), relación que parece constante a lo largo del planeta.
Por lo general suele comenzar antes de los 25 años, con una creciente tendencia a despuntar síntomas a edades cada vez más tempranas y con una baja probabilidad de que aparezca después de los 35 años, salvo en respuesta a eventos traumáticos.
Cabe señalar en este punto y como objeto de atención reciente, la creciente correlación que parece estarse dando en menores de edad entre la aparición de tempranos síntomas adscribibles al TOC y el uso patológico de videojuegos o aparatos electrónicos.
Tratamiento y compromiso.
Tengámoslo claro, tanto para quienes lo padecen como para quienes le rodean: en lo que al TOC respecta, estamos ante una condición crónica que nos acompañará por toda la vida.
Más aún, una condición mental beligerante que aprovechará el mínimo resquicio, el más leve abandono en el proceso terapéutico para ganar la mano y retomar la marcha hacia obsesiones cada vez más intrusivas y compulsiones cada vez más tiránicas y demandantes.
Por ello, la consigna es no perder el tiempo. Es imprescindible poner manos a la obra y buscar ayuda profesional tan pronto se experimenten o reconozcan los primeros síntomas, pues la enfermedad trae aparejada sus propios cantos de sirena: la tentación de callarnos ante la vergüenza de tener que reconocer que hacemos cosas ridículas en repuesta a ideas no menos ridículas (¿qué mejor definición de “estar loco” para los ignorantes prejuiciosos del vecindario?), o la tentación de convencernos que los pensamientos que nos atormentan son ciertos y razonables, y que por ello lo correcto es hacer lo que la compulsión manda y no lo que la persona profesional en salud mental prescribe.
Lo dicho: los cantos de sirena abundarán por parte del TOC, pero lo urgente es buscar ayuda profesional inmediata. Estamos ante una dolencia mental que no dará ni pedirá cuartel.
En este punto, el apoyo farmacológico es el primer requerimiento: al sustentarse el TOC en un desbalance neuroquímico motivado por las alteraciones corticales y subcorticales ya vistas, la prescripción médica es indispensable, a fin de reducir los montos de ansiedad generados por las ideas intrusivas, reducir el poderío perforante de estas y regular la impulsividad que nos despeña hacia las compulsiones sin control.
En el ámbito de la psicoterapia (indispensable por derecho propio), los esquemas cognitivo-conductuales son los más recomendados por su eficiencia, muy en especial la terapia de exposición con prevención de la respuesta, dirigida a modelar el brote de la compulsión mediante el manejo adaptativo de la ansiedad que conlleva el surgimiento del pensamiento intrusivo.
Asimismo, el entrenamiento cognitivo de la persona para identificar sus propias intrusiones y el carácter infundado de las mismas se torna en una herramienta terapéutica valiosa más.
Y finalmente, pero no por ello menos importante, el compromiso y la vigilancia constantes tanto en nosotros mismos como en aquellos de quienes somos responsables, a fin de actuar con rapidez y consecuencia, puede hacer una diferencia enorme.
¿Ha vuelto ese miedo a que nos contaminen las cosas que tocamos? ¿Sentimos como las manos casi que nos llevan hacia el lavabo para no despegarnos más de él una vez abrimos el grifo? ¿No tengo paz en la oficina recordando como las latas de conserva en la alacena no estaban ordenadas según tamaño? ¿Paso la noche en vela pensando si la puerta que da a la calle esta cerrada, a pesar de que me he levantado decenas de veces a revisarla? ¿Mi hija tiene una terca tendencia a dormir vestida en el suelo de su cuarto para no ensuciar la cama? ¿Mi hijo muestra conductas de atascamiento y evitación cada vez que va a realizar tareas sencillas que no suponen ningún desafío emocional realista para él?
Toda vigilancia es poca, como bien dice el dicho. Y tratándose de algo tan valioso como nuestra salud mental, todo esfuerzo será poco también.
La vida en toda su plenitud.
Fue en el siglo noveno de nuestra era que el sabio persa Abu Zayd Al-Balkhi nos dio la primera definición moderna de lo que entendemos ahora por un trastorno obsesivo compulsivo, al observar cómo había personas que eran incapaces de disfrutar de la vida en su plenitud o de realizar sus tareas diarias por encontrarse encadenadas a pensamientos desagradables que no eran realistas.
Junto a esta temprana observación, Al-Balkhi también sentó los principios terapéuticos pioneros para abordarlo: la generación de pensamientos positivos que fuesen incompatibles con los pensamientos intrusivos, el análisis realista de estos últimos para espulgarles hasta la última pizca de falsedad o realidad, y la educación de nuestros miedos al obligarnos a exponer nuestros ojos y oídos a las cosas que nos asustan y desagradan, conteniendo el temor hasta darnos cuenta de que, detrás de este, no existe absolutamente nada.
Pero muy especialmente, Al-Balkhi enfatizó lo que es la piedra angular de todo proceso curativo eficaz, aplicable a cualquier afección mental pero muy en especial para aquellas dolencias que, como el TOC, nos obliga buscar en el arsenal de nuestros recursos mentales, emocionales y espirituales lo mejor que poseemos: el compromiso.
Sí, el compromiso. Solo con un profundo compromiso y una profunda humildad para pedir ayuda afrontaremos exitosamente los desafíos del TOC, domaremos las compulsiones y recluiremos esas desagradables ideas intrusivas en los más hondo de aquellos pliegues cerebrales de donde nunca debieron salir.
La recompensa al esfuerzo no será poca, como bien lo señaló Al-Balkhi: al otro lado del esfuerzo nos espera la vida en toda su plenitud.