
Nadie discute el impacto positivo que las redes sociales han tenido en nuestra cultura moderna, permitiendo estrechar lazos entre personas más allá de las distancias geográficas y los usos horarios, compartiendo vivencias, recuerdos, intereses, preocupaciones y acciones afirmativas.
De igual forma, han impactado para bien en campos como la enseñanza, el aprendizaje y la divulgación científica y cultural.
Un coliseo virtual.

Pero su crecimiento exponencial, su capacidad de alcance, su ubicuidad y ante todo el anonimato que propician, de cara a normas jurídicas aún tiernas y una sociedad global en su conjunto todavía reacia a meter mano firme para regularlas y sentar responsabilidades, han convertido a las redes sociales en nuestro equivalente virtual moderno del coliseo romano, un espacio para la intrusión, el escarnio, la burla, la desacreditación y la difamación, con una audiencia ansiosa por ver correr la sangre digitalmente.
Quizás no todos participemos activamente en la degollina. Pero es indudable que, como colectivo, le hemos tomado gusto al espectáculo.
Los chismes, los pleitos, las discusiones carentes de argumentos y llenas de insultos y descalificaciones nos alegran el día, nos distraen del tedio cotidiano y disfrutamos poniendo pulgares hacia arriba o caras burlonas según nuestras predilecciones personales.

Solemos usarlas para exponer nuestras preocupaciones cuando nos sentimos solos, las burlas y descalificaciones nos roban la paz de espíritu, hallamos irresistible el anzuelo a enfrascarnos en discusiones con personas que ni conocemos ni nos importan y que, muy probablemente, tan siquiera existen.
Y es tal el alcance de su poder que, dadas las circunstancias y colmado el límite, nos pueden llegar a tomar decisiones extremas.
Son terreno fértil para ensuciar el debate democrático, manipular la opinión pública, destruir conquistas sociales, minar instituciones y, lo peor de todo, sembrar en nuestras mentes la sensación de que todo está perdido y no queda nada que pueda hacerse.
Más aún: tal parece que no estamos dispuestos a levantar la mano y ponerle un límite a todo ello, dada la inmensa ganancia secundaria que como espectáculo, parecemos estar disfrutando a costa de los demás.
Espacios para la violencia en las redes.

Aquí los números no dan lugar a la duda. De acuerdo a un estudio de Amnistía Internacional, el 85% de las mujeres que han navegado en las redes han presenciado algún tipo de violencia en estas, mientras que el 38% de ellas la han vivido en carne propia.
Tan solo en España, tres de cada cuatro adolescentes y jóvenes (un 75%) ha sufrido algún tipo de violencia sexual digital en la infancia y adolescencia.
Ya entre los países de América Latina, países con el dudoso honor de mostrar tasas mundialmente altas de violencia en las redes, un 38,4% de los adolescentes que experimentaron acoso cibernético manifestaron ideación suicida, en comparación con un 16,6% que no experimentaron dicho acoso. Y siempre en América Latina, un 52% de las personas encuestadas a lo largo del continente han expresado sentirse víctimas de acoso, violencia, intrusión y espionaje en las redes, encabezando Brasil y México la lista.
Semejante abundancia de víctimas nos habla elocuentemente de la enorme cantidad de personas dispuestas a ejercer de ofensoras en la red, algo que parece ser ya una marca de civilización. Comprende la violencia en las redes pasa entonces por la pregunta del millón.
¿Por qué nos gusta la violencia en las redes?
1. Porque las redes sociales pueden permitirnos escapar de la frustración y la amargura de «allá afuera».
Empecemos por allí. Las redes sociales nos brindan una válvula de escape, una inmensa pradera virtual donde salir de cacería y desquitarnos con quien sea por todo lo hemos de soportar en silencio en el mundo real: el trabajo insoportable, la ausencia de salud, el celibato involuntario, la falta de dinero, los vecinos intratables, la pareja que no se deja manejar, el desempleo, la envidia por el éxito ajeno y los hijos descarriados.
2. Porque las redes sociales pueden alentar la impunidad y diluir la responsabilidad.
El anonimato de la pantalla, la dificultad de rastrear la fuente de la agresión (a diferencia de la vida real), la posibilidad de inventarme un perfil falso, tomar una foto por aquí y un nombre por allí, dan una sensación de invulnerabilidad, de que puedo decir lo que se me antoje, de hacer lo que sea con la honra de nadie y de no ser perseguido por ello.
Las leyes aún en pañales en la mayoría de nuestros países, lamentablemente, no han hecho sino propiciar lo anterior.
3. Porque las redes sociales pueden darme una falsa sensación de poder y control.
Derivado de lo anterior, nada más irresistible que la sensación de poder que da el tener a la otra persona a merced de un click, de saber que con un simple post puedo hacerle la vida un infierno o, en el mejor de los casos, echarle a perder la digestión.
Personas a las que difícilmente les escupiría mi enojo cara a cara, en las redes sociales bien pueden estar más expuestas a un crucifixión pública por parte de un hater anónimo.
Liberando el vapor.

