Cincuenta y nueve misiles Tomahawk, lanzados a intervalos de segundos contra la testa del dictador sirio Al-Assad en su base área de Shayrat y en represalia por su presunta participación en el ataque químico al poblado de Khan Shaykhun, han vuelto a reabrir el amargo debate: ¿es posible detener la barbarie con la barbarie? ¿Hasta qué punto la violencia de masas es el antídoto para prevenir más violencia?
El laboratorio perfecto
Por lo pronto, el escenario. Siria es el perfecto laboratorio contemporáneo para ver el grado de brutalidad, indiferencia y vesania al que puede descender la Humanidad cuando le abre el grifo al egoísmo y la barbarie. Cada una de las partes involucradas, tras los discursos altisonantes y altruistas, no se toma ya la molestia de ocultar el peso de los intereses que se juega en el conflicto, ni su alegre disposición a que los muertos los pongan otros. Nadie tiene la cuenta en limpio y nadie está dispuesto a endosarle un cheque en blanco al otro. Comencemos por Assad. Heredero de una dinastía brutal y despiadada (en una zona donde eso es ya mucho decir), negó tercamente, una y otra vez, la existencia de arsenales químicos (producidos a partir de la década de los setentas con asistencia egipcia y soviética), hasta que la censura internacional por el ataque químico contra la aldea de Ghouta en 2013 y la amenaza de una acción militar unilateral norteamericana, hicieron que de golpe y porrazo el armamento en cuestión mágicamente comenzara a existir y fuera puesto a disposición de la comunidad internacional para su destrucción, firma de convenios incluida.
En cuanto a Rusia, indudablemente Putin es el respaldo y el padrino de Assad. El hombre admirado en su país por devolverle lo que consideran su grandeza perdida, que no duda en castigar la disidencia con dureza más allá de sus fronteras, que toma las acciones unilaterales y desproporcionadas que critica en sus oponentes y que ha manejado los hilos del poder de manera autocráticamente zarista, respalda a Assad, cierto, pero ante todo vela por las preciadas guarniciones y la invaluable base naval mediterránea con que cuenta en Siria por cortesía de su protegido. No ha dudado en respaldar las más variopintas justificaciones de Assad en torno a sus acciones y en ejercer el veto una y otra vez en el Consejo de Seguridad, para bloquear cualquier acción, por pequeña que sea, contra el régimen.
Trump. El nuevo vaquero de la Casa Blanca ha justificado el bombardeo a la base aérea siria como una señal de que no tolerará nuevos ataques químicos contra la población. Encomiable. Lo llamativo en este acto es lo discordante que resulta con respecto a lo que sabemos de él. Un Trump misógino, impredecible, que no se ha caracterizado precisamente por su sensibilidad hacia el prójimo, que ha abierto semillas xenofóbicas con sus discursos contra la inmigración, carente de tacto con sus vecinos, amante de los muros y cuya única obsesión ha sido la seguridad nacional y el hacer grande a América de nuevo, le guste o no a los demás. Que sea este acto o no un simple desplante de macho alfa que quiere hacerse notar, está por verse, máxime cuando la nación que preside se encargó por sí sola de dilapidar el argumento de atacar para destruir armas de destrucción masiva, justo cuando la invasión de Irak estaba concluida, los pozos petroleros bajo nueva administración, los déspotas debidamente enjaulados y las dichosas armas nunca terminaron de aparecer, ni enteras ni en pedazos.
La oposición. Un conjunto complicado, abigarrado, incoherente y contrapuesto de múltiples intereses, algunos más delirantes y mezquinos que otros como el Estado Islámico y las sucurales islamistas de Al Nostra, financiados por los de afuera y que se encargan de aportar la cuota en sangre. Incapaces de gestar un proyecto alternativo coherente que tome en cuenta las necesidades de las poblaciones que dicen representar y defender, quizas a excepción hecha de los kurdos que apuestan por su estado nacional, se combaten entre sí a la vez que le disparan al régimen. El caos perfecto para que todos hagan de todo y a la hora de rendir cuentas nadie haya hecho nada.
Y finalmente, los actores de reparto, que aspiran al rol principal. Irán con su teocracia fundamentalista y sus guerrillas sagradas, exportador de la república islámica. Arabia Saudita, el régimen fundamentalista del cual ha surgido la inspiración de muchos de los movimientos islamistas más feroces y al que se le perdonan muchas cosas por batirse en el duelo al lado de occidente, petróleo incluido. Turquía, jugando el doble juego de la única república secular en el mundo musulmán, que comienza a decantarse por un sultanato expansionista.
Como podemos ver, la máxima confusión ideal, sin posibilidad realista de que nadie pueda prevalecer sobre nadie a corto plazo, sin nadie dispuesto a negociar y con la tentación a la mano de emplear las medidas militares más extremas, para ganarle un palmo de competencia a sus rivales.
