Es un absoluto y perfecto sinsentido afirmar elocuentes que no vale la pena ejercer el voto porque a) después de todo siempre quedan los mismos, y b) cuando quedan esos mismos, nunca hacen nada por el pueblo. Variable tentadora de lo anterior es proclamar que, igual se vote por quien se vote y quede quien quede, nunca se hace nada –de nuevo–, por el pueblo. El hueco de la rosquilla con lo anterior radica en que, precisamente, cada ciudadano molesto que decida pelearse con las urnas, terminará favoreciendo a las inevitables y pequeñas camarillas, muy probablemente con intereses, valores y ambiciones en colisión con los nuestros, que sí irán a votar por esos mismos y terminarán eligiendo, una y otra vez, al incompetente o inescrupuloso de turno, para eterno y egoísta beneficio.
La vitrina perfecta tras la cual se pavonea esta incoherencia ha venido a ser, en Costa Rica, nuestras elecciones municipales, la cenicienta del cuento democrático. Con un creciente abstencionismo a contravía del cada vez mayor y más fragmentado número de partidos políticos que se pelean por las migajas de esos pocos que se deciden a quitarse las pantuflas y ponerse los zapatos para ir a votar, las elecciones municipales simple y sencillamente, no calan en nuestro imaginario político.
Circo a tiempo completo.
¿Son tan intrascendentes nuestros comicios locales? ¿Vale la pena realmente votar en ellos? ¿Puede nuestra equis en una papeleta hacer una diferencia? ¿Vale realmente el esfuerzo quitarse las pantuflas, ponerse los zapatos e ir a votar? La verdad lisa y llana es que sí. Realmente importa. La democracia se cocina en el día a día de las comunidades y de los distritos, en la eficacia con la que las necesidades de los habitantes son atendidas y se generan condiciones para una vida digna y de calidad. Ello es responsabilidad directa de los gobiernos locales y de los administradores que son nombrados por los votantes, así como del control político que ejercemos sobre aquellos. Aún en un régimen público altamente centralizado como el nuestro, los gobiernos van ganando peso y responsabilidades. Sus buenas o malas decisiones harán de nuestra vida en nuestras comunidades o un purgatorio medianamente pasable o un auténtico infierno. Contrario a lo que nos pueda parecer, muchos de los aspectos más importantes de nuestro día a día, se juegan en las contiendas municipales. ¿De dónde entonces nuestra apatía hacia ellas?
Siendo justos buenas razones no faltan –de buenas a primeras- para semejante rechazo. Las elecciones municipales, a medio período de las elecciones nacionales, han convertido nuestro escenario político en un espectáculo circense a tiempo completo, en el cual cualquier desplante o insensatez de parte de nuestros políticos es poco para llevar agua a sus molinos electorales. La evidencia innegable de ciudades sucias y caóticas, inseguridad, deterioro de infraestructura y servicios, así como de políticos oscuros que se perpetúan en sus cargos, desmoralizan hasta al apóstol más entusiasta de la pureza cívica. ¿Cómo, entonces, llegamos en un momento a separar este matrimonio entre urnas locales y nacionales?
Razones de un divorcio.
Tras un breve experimento separando las elecciones locales de las elecciones nacionales, entre los años 1927 a 1932 (inviable entonces por lo sumamente centralizado del poder), la idea comenzó a tomar forma nuevamente a fines de los años setenta. Pero no fue sino a partir del nuevo Código Municipal costarricense de 1998, seguido por la Ley General de Consejos Municipales de Distrito en 2001 y el nuevo Código Electoral de 2009, que progresivamente se instauraron una serie de modificaciones al proceso de elección de autoridades municipales y distritales. En diciembre de 2002 tuvo lugar la primera elección separada de alcaldes, alcaldes suplentes y autoridades de distrito y, para el 07 de febrero de 2016, tuvimos por primera vez una única elección para todas las autoridades municipales y distritales, a dos años intermedio entre las elecciones nacionales.
¿Esto con qué fin? Con uno sumamente lógico, loable y procedente: que los electores tomen conciencia de su responsabilidad para con sus comunidades y asuman las obligaciones del caso. Que se concentren en la escogencia de las autoridades administrativas de sus cantones y distritos, que valoren la gestión positiva o negativa de sus entornos por las autoridades electas en su nombre y, consecuentemente, apliquen tanto en las urnas como en la acción civil organizada, los correctivos pertinentes. Y todo ello sin la distracción ruidosa de las elecciones nacionales, en la que históricamente muchos políticos inescrupulosos han tendido a diluir e invisibilizar los problemas de las comunidades. Repasado lo anterior, volvamos a la pregunta original, que aún se mantiene en pie: ¿realmente vale la pena votar en estas elecciones?
¿Por qué votar?
