El nacionalismo es hambre de poder atemperada por el auto engaño.
-George Orwell-
Nos brotó el nacionalismo troglodita, por todos los poros. Y eso suele darse cuando la mediocridad nos gana. Ya no se trata solo de vociferar contra la Corte Internacional de Derechos Humanos por inmiscuirse en nuestros asuntos y violentar nuestra soberanía, llegando a defender semejante argumento en nuestro Congreso sin el más mínimo asomo de vergüenza. Ahora se trata de barrer con nuestros vecinos de al lado, como si de gérmenes se tratara. Como país, nos llegó la hora de odiarnos entre nosotros. Y no es que no lo hayamos hecho antes, ni que no hayamos tenido que ir a las armas por eso. En ese sentido, hemos cumplido nuestra cuota histórica, cuando el momento nos llegó. Pero lo que llama la atención ahora, lo que realmente eriza la piel, es la baja ralea, el crudo nivel de brutalidad al cual nos estamos permitiendo llegar, nosotros que siempre nos hemos preciado de cultos, civilizados y amantes del término medio. Y es que la realidad, las exigencias del «allá afuera» (como nos gusta imaginárnoslo siempre), han llegado para imponerse. En el proceso nos han ido resquebrajando ese débil barniz de civilidad razonable y nos han paralizado en la capacidad de articular respuestas constructivas y democráticas. Lo que queda cuando el baño de realidad nos lava la piel, es la profunda agresividad y la intolerancia que, en lo simbólico, como pueblo sigue marcándonos.
Ya no se trata solo de detectar al aire la más mínima diferencia de pensamiento, credo, orientación, ideología o estatus migratorio en el otro. Ni tan siquiera de afrontarlo con una respetuosa discusión democrática sustentada en los argumentos y la evidencia. Eso ya parece estar fuera de nuestro alcance, cada segundo que pasa. Ahora lo que cuenta es descalificar, insultar, hacer objeto del escarnio, buscarse culpables y problemas para soluciones irracionales que ya hemos cocinado de antemano. Las soluciones son lo de menos. Se quedan para que otros lidien con ellas. La autocomplaciente idea de un país racialmente homogéneo y espiritualmente puro nos la tiraron al desagüe y bajaron la cadena. Y eso no lo perdonamos, por ningún motivo. La «patria mancillada» es nuestra primitiva respuesta al problema.
Un nacionalismo infantil
Que nos partan el Paraíso en dos no lo perdonamos. Las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos nos evidenciaron el grado al cual estamos dispuestos a llegar como sociedad con tal de que dos hombres o dos mujeres se juren amor eterno entre sí, contrato jurídico de por medio, ante un notario público. Los credos religiosos y las heterosexualidades personales siguen siendo tan independientes como siempre lo han sido para apartarse de ello. Pero hemos recurrido a todas las triquiñuelas legales, a todos los argumentos, desde los más piadosos a los más violentos, para evitar que eso se vuelva realidad, así el país se paralice en el proceso. Ya para entonces nuestra infantil idea del nacionalismo asomó las orejas. ¿Cierto? ¿Cuántas patrióticas exclamaciones exhortando a violar nuestra soberanía humillada, a retirarnos de los pactos y los tribunales internacionales de derechos humanos -auspiciadas inclusive por congresistas-, a desobeder los dictámenes y a ratificar «la voluntad de las mayorías», se esparcieron por redes, foros, medios de comunicación y discusiones acaloradas?
La misoginia, las violaciones, los femicidios y los comentarios por parte de galanes indeseados en las calles siempre han sido parte de lo que nuestras compatriotas han tenido que sufrir. Tres fatales ataques sexuales perpetrados por extranjeros, aberrantes, imperdonables y que merecen todo el peso de la ley para los individuos que los perpetraron o los consintieron, han bastado para que todos los compatriotas de ellos sean ahora quienes maquinan, planifican y ejecutan cada ataque a nuestras compatriotas, como si nosotros hubiésemos sido sus ángeles guardianes a tiempo completo de toda la vida.
Es tiempo de que vayamos abandonando ya esa idea de aislada pureza nacional que lamentablemente, seguimos arrastrando como colectivo. Esa patética imagen de virginidad mancillada e infestada por virus de todo tipo, léase ideología de género, derechos humanos, inmigración o tratados internacionales. Nos guste o no, estamos conectados a todo. Es el precio que conlleva la obligación de vivir en la realidad. Estamos obligados ciertamente a esbozar las mejores políticas que en un Estado de Derecho, permitan la seguridad de todos los habitantes de nuestra república, vengan de donde vengan. Estamos en el derecho de pedir el auxilio internacional, al cual nos dan derecho los instrumentos que en la materia hemos firmado. Pero no tenemos ningún derecho a incurrir en ningún delirio ni a organizar cacerías de brujas, contra absolutamente nadie.
