Fue a inicios de 1998, cuando me fui con un buen amigo a mochilear por la costa pacífica de Nicaragua, a las hermosas playas de La Boquita, para entonces en un nivel de vida sumamente artesanal. Una buena mañana esperaba en uno de los pocos restaurantes locales a que me sirvieran el desayuno, cuando una niña de unos nueve a diez años (nunca le pregunté el nombre), y con tres o cuatro hermanitos a la cola, llevó a ofrecerme artesanías hechas por ella con conchas marinas.
Al rechazar su oferta (para entonces los mochileros viajábamos proverbialmente cortos de dinero), la niña alejó con una mirada a sus hermanitos y acercándose a mi oído, en un susurro se ofreció a acostarse conmigo por diez córdobas. Todavía recuerdo con una mezcla de espanto, asco y dolor ese momento. Atónito le pregunté si ya lo había hecho antes, a lo que asintió encogiéndose de hombros: machos alfa de todas las edades, tanto locales como respetables turistas extranjeros. Y en cuanto a ella, la misma oscura historia de siempre: una madre enferma y en la miseria, un hombre que los dejó para irse a embarazar vientres ajenos por esos rumbos de Dios, hermanitos enfermizos a quienes alimentar.
Con indignación, le dije que pidieran lo que quisiesen de desayuno. El primer intento del dependiente por echarlos desapareció en cuanto le indiqué que lo cargara a mi cuenta. En mi interior lo había decidido: me iría a pan, agua y autoestop el resto del viaje, si era necesario. Comieron a reventar, como si nunca hubieran probado bocado en su vida y mientras sus hermanitos salían felices, con ese agradecimiento olvidadizo que caracteriza a los pequeños, la niña llegó sonriente y feliz hacia mí, me puso uno de sus collares de conchas en mi cuello y, abrazándome, me estampó un sonoro beso en la mejilla, para luego salir del local.
Nunca más la volví a ver. Con el tiempo dejé perdido entre tanta mudanza el collar, pero no así su recuerdo. Ignoro que fue de ella y a la vuelta de los años más crece en mí la certeza de que la vida no la trató bien.
En los momentos más oscuros de violencia misógina a nuestro alrededor, llego a dudar incluso de que aún esté viva. Pero la veo todos los días en mis hijas y en mis sobrinas conforme crecen, en cada historia de violación, de femicidio, de abuso, de acoso callejero y de piropos indeseados. En cada testimonio de abuso y violencia sexual por parte de los que detentan el poder. En cada foto que de las víctimas de esa misma violencia misógina hacen los periódicos sensacionalistas y sin entrañas; en cada acto y comentario insolidario de unas contra otras, en cada peligro que las acecha tras cada esquina oscura, cada parada solitaria, cada promoción laboral obscenamente condicionada, cada comentario impertinente, cada mano puesta en los muslos, cada risita vulgar susurrada al oído, en cada vez que le dan la espalda a la calle para abrir la puerta del hogar, el cual tampoco es garantía última de ningún tipo.
Y cuando pienso en ese enorme continuo que ata y enlaza a cada uno de esas vilezas, no dejo de hacerme siempre la misma pregunta: ¿en qué momento les declaramos la guerra todos nosotros, hombres jóvenes, hombres maduros, hombres viejos, las mismas mujeres?
¿Qué tienen de bueno los hombres?
Llama la atención que desde las más tempranas revoluciones agrícolas, como bien lo plantea el historiador israelí Yuval Harari, la práctica totalidad de las sociedades, aún aquellas que crecieron completamente aisladas de las civilizaciones afroasiáticas, como las de la América precolombina, han sido fundamentalmente patriarcales, definiendo unas conductas como masculinas y deseables y otras como femeninas y poco deseables, mercantilizando y subordinando a las mujeres en el proceso.
Ello lleva a preguntarse qué es lo que tendrían de tan bueno los hombres como para llevarse la tajada del león. Estamos lejos de la respuesta final, pero se han tratado de plantear varias hipótesis, todas de limitado poder explicativo, las cuales en mayor o menor medida suelen adscribirse a alguno de los siguientes argumentos básicos:
a) Los hombres son más fuertes y por ello logran mejor acceso al poder: Quizás, según lo que entendamos por ser fuerte. En promedio, las mujeres soportan mucho mejor el hambre, el dolor, la fatiga y la falta de sueño que los hombres, sin contar su mejor sistema inmunológico.
b) La evolución ha hecho a los hombres más proclives a la agresión y a la violencia física: Es probable, pero en determinadas circunstancias las mujeres pueden también participar de ese mismo monto de violencia, siendo en varias culturas incluso equiparable.
c) Genes patriarcales: Los hombres compiten por pasar sus genes a la mayor cantidad de mujeres, prosperando con el tiempo los genes de los más ambiciosos y agresivos en esta tarea, mientras que la mujer -buscando el mejor macho para protegerla a ella y a su cría- no tenía por qué competir, siendo entonces las mujeres sumisas las que terminaron por heredar sus gametos.