Bombas para la paz
A más de setenta y dos años, los bombardeos atómicos sobre el Japón siguen encendiendo pasiones encontradas. Para sus críticos, el aberrante e inhumano terror de la nueva arma se suma al hecho de bombardear adrede poblaciones civiles indefensas en ciudades sin objetivos militares significativos, con el propósito de lograr una rendición mediante el terror. Para sus defensores, la urgencia de poner fin a una guerra cuanto antes con la menor pérdida posible de vidas, en un momento en que las estimaciones más optimistas sobre la invasión del archipiélago daban más de dos millones de bajas entre militares y civiles, y las declaraciones de la casta militar nipona no dejaban duda de su disposición a incinerar totalmente el país con su población en él antes que rendirlo.
El mismo debate observamos en torno al bombardeo de la ciudad alemana de Dresde en febrero de 1945, a dos meses de la rendición incondicional germana y que entregó 200 mil de sus habitantes a las violentos remolinos de fuego que el ataque produjo y que tuvo un efecto mínimo sino es que nulo en la capacidad militar nazi, por demás prácticamente ausente en la ciudad. Para los apologistas, un acto que acortó la contienda, con su consecuente ahorro en vidass y una justa réplica de los indiscriminados bombardeos que los nazis emplearon sobre Rotterdam, Coventry, Varsovia y que auspiciaron en Guernica, con la complacencia del bando republicano.
Lo verdaderamente trágico de todo esto es que, inevitablemente y por más proclamas altisonantes que se puedan ejercer en contra, la historia nos demuestra una y otra vez que las bajas civiles son parte aceptable del costo, una tentadora vía fácil para ganar puntos e intimidar al enemigo, sobre todo cuando el conflicto se eterniza, es contrario a nuestros intereses estratégicos aunque el pleito no se dirima en casa, amenaza con salirse de control o nos genera la idea incómoda de que empezamos a estar en el bando perdedor. Ante tales contingencias todos los protocolos firmados, todas las convenciones signadas y todas las tecnologías desarrolladas bajo el eufemismo de bombardeos de precisión pasan a segundo plano. Y precisamente en esas situaciones extremas, es que la tentación de las armas extremas se vuelve prácticamente irresistible. Las armas extremas son el recurso del desesperado, o del que no tiene tiempo que perder, no importa cuántas copias de la Convención de la Haya de 1907 o de la Convención de Ginebra se hayan firmado o visto con desdén. Y aquí caben las armas biológicas y químicas, de las más odiosas del recetario bélico.
Desde que a nuestro primer antepasado cazador se le ocurrió untar la punta de su flecha con veneno o a algún preclaro militar producto de la revolución agrícola, se le ocurrió la innovadora idea de lanzar cadáveres en descomposición al único acopio de agua de una ciudad sitiada, los agentes químicos son parte regular del juego bélico y lo demostrado en el bombardeo de Khan Shaykhun nos demuestra que estamos lejos de desecharlos por completo. Las armas químicas son una tentación difícil de rechazar en momentos incómodos.
De tenues usos iniciales como agentes irritantes, la producción de gases tóxicos con fines bélicos en la Primera Guerra Mundial (la guerra para terminar con todas las guerras, decían entonces), se elevó a más de cincuenta mil toneladas cúbicas, a cada cual más mortal, para el fin de la contienda. Así las cosas, ansiosos por empezar a atestar golpes definitivos contra una enemigo que crecía por momentos, los Imperios Centrales no dudaron en emplear gases clorosulfonados contra los ingleses en la batalla de Neuve Chapelle y gases a base de cloro contra argelinos, ingleses y franceses en la segunda batalla de Yprés. Churchill llegó a ordenar el uso de gas mostaza para repelir la invasión alemana en las playas inglesas cuando esta tuviera efecto, y a considerar otros agentes químicos para acelerar la caída del Tercer Reich y así detener el aluvión de misiles V1 y V2 que comenzaba a caer sobre las ciudades británicas. Los norteamericanos contemplaron el uso de gases para limpiar los túneles donde se cebaba la terca resistencia de los soldados imperiales japoneses y de los soldados campesinos del Viet Cong. Los soviéticos posiblemente emplearon esta arma para enfrentar a los combatientes afganos que les recetaban con total impunidad diez o más variantes de emboscadas armadas, una y otra vez. Alí el Químico, el tenebroso pariente y mano derecha del dictador iraquí Saddam Hussein, dirigió con conocimiento de causa y hasta con placer los bombardeos químicos contra soldados iraníes, irregulares kurdos y campesinos indefensos, como en la masacre de la aldea kurda de Halabja. Sólo el temor de una represión mayor los refrenó de emplearlos en la primera guerra del Golfo, en 1991.