Empecemos por la teoría. Cualquier buen diccionario se encargará de recordarnos que, en su más elemental sentido, la democracia es la forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos. A ello ha de añadirse que, históricamente, la voluntad de la mayoría ha sido uno de sus principales rasgos distintivos de consenso, en abierta contraposición a todo tipo de tiranía y absolutismo, como el buen John Locke se encargó de dejar claro en sus Dos tratados sobre el gobierno civil (1690). Pero ello no quiere decir que la democracia haya estado libre de sospechas fundadas. Ya en su obra La Política, Aristóteles alertó que, en un sistema de democracia pura en la cual la mayoría cuenta con el poder total e ilimitado, los demagogos y tiranos no tardarán en hacer su aparición, diciéndole a esa mayoría lo que quiera egoístamente oír, para terminar alzándose con el poder absoluto.
Por ello, un gobierno constitucional que divida, equilibre y modere el poder de dicha mayoría, contribuirá a proteger la libertad individual y evitar que la democracia se deslice hacia ese despotismo populista que Aristóteles consideró su riesgo inherente. Es aquí cuando la realización de elecciones regulares, justas y libres entran en escena, como el primer mecanismo de ese gobierno constitucional. No solo permiten una transición adecuada y pacífica del poder (Carlin, 2015), sino que los gobiernos así electos quedan más expuestos a la fiscalización y a la rendición de cuentas por parte de sus ciudadanías. Hasta aquí, adorable. La teoría funciona a la perfección. Pero queda el aspecto pragmático y pedestre de decidir si mi voto realmente va a hacer la diferencia. Eso nos lleva a otra dimensión de la pregunta original: ¿para qué votamos?
¿Para qué votamos?
Concedámosles de primera entrada el beneficio de la duda a los abstencionistas y a los pesimistas. La complejidad de las sociedades modernas, la magnitud de los intereses en juego y las dimensiones de los grupos de poder, sin mencionar la saturación de información que se recibe desde todas direcciones, ha hecho que muchos estudios se cuestionen, por el contrario, qué es lo que realmente hace que la gente esté dispuesta a votar, dado el costo que implica el tomar una elección racional a la hora de ir a las urnas (la célebre paradoja del voto, planteada por Anthony Downs en 1957) y el peso aparentemente anodino de un solo individuo en la contienda.
Múltiples revisiones académicas sobre el tema han coincidido en señalar los siguientes motivos como aquellos más comúnmente citados, para llevarnos a las urnas electorales:
- Influenciar o intentar cambiar el resultado de una elección: Votamos con el propósito de cambiar el resultado de una elección. El problema con esto es que el peso del voto individual, o de unos cuantos votos individuales, sería ínfimo para decidir o modificar el resultado de una elección.
- Cambiar el mandato que el candidato electo recibe: Se vota para que, si al fin y al cabo un candidato ha de ser elegido, al menos se vea forzado a cambiar su plan de gobierno y la naturaleza de su mandato. Para variar, el problema con esto sería que el peso del voto individual es exiguo para cambiar en las urnas un mandato, asumiendo en primer lugar que ese mandato o plan de gobierno existan.
- Encontrarnos de manera casual en el conjunto eficaz de votos que define una elección: Votamos por un candidato o partido específicos porque deseamos tener una responsabilidad causal en los resultados, aún si nuestra influencia individual es pequeña.
- Votar en una determinada dirección porque deseamos expresarnos a nosotros mismos y a nuestras creencias: Votamos antes que nada para para expresar y comunicar a los demás cuáles son nuestras ideas y orientaciones, en qué creemos y a qué nos comprometemos, aun cuando seamos ignorantes de hechos políticos básicos y sustituyamos ese vacío con nuestra lealtad a un candidato, un partido o una ideología.
- Votamos porque es nuestro deber moral: Votamos porque es nuestra obligación, aun cuando estemos convencidos de que nuestro candidato o partido no tiene oportunidad alguna de ganar.
Si nos guiamos por esta lista, entonces el panorama no parece muy motivador. Sin embargo, no conviene menospreciar el voto individual cuando, llegado el momento y la circunstancia, un grupo apreciable e indignado de estos votos individuales puede hacer la diferencia. Esto, en contiendas electorales, por su peso y dimensiones, realmente cuenta. Dicho lo anterior, es justo volver a la pregunta original: ¿realmente vale la pena ir a votar?
La respuesta, nuevamente, es sí. En muchos aspectos, de cara a nuestra vida cotidiana, las elecciones locales son más vitales que las nacionales. Justo es, entonces, empezar aquí la ardua labor de convencimiento.
Razones para sí votar.
- De primera entrada, la más etérea de todas: votar es un derecho. Así de simple. Nadie nos lo ha regalado. Se ha requerido el sufrimiento, el esfuerzo, el sacrificio e inclusive la vida de generaciones para llegar a este privilegio con el que pocos humanos cuentan. Los políticos se cansan de recordarnos que votar es un privilegio. Se equivocan. Es un derecho nuestro y en nada se lo debemos a ellos. Todo lo contrario, viven y mueren en virtud de cómo ejerzamos los ciudadanos ese derecho.