Mientras más insatisfacción e impotencia sintamos en nuestras vidas, más proclives seremos a vaciar nuestra furia contra otras personas en las redes.
La tentación es prácticamente irresistible: la responsabilidad personal por las consecuencias de mis actos se reduce al mínimo, caso contrario de la vida real y la posibilidad de venganza o retaliación de a quién ataco, también.
Sentimos que podremos decir lo que se nos ocurra a quién se me ocurra y escapar impune bajo la máscara del anonimato.
Cierto, no lograré mejorar un ápice el desastre de mi vida personal, pero al menos habré liberado vapor. Quizás en nuestras vidas eso sea suficiente: descargarnos impunemente en otros.
Y puede que hasta haga de ello una forma de ganarme el pan, si termino trabajando en granjas de troles con el encargo de difundir falsedades, distribuir calumnias o secundar injurias.
Entonces, ¿qué podemos hacer?

Empecemos por dejar de culpar a las redes sociales y mirar para otro lado.
Las redes sociales son instrumentos maravillosos que han permitido llevar la comunicación entre las personas a niveles jamás soñados décadas atrás, potenciando en el proceso la divulgación de ideas, la enseñanza y el aprendizaje.
Es nuestra cultura de uso, la propensión a hacer de ellas un ring sin piedad para el que queda contra las cuerdas, la ligereza con la que las abordamos y nos permitirmos participar de los linchamientos que allí suceden, lo que debemos de cambiar.
¿Qué más podemos hacer, ya seamos víctimas, victimarios o cómplices?
1. Démonos una pausa saludable y desconectémonos de las redes.
¿Sentimos que lo que vemos en las redes nos desalienta o nos abruma? ¿Somos el objeto de odio por lo que hemos escrito u opinado? ¿Siento que empiezo a disfrutar agrediendo a alguien con lo que escribo? ¿O acaso empiezo a disfrutar viendo cómo injurian o descalifican a terceras personas?
Entonces es tiempo de detenernos y desconectarnos por un rato, pues las redes han dejado de ser un pasatiempo o un medio de comunicación para convertirse en algo tóxico en nuestras vidas.
Urge limpiar nuestras mentes y reposar nuestros espíritus, lejos de la basura digital.
2. Nunca expongamos nuestras vulnerabilidades en la red.
Las redes son un buen complemento para la comunicación a la distancia, para el intercambio de ideas, para informarnos y seguirle la pista a personas con quienes se dificulta el contacto físico. Pero nunca jamás sustituyen el espacio de la conversación íntima.
En un entorno donde el contacto cara a cara no puede ejercer ese efecto amortiguador, abrirles a desconocidos en masa nuestro corazón equivale a pintarse una diana de tiro al blanco en el pecho. Y lo usarán con toda la saña posible.
3. No perdamos el tiempo participando en discusiones de baja ralea.

Ya sea que las iniciemos o respondamos a la provocación, cuando el intercambio desde el inicio se reduce a los insultos, las burlas o las descalificaciones, es fundamental salirnos a la brevedad y no propiciar la violencia.
Lo anterior aplica muy en especial cuando nos da por confrontar a troles o a haters de tiempo completo. No importa cuan mal los tratemos o creamos que les dimos hasta por debajo de la lengua, lo cierto es que al morder el anzuelo, no hicimos sino alimentar su algoritmo y con ello, fortalecer su posición en la red. Punto para ellos.
En adición a lo anterior, recordemos que muchos de esos alborotadores ficticios no son sino programas informáticos (bots) diseñado para parecer humanos y repartir sandeces desde distintos usuarios falsos.
¿Quién en su sano juicio desperdiciaría preciosos segundos de su existencia peleándose con un programa informático?
4. Nunca depositemos nuestro bienestar personal en lo que otros opinen de nosotros en las redes.
Las redes nacieron para comunicarnos y aprender de otros. No para pedirle permiso a extraños para sentirnos bien.
Nuestro bienestar personal no es sino el grado de satisfacción que sentimos en virtud de lo que somos y lo que valemos ante nuestros propios ojos. No lo dejemos a manos de un algoritmo.
5. No aprobemos la violencia contra los demás.