Pero aquí el diminuto e insignificante problema es que lo que entendemos por ambición es un constructo sumamente cultural, al igual que la sumisión. Y en aras de la supervivencia y el ascenso, una mujer puede ser también en extremo «ambiciosa«.
¿Inercia evolutiva?
Quizás nunca lo llegaremos a saber a ciencia cierta. Bien pudiera ser que la coyuntura de lenta transición de una sociedad cazadora recolectora hacia otra agrícola y sedentarizada, suela implicar una contingencia general en que ciertas características más asociadas a lo masculino sea propicias, lo cual erróneamente ha llevado a la consideración de un determinismo biológico, de una supuesta constante universal inherente a la especie, propiciada por cabecillas de aldea, políticos, monarcas, teólogos, guardianes del orden, moralistas y pedagogos, mujeres incluidas.
Además, el quebradero con las suposiciones de esta naturaleza, aparte de su pobre poder explicativo, es que no solo llevan al desaliento (¿quién, en su sano juicio, podría luchar contra millones de años de inercia evolutiva?), sino que también -debidamente manipuladas-, pueden convertirse en justificantes adicionales para quienes detentan el poder gracias a la desigualdad y el privilegio.
Más aún, el supuesto barniz evolutivo ha resultado sumamente quebradizo en el último siglo y medio, aunque a costa de grandes sacrificios: derecho al voto, mayor acceso a la educación y a la salud, acceso a puestos de poder en puestos legislativos, ejecutivos y jurídicos, derecho a exigir en la cama.
Y esto último nos lleva a un ámbito en el cual todavía la batalla es cruenta, lejos de considerarse ganada.
Paradójicamente, y aunque a regañadientes, hemos cedido en todo salvo en un aspecto que nos es sumamente visceral y primario: la sexualidad.
Todavía no nos hacemos a la idea de que nada justifica el invadir verbal, física, jurídica o políticamente el cuerpo apetecido, tanto individual como colectivo, de la mujer.
Por ello no acertamos a entender que nuestras galanterías, nuestras propuestas, nuestros decretos jurídicos e inclusive nuestros avances físicos, puedan ser rechazados. La mujer no tiene derecho a eso, simplemente no lo aceptamos. Por ello la sorpresa de tantos zopencos, provenientes de todas las clases socioeconómicas imaginables, cuando son procesados legalmente, sea por lisonjas callejeras o por abusos en las esferas del poder: no comprenden ni aceptan que a ellas simple y sencillamente no les gusta.
La misoginia como hábito.
(1906-1975)
Ello nos lleva a otra posible hipótesis para esta opresión milenaria, una que, por considerarla banal, hemos preferido pasar por alto.
Así como después de entrevistar al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, una desmoralizada Hannah Arendt llegó al convencimiento de que la raíz de la maldad más pura podía yacer en un simple capricho superfluo, muy probablemente la secular historia de violencia y opresión contra la mujer, puede yacer en algo igualmente anodino: un hábito.
Sí. Un hábito culturalmente refrendado y que ha terminado por convertirse en ese ojo que, al ser empleado para entender el mundo a nuestro alrededor, escapa a nuestro entendimiento.
Como bien reza el dicho español, lo que vemos todos los días, terminamos por no verlo.
Esa es precisamente una de las hipótesis de la antropóloga Rita Segato, especialista en violencia contra la mujer, en un libro imprescindible: La guerra contra las mujeres.
Al contrario de lo que pudiera sugerir el tono bélico del título, Segato -que no es ninguna feminazi resentida y devora-hombres-, hace partícipe a hombres y mujeres por igual en ese hábito, sea ya para perpetrar, para justificar o para guardar complicidad.
Como bien lo señala ella, muchos de los hombres que controlan, celan, acosan, agreden, humillan, violan o matan mujeres, no son propiamente psicópatas. Más grave aún, son hombres que han aprendido que esa es la forma en la que se manifiesta la masculinidad, la hombría, la valía como macho. No hacerlo equivale a ser débil, vulnerable, indefenso.