Brutalidad a la carta
Como vemos, el uso de armas extremas, léase químicas y biológicas, contra enemigos y sus poblaciones civiles, es un recurso del cual han echado mano o contemplado cada potencia beligerante, desde que iniciamos a blandir armas arrojadizas. En momentos de clímax, las llegamos incluso a concebir como meras extensiones de las armas regulares, cuyo uso se razona por las necesidades del momento y los ideales con los que justificamos nuestras acciones. Lo que acaece en Siria, no es más que un resumen a la carta de la brutalidad militar con la que hemos cebado las páginas de nuestra historia.
Cabe entonces preguntarse, ¿traen los bombardeos la paz? No, no pueden, nunca lo hacen. Creer que en un bombardeo se gestan por sí solas las semillas de una mundo posterior justo y pacífico, es una torpeza ingenua y peligrosa. Pueden doblar la terca resistencia de un poder hostil y agresor, con el que no es posible ni pertinente negociar, como en el caso de nazis e imperialistas japoneses, en la Segunda Guerra Mundial. Puede refrenar a un ejército de cometer atrocidades contra otros civiles, como en el caso de las fuerzas nacionalistas serbias en las guerras balcánicas, o contra la propia población, como en el caso del propio Assad o en el caso del excéntrico y esperpéntico dictador libio Ghadaffi. Pero son el remedio que está siempre a un paso de causar un mal mayor, la dosis justo por debajo de la línea de intoxicación.
Lo mejor es que no ocurran nunca, que ejercitemos la tendencia histórica de nuestra especie al diálogo y a la negociación, sin vetos truculentos de por medio. Y cuando la tragedia ha ocurrido y las bombas han dejado de silbar, el trato y el cuido que se le den a las poblaciones del bando perdedor, la justicia con que se les trate, es lo que marca la diferencia. Sin los excesos del Tratado de Versalles, los nazis se hubieran visto privados de una de sus justificaciones más efectivas y poderosas. Los ciudadanos berlineses vieron en los Aliados a sus amigos cuando estos no dudaron en gestionar esfuerzos para llevarles alimentos mediante un puente aéreo y quebrar el cerco soviético de la posguerra. La represión, las altas reparaciones de guerra, los recuerdos de las invasiones disciplinarias, ayudaron a quebrar la lealtad de los ciudadanos de Europa oriental con sus patronos soviéticos en 1989. El esfuerzo de reconstrucción y la estricta orden a las fuerzas de ocupación estadounidenses de no maltratar ni saquear ciudadanos japoneses ayudó en el largo plazo a sanar las heridas entre los nipones y sus ocupantes.
Los bombardeos nunca traen la paz, como tampoco una guerra por sí sola es la garantía de detener todas las guerras. Pueden ser la maza que ponga en cintura o llame a los cabales a un dictador díscolo o a una pandilla de criminales disfrazados bajo la parafernalia de un supuesto estado, como los asesinos del ISIS. Pero si no se curan sus efectos, los bombardeos no dejan más que las semillas de un odio mayor, como en el caso de Libia o de los territorios ocupados en Palestina. Y más aún cuando responden a acciones unilaterales pobremente consideradas.
Todos tendrán sus réditos en esta guerra siria. Trump elevará sus credenciales políticos ante los sectores más recalcitrantes e inclusive podría animarse a refinanciar a sus incómodos aliados irregulares islamistas. Rusia e Irán tendrán los pretextos para ampliar su influencia en el país y la protección de sus intereses, al margen de los excesos de la dictadura. Assad podrá presentarse como la víctima de la agresión internacional y darse más libertades para dejar de lado una mesura que nunca ha demostrado. Las facciones extremistas islámicas podrán justificar sus acciones y sus esfuerzos en derrumbar a los rivales, a la propia dictadura y a repartirse el martirizado pastel. Arabia Saudita y Turquía podrán luchar por acrecentar sus poderes en la zona contra Irán y las milicias armadas por el rival de turno. Las imprescindibles negociaciones políticas, las únicas que a largo plazo podrían resolver algo, seguirán siendo bloqueadas veto tras veto.
Pero en cuanto a los civiles, estos deberán esperar, sin agua, comida, techo, cuidos médicos y el terror de un nuevo bombardeo, esta vez quimico e indiscriminado. Seguirán siendo las víctimas canjeables del egoísmo de sus mayores. Los bombardeos por sí solos nunca traen ni traerán la paz. La alegría de los sobrevivientes del ataque químico en Khan Shaykhun, lamentablemente será pasajera. El indefenso y martirizado pueblo sirio seguirá sufriendo la lección en carne propia y de manera injusta, por largo rato.
Excelente recapitulación histórica y presente de los entretelones del problema en Siria y sus conexiones con intereses ajenos al país. Lo felicito y me ha aclarado el panorama.
Muchas gracias por su comentario, estimado don René. Igualmente muchas gracias por su interés en leerlo y retroalimentarme. Esperemos que el pueblo sirio pueda encontrar prontamente un alto a su sufrimiento y que quienes juegan con él en su propio territorio hagan un intento sincero por facilitar la paz. Saludos cordiales.