No le hagamos segunda a comentarios groseros, despectivos, hirientes o injuriosos, por más que sintamos que expresan nuestra propia furia o enojo. En otras palabras, no seamos cómplices.
Lo mismo aplica para aquellas noticias que concuerden con nuestros puntos de vista: no compartamos o propaguemos noticias injuriosas, calumniosas o de cuya validez no tengamos certeza razonable solo porque confirman nuestros prejuicios.
5. Cuidemos lo que subimos y lo que comentamos.
Cada vez que posteemos una opinión o carguemos una imagen, pensemos qué tan bien nos iría si un jurado hostil los usara en contra nuestra.
Si es imprescindible opinar o aportar un comentario, cuidemos de fundamentar muy bien nuestros argumentos con fuentes confiables y no irnos por el camino fácil de emitir juicios de valor o descalificaciones.
6. Nunca participemos guiados por la ira.
La indignación puede ser justificada y puede ser importante expresar nuestra opinión. Pero lo que cuenta es lo que ponemos en el teclado y siempre hemos de hacerlo con la cabeza fría.
Los provocadores saben muy bien eso y disfrutan explotando el enojo de las personas atacadas para debilitarlas en discusiones sin fin.
7. Seamos intolerantes con la violencia.
Ya se trate de grupos creados o de discusiones iniciadas por nosotros, asumamos la responsabilidad de velar por la calidad de las participaciones y la responsabilidad en el debate, no dudando en bloquear y borrar a aquellas personas que quieran llevar la ley de la jungla a dichos espacios.
Aquí no cabe la acusación fácil de la censura o del atropello a la libertad de expresión. Esta no es un cheque en blanco para agredir. Sitios en la red sobrarán donde pueda dar rienda suelta a su inquina.
8. No dudemos en apoyar a las personas que son víctimas de agresión.

Ignoremos al agresor y brindemos apoyo y contención a la víctima.
La indiferencia debilitará al trol (recordemos lo del algoritmo) y el respaldo expresado enviará un mensaje a los pendencieros: nada tienen que hacer en nuestro espacio virtual.
9. Cuidemos desde antes a las personas vulnerables.
Ya es duro para una persona madura y segura de sí misma afrontar la violencia en las redes, el acoso en las mismas o las campañas de desprestigio en su contra. Ni hablar entonces de menores de edad cuyo proceso de formación a medias los hace vulnerables. Ni hablar también de personas en situación de discapacidad o en trances existenciales difíciles.
Es nuestro deber cuidar desde ya que no se expongan al coliseo. Es sano cuidar que los menores no tengan acceso a redes antes de cierta edad ni que las personas a nuestro cuido pasen más tiempo del debido en las redes.
10. Finalmente, volvamos a conectarnos persona a persona.
Somos lo que somos porque evolucionamos para interactuar en vivo y en directo con nuestros semejantes. La violencia brota porque en las redes la ausencia de esa interacción evita poner freno a la tensión cuando esta aumenta.
Volvamos al cara a cara, a las conversaciones de café, a la acción en nuestras comunidades, a reunirnos con nuestros amistades y nuestros familiares, al activismo social.
Allí yace la verdadera convivencia y se desvanece la nebulosa de anonimato que hace posible el uso de las redes para destruir.
Un complemento de la verdadera vida.

Hagamos de la vida en las redes sociales un complemento de nuestra vida en el mundo de carne y hueso, nunca a la inversa.
No importa cuán desagradable pueda parecernos nuestra existencia cotidiana, es precisamente en dicha existencia donde yacen las claves que nos permitan alcanzar algo mejor. Para nosotros y para nuestros semejantes. Con la violencia en las redes sociales, nada saldremos ganando.
Porque, después de todo, ¿quién en su sano juicio querría desperdiciar su vida intentando convencer a un bot?