Por la protección de la ley, los derechos humanos son resguardados; retiremos esa protección y ellos quedarán a merced de gobernantes perversos o del capricho de una muchedumbre excitada.
David Davis, Juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos, 1864.
A lo largo de este 10 de diciembre de 2018, -en todos los husos horarios-, la Declaración Universal de los Derechos Humanos estará cumpliendo setenta años de haber visto la luz. Al margen de su indiscutible peso moral, sus treinta artículos no eran ni siguen siendo vinculantes para el derecho doméstico, aunque los tratados e instrumentos derivados de esta y asumidos posteriormente, sí lo son. Los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la sangrienta era que la Guerra Fría inauguraba, trajeron a la mesa de trabajo la angustia y la convicción flagrante, pocas veces vista en nuestra especie, de convenir en un acuerdo decente que rigiera las más elementales normas del trato al vecino a un escala global, en especial cuando este se nos hace demasiado diferente como para agradarnos de buenas a primeras.
Una larga andadura
Fue así como en treinta artículos se intentó concretar y darle el “ahora sí” a una milenaria discusión que inició veintiocho siglos atrás, cuando al faraón Bakenranef se le ocurrió -a costa de su propia vida-, limitar la divina autoridad faraónica en beneficio de sus súbditos; cuando el Imperio Persa Aqueménida empezó a considerar una ineludible obligación de sus gobernantes el instituir un orden político universal en beneficio de todos sus súbditos sin distingo alguno; cuando el rey indio Asoka empezó a legislar en favor de los prisioneros de guerra y de las clases más desfavorecidas; cuando los griegos se inventaron el concepto de ciudadanía, cuando los romanos fundaron la República para eliminar la tiranía etrusca; cuando los teólogos de la Edad Media Latina debatieron sobre el concepto de persona y su dignidad nativa; cuando los barones ingleses le pusieron el bozal a los caprichos del rey Juan con la Carta Magna de 1215; cuando las Leyes de Burgos de Fernando el Católico de 1512, intentaron infructuosamente proteger a las poblaciones nativas americanas de los desmanes de los conquistadores; cuando John Locke le dio forma al concepto moderno de derechos naturales; cuando la Declaración de Derechos de 1689 en Inglaterra mencionó por primera vez la ilegalidad de la tortura y los tratos degradantes como medios de confesión; cuando Rousseau en su Contrato Social barruntó la idea de una asociación humana que permitiera el bien común mientras protegía celosamente las libertades individuales de todo tipo; cuando la Declaración de Derechos de Virginia de 1776 (germen de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos) se atrevía a mencionar explícitamente la igualdad de la condición humana y sus derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; declaración llevada a su máxima cota por la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 en Francia; cuando Thoreau escribió sobre el derecho humano a la desobediencia civil ante la tiranía; cuando inició el áspero debate sobre la abolición de la esclavitud a inicios del siglo XIX en el continente americano, hasta llegar a las innumerables luchas contra la explotación laboral, la emancipación femenina, la explotación infantil, la liberación del coloniaje, la eliminación de castas sociales, así como a favor del trato humanitario en la guerra, las Convenciones de Ginebra a partir de 1864, la Liga de las Naciones en 1919 y las Naciones Unidas en 1945. ¿Se nos quedó alguien por fuera? ¡Por supuesto que sí! Empezando por las innumerables generaciones de activistas anónimos que lo arriesgaron todo por poner todos esos nobles principios al servicio de una conquista concreta y tangible.
Una espina en el costado
Toda esa ardua labor de siglos quedó así sintetizada en esa Declaración, cuando la labor de escarbe en la inmundicia legada por fascistas de todo cuño tras cerrada la contienda mundial, demostró que la Carta de las Naciones Unidas sería un documento insuficiente. Treinta artículos que desde el inicio fueron y siguen siendo una espina incómoda en nuestro flanco, reflejando lo mucho que aún quedaba y queda por hacer en el tema que tutelan. Múltiples regímentes totalitarios despotricaron entonces contra las libertades de expresión y tránsito en ella incluidas, los saudíes objetaron la libertad a cambiar de religión y a equiparar los derechos matrimoniales de hombre y mujer, a los sudafricanos les chocó la concepción igualitaria del derecho sin tomar en cuenta el color de piel y a los supremacistas blancos del sur estadounidense les pareció sin más, -idea increíblemente respaldada hasta en aulas universitarias-, una imposición judeocristiana irrespetuosa de las variantes culturales locales.
