Su nombre es Jehel Sahaba (Monte de los Camaradas), aunque nunca sabremos cómo lo llamaban para entonces. Se trata de un cementerio del Mesolítico, cerca de la frontera egipcia con Sudán, ahora bajo las aguas del Lago Nasser.
Descubierto en 1964, 61 esqueletos completos fueron recuperados, todos con signos de graves heridas, 16 de ellos mostrando lesiones incompatibles con la vida. Pero lo que más llamativo, aparte de los índices de violencia, fue la presencia constante y metódica de la misma, una presencia que no respetó ni a mujeres ni a niños.
Junto a las fracturas en los cráneos y las puntas de piedras incrustadas en los huesos, la mayoría de los restos mostraban también lesiones con signos de cicatrización, evidencias de una zona en permanente y grave conflictos entre grupos humanos, a lo largo de varios siglos.
Datado entre diez mil a doce mil años de antigüedad, para muchos es el ominoso recordatorio de la decrepitud de la guerra, la vetusta disposición a infringir sufrimiento que yace en nuestra especie. Sabíamos hasta entonces de los conflictos prehistóricos por lo que nos legaron los autores rupestres de España, Francia, África y América, crónicas visuales de combates a flechas y lanzazos, quizás bandas antagonistas peleando circunstancialmente por territorios de caza.
Pero la continuidad, permanencia y constancia de las heridas en los pobres diablos allá en Jehel Sahaba, a lo largo de tan dilatado tiempo, es la opaca advertencia de que la guerra es tan antigua como nuestra especie, una suerte de parásito que nos acompaña allí donde vamos, ya sea que esgrimamos lanzas con punta de pedernal u ojivas nucleares con uranio enriquecido.
Una experiencia universal.
Y es que, a partir del banderazo de salida en Jehel Sahaba, todo parece indicar, como lo señala el historiador militar Richard Holmes, que nos encontramos ante una experiencia universal, no salvándose de ella ni tribu ni Estado. Entendida la guerra como un conflicto social que enfrenta de manera masiva a dos o más grupos humanos, han degustado esta experiencia desde cazadores, recolectores y agricultores, pasando por aldeas y