- Parar impedir que otro u otros, con intereses, valores o creencias sobre la rectitud y la transparencia incompatibles con las nuestras, decidan por uno y terminen nombrando a alguien que gobernará solo para ellos. Es de adultos aceptarlo: siempre habrán camarillas que votarán por interés político, económico y personal a determinados grupos. La abstención siempre favorece a grupúsculos enquistados en el poder y que simulan alegrar a los ciudadanos con migajas del verdadero banquete, cuyas mejores viandas se dejan ellos. Votar es una de las formas de romper ese monopolio invisible del poder, del que nos alertaba Aristóteles.
- Porque votando (y añadamos aquí, votando de manera informada), definimos a mediano plazo las decisiones que se tomarán en nuestra comunidad, referentes a infraestructura, educación, servicios básicos, salud, seguridad, recreación, fuentes de empleo y urbanismo, entre otros. Decisiones que nos afectarán directamente
- Por un elemental acto de tacañería: votando (y añadamos aquí, votando informadamente), decidimos de qué manera emplearán, desperdiciarán o festinarán el dinero de nuestros impuestos durante los próximos cuatro años.
- Porque así damos ejemplo a las nuevas generaciones, convirtiéndolos en ciudadanos responsables dispuestos a fiscalizar sin respiro a sus gobernantes. La democracia es una carrera de relevos y ninguna conquista social se puede dar por garantizada para siempre. Todo se puede perder en cualquier momento. Basta un político megalómano al que le dé por creerse insustituible, una pandilla inescrupulosa con sus niveles de azúcar en extremo adictos a la dulzura del poder o un grupo de mafiosos que tejan una inextricable red de favores debidos y cobrados para atrapar a más y más ciudadanos honestos. Y con ello, los logros cívicos de décadas se vendrán al suelo.
- En línea con lo anterior: para legar a quienes vienen un estado de derecho próspero y robusto, igualitario, solidario y ambientalmente limpio. No sabemos cuándo alguno de nuestros descendientes lo necesitará.
- Porque cada voto cuenta, diga lo que se diga. Una contienda puede resolverse por mínimos votos, como nos sucedió con la contienda del TLC o como le ocurrió a Bernie Sanders contra Hillary Clinton en los caucus demócratas de Wyoming de 2016. Y aun cuando no se gane, el voto rebelde puede marcar una tendencia, una opinión o inconformidad creciente; o bien dar un mandato débil al ganador, lo cual lo obligue a ser más conciliador y asertivo, a tomar en cuenta la voz de la comunidad opositora.
- También en línea con lo anterior: aunque quedamos en el bando perdidoso o en el segmento de los votos en blanco, enviamos un mensaje fuerte que obliga a los electos a revisar su mandato, sus políticas, a negociar o a abandonar parcialmente su actitud de omnipotencia. Ejemplos sobran al respecto para quien quiera buscarlos.
- Para velar por aquellos que nos importan y que están siendo afectados por la negligencia, la política equivocada o adrede violatoria del gobierno local de turno o de aquel que se propone sustituirlo.
- Porque la abstención favorece al inmovilismo y a los partidos de siempre. Y con ello a los más egoístas e inescrupulosos de la fauna política local.
- Porque la alternativa al voto siempre es la corrupción y en último nivel de degradación, la violencia. Evitar esto último cae por su propio peso. No amerita profundizar más.
- Porque no nos obligan a ello. Sí, aquí el capricho cuenta también. Nada que agregar al respecto. Y a los humanos, digan lo que digan, nos gusta actuar por capricho. En especial contra la corriente (veleidades de la psicología inversa).
En conclusión.
Cierto. Desmoraliza el ver como políticos ineptos y frívolos, cuando no abiertamente corruptos y negligentes, se perpetúan en el cargo, período tras período, aupados por una minoría que los apoya, una mayoría que vuelve la vista para otro lado y un sistema legal lento y timorato para procesarlos por sus desmanes, a pesar de las denuncias que se multipliquen en su contra. Indignan la corrupción, la ineficiencia, el cometimiento de relaciones impropias, los abusos de poder y las amenazas a funcionarios públicos aún antes de tomar el cargo. Pero abstenerse de ir a votar es el primer eslabón de esa cadena que posibilita a la larga, todos estos atropellos. El siguiente eslabón es renunciar al control ciudadano, a vigilar a los funcionarios públicos y respirarles en el cuello cuando no cumplen a cabalidad sus funciones.
Porque se les nombra para administrar eficaz y responsablemente, no para hacer carrera política o fortuna personal a costa de los contribuyentes. Porque la democracia, como no nos cansaremos de repetir, se construye a partir de la convivencia y la satisfacción de las necesidades en el barrio, en la comunidad y en el distrito. Cuando la democracia falla en esta elemental tarea, todo el edificio se fractura. Ejemplos sobran, de nuevo para quien quiera buscarlos. Y para ello, nuestras autoridades locales son las que tenemos más a la mano para exigirles cuentas. Razón de más para quitarnos las pantuflas, ponernos los zapatos e ir a votar.