Inmigración y nacionalidad
La inmigración, muchas veces descontrolada, hizo de este país lo que es ahora. Muchos descendemos en grado variable de esa primera y sangrienta inmigración que los antepasados de nuestros compatriotas bribris, cabécares, borucas, guaymíes y chorotegas sufrieron en carne propia. Muchos judíos conversos inmigraron ocultos con las oleadas ibéricas posteriores, para huir del feroz estigma de marrano, allá en España. Y con la inmigración ibérica vinieron muchos perdidos genes árabes, bereberes, fenicios, griegos, celtas y preindoeuropeos. Decenas de judíos ashkenazis encontraron refugio en esta tierra ante la locura fascista y a pesar del fuerte sentimiento de identidad propia que siempre les caracterizó, en poco tiempo eran ya compatriotas nuestros por pleno derecho. Inmensa y por momentos fuera de control fue la inmigración de refugiados sudamericanos que llegaron en la década de los setentas huyendo de las dictaduras del Cono Sur y de las garras de la siniestra Operación Cóndor, dándonos en retribución una rico aporte en las artes, las academias y los negocios. Corta pero intensa fue la llegada de inmigrantes cubanos huyendo de la entronización de Castro en la Isla. Constante ha sido la inmigración china desde la construcción del ferrocarril al Atlántico, la desintegraación de la China imperial, las locuras de Mao y la brutal carestía del régimen comunista. Han generado sus propios puestos de trabajo y poco a poco sus descendientes han ido creando una nueva categoría de compatriotas. Y desde siempre hemos tenido a nuestros vecinos en nuestra propia sala, gracias a una de las fronteras más porosas existentes en América Latina. Caso curioso, muchos criollos coloniales llegaron a terminar sus vidas en Costa Rica vía Nicaragua, pues de buenas a primeras nuestro solar era un destino poco atractivo para las guías turísticas de entonces. Nada se compara con el alud migratorio que tuvimos durante las guerras civiles que martirizaron a América Central durante las décadas de los 70s y 80s. Pasada esta triste etapa, muchos volvieron a sus patrias, pero muchos se quedaron a residir entre nosotros, sus descendientes no tienen acento peculiar y sufren con los traspiés de la Selección Nacional o del equipo provincial de sus preferencias, como cualquiera.
Vergüenza histórica
Cierto. Una política migratoria estricta y técnicamente fundamentada es siempre una obligación del buen gobierno. Pero no olvidemos que al otro lado del San Juan una dictadura cruel y demente le ha declarado la guerra a sus propios ciudadanos. Huyen, como cualquiera en sus cinco sentidos lo haría. Como lo haríamos nosotros, el karma no lo quiera, el día funesto en que se inviertan los papeles. Y nada garantiza que ese día no llegue. Costa Rica puede y debe abordar este y todos los temas que nos martirizan, así sea en nuestra imaginación, con madurez y a la altura de nuestras tradiciones cívicas. Para eso las mujeres y los hombres que nos precedieron se arrollaron las mangas y le entraron sin miedo a la tarea de dejarnos un país. Vale la pena que nos preguntemos que pensarían nuestros antepasados, los que nos dieron el primer sistema gratuito de educación de la región a pesar de la pobreza imperante, los que abolieron el ejército en medio de un vecindario plagado de matones armados de cachiporras, los que hicieron de San José la segunda ciudad electrificada del continente, los que concluyeron el primer ferrocarril transoceánico del istmo, los que nos legaron el actual sistema de salud y de garantías laborales, viendo a sus descendientes dando vueltas de ganso sin afrontar los problemas, obsesionados con controlar la entrepierna ajena, los colores del arcoiris, las prebendas monetarias y endilgándoles alegremente la responsabilidad a los tratados internacionales y a la inmigración.
No debemos permitir que egoístas y fascinerosos de baja ralea decidan por todos quién es patriota y quién no lo es, quién defiende a la nación y quién no lo hace. Tampoco debemos permitir que visiones estrechas del mundo nos digan quien está del lado de la pureza y quién no lo está. La democracia, esa herramienta de la mayoría -ese sistema que no es el mejor, sino el menos malo, como bien lo decía Churchill-, muere precisamente cuando esa mayoría se abandona a la irracionalidad y reniega de la obligación de pensar. Es nuestra más elemental obligación. Por nuestros descendientes, para que no nos miren con ojos de reproche. Por nuestros antepasados, para que el esfuerzo no haya sido en vano.
Costa Rica tiene una población nicaragüense con arraigo que comprende todo los rincones del país. En cuanto a estos acontecimientos el gobierno debe velar por el orden y la seguridad en que se desarrollen y no dejar espacio al pánico que se da en las redes sociales. Nicaragua estaba creciendo en cuanto a turismo y economía. Los Nivaraguenses merecen bienestar. Y ojalá América central fuese un solo país . Soñar no cuesta nada. Si logramos quitarnos la venda y creyéramos en nosotros mismos. No habría más fronteras que guardar.
Así es, amigo Cristian. Las poblaciones nicaragüenses tienen una larga historia de arraigo en nuestro país. Son parte indivisible de nosotros. Todo gobierno debe velar por una política migratoria ordenada, cierto, y también es deber de todos mantener la lucidez y dar lo mejor de nosotros para que los lazos humanos que hemos ido construyendo entre naciones no se pierdan. Como bien lo dices, las fronteras son artificios que poco a poco debemos ir difuminando. Nos han salido bien caras a lo largo de la Historia.