Esa repulsa sigue hoy, setenta años después, más fuerte que nunca, a veces en su rústico formato original, a veces camuflada de civismo, piedad y corrección política. Tendemos a la cómoda idea de que la Declaración es un documento concreto y cerrado y que, por lo tanto, no abarca ni comprende nuevas reinvindicaciones que el andar de los años han traido a la palestra, como las de las poblaciones sexualmente diversas, los derechos reproductivos de las mujeres, los derechos migrantes, los derechos ambientales y la protección contra los efectos socioeconómicos de la corrupción, por mencionar algunos cuantos. Contrario a lo que hubieran podido esperar sus redactores, tanto la Declaración como los derechos que ampara, siguen siendo objetados y contestados por múltiples Estados y grupos, que ven en ellos, erróneamente, una fuente de blandenguería y condescendencia, manipulación, imperialismo, coloniaje ideológico, atentados contra tradiciones nacionalistas, culturales o religiosas específicas, cuando no de lobby descarado por parte de grupos específicos, patológicamente ansiosos de violentar derechos de la mayoría.
Nada más contrario a ello. El verdadero efecto moral inicial de la Declaración fue que, por primera vez, alguien nos mostró a la cara, en lenguaje secular y contemporáneo, la diferencia sin medias tintas que ha de haber entre un derecho y un privilegio, entre un derecho intrínseco a la persona por su condición de tal y un capricho graciosamente concedido o ásperamente denegado por parte del grupo o mandamás de turno, ello incluyendo también la responsabilidad de todos a responder por sus actos ante la ley, cuando las consecuencias de estos violenten los derechos legítimos de terceros. Simple y sencillamente hay cosas que se respetan en el otro, por su simple condición de humano. Nada puede ser invocado para saltarse esto a la torera, ni tan siquiera la Declaración misma. Conviene tener esto en cuenta cuando sintamos la tentación de clamar porque apaleen al por mayor a los inmigrantes, cuando nos revuelva las entrañas que dos personas del mismo sexo se quieran jugar amor eterno -por el tiempo que esto dure-, ante un funcionario civil, cuando etiquetemos de abraza arboles a ambientalistas responsables y aplaudamos los atentados contra estos, cuando responsabilicemos por su vestimenta a las mujeres del acoso, la violencia y los comentarios fuera de lugar que viven día a día, cuando aplaudamos que garroteen por igual a manifestantes pacíficos, cuando hagamos foco de todas las inmundicias humanas a una individuo o grupo por su simple condición de tales, cuando nos permitamos licencias morales que censuramos furibundamente en los demás y cuando simple y sencillamente nos enfurezcamos porque extendiendan a personas diferentes a nosotros -va de nuevo, por su simple condición de humanos-, derechos que siempre hemos gozado y que consideramos ya monopolio y patrimonio personales.
Una esperanza frágil
Cierto. En muchísimos aspectos, -afortunadamente no en todos-, los derechos humanos, así como la Declaración que los pone en blanco y negro, siguen siendo una promesa pendiente para gran parte de la Humanidad, una esperanza frágil, una flama débil contra la que cada vez más hay quiénes se envalentonan para intentar soplarle y apagarla en nombre de la moral, las buenas costumbres, el orden, la economía, la seguridad, la revelación divina, la legalidad e inclusive, la igualdad misma. Hay que cuidar esa vela que nos cobija a todos, aunque probablemente siga siendo débil en virtud de su incómoda naturaleza, como conciencia moral que es, como dique protector contra el capricho del poder de turno. Eso lo comprendió a cabalidad el buen juez Davis al sentenciar en favor de la protección de la ley y en contra del actuar del gobierno de su buen amigo Lincoln. Y eso mismo, para finalizar, vislumbró el buen faraón Bakenranef hace casi tres mil años, cuando limitó el poder real, al precio de su propia vida.