Eso genera ansiedad, genera miedo. Un miedo insoportable que es el combustible perfecto para cualquier clase de fechoría. En una época donde lo femenino se está modificando y redefiniendo, lo masculino va quedando atrás. Va siendo cada vez más vetusto, más nebuloso, más ambiguo. Y eso es imposible de soportar. Peor aún, no debe permitirse.
¿Por qué odiamos a las mujeres?
Dicho esto, debemos devolvernos a la pregunta original: ¿por qué odiamos a las mujeres? Pregunta sin respuesta, como toda pregunta pésimamente planteada. No las odiamos. Claro que las queremos. Sostienen y guían nuestra vida. Sabemos de su poder, de su fuerza, de su sabiduría insondable. Pero les tememos. Más aún, nos inspiran terror, aunque prefiramos morir a reconocerlo. Un terror que es compartido inclusive de mujer a mujer.
Una pobre mujer anorgásmica y reprimida bien preferirá mil veces censurar a una joven que vive más libremente su sexualidad, antes que envidiarla. Un hombre preferirá despreciar o colocar «en su lugar» a una mujer antes que envidiar su mayor experiencia sexual, su mayor astucia, su mayor belleza o poderío.
Sí, les tememos, y les tememos porque nuestra profunda concepción de hombre es, en el fondo, una enorme reacción a nuestra propia sensación de pequeñez, de inferioridad. Cierto, es horrible sentirse vulnerable ante el Universo pero, por alguna extraña razón, las mujeres manejan eso mucho mejor.
Por ello, no soportamos no ser el objeto del deseo de ellas cuando nuestros piropos, nuestros besos «robados», nuestros contactos físicos, no son bien recibidos. Por eso despotricamos contra las mujeres que reclaman la autoridad sobre sus propios cuerpos, aun cuando pretendemos ser los dueños absolutos de dichos cuerpos.
Por eso podemos llegar a valorar bien poco la integridad y hasta la vida de una mujer cuando no tienen la más mínima motivación por refrendarnos esa imagen de ser hombres que nos hemos hecho para nosotros mismos.
Nuestras múltiples visiones de la masculinidad, en mayor o menor medida, siguen teniendo el mismo factor común: la mutilación emocional, la castración del espíritu, la enormidad del miedo por saberse incapaz de cumplir ese «elevado» modelo de ser hombre, que se encuentra justo al otro lado de donde yace la integridad femenina.
Nos tememos profundamente, porque ningún hombre escapa de su propia sensación de flagrante vulnerabilidad, algo a lo cual la Historia ha acostumbrado a las mujeres a aceptar. Todos los esfuerzos culturales, desde los forzudos de Hollywood, los don Juanes, los James Bond, los Casanovas, no son sino variantes de ese carnaval.
Carnaval por el que, ya lo hemos demostrado, somos capaces de matar, de violentar, de degradar.
¿Qué queda entonces?
Trabajar aún con más celo lo que entendemos por masculinidad, no solo desde la academia sino desde la mismísima vida cotidiana en el trabajo, en el hogar y en las aulas. Nada ganamos si dejamos pendiente la tarea de redefinir esa cosa complicada y engorrosa que significa ser hombre, en apariencia amo y señor de toda forma de poder, pero en realidad lastimeramente débil.
Repetir y repetir, una y otra vez, en nuestras guías educativas, en nuestra formación familiar, en nuestras campañas ministeriales, en nuestros medios de comunicación, a nosotros mismos frente al espejo inclusive, que está bien y para nada nos amenaza como hombres el no coleccionar entrepiernas femeninas, el aceptar que las mujeres bien puedan no desearnos ni encontrarnos atractivos a la fuerza, que no están obligadas a complacernos, que no nacieron para vivir en función de nuestros deseos y nuestros traumas, que nos estamos obligados -bajo pena de que nos echen a patadas del club de la hombría- a seducir como desesperados y ni piropear compulsivamente a mujeres a las cuales les importamos, con justa razón, un bledo.
Parece bien poco en apariencia, pero no olvidemos que todo hábito se forma por la repetición, no solo por la concientización. Todo esfuerzo para detener esta inmensa lacra de violencia, mercantilización e irrespeto hacia las mujeres, es poco. Estamos ante una inmensa tragedia, tragedia doblemente dolorosa, si como bien lo empezamos a sospechar, se sostiene al final por la simple y espantosa fuerza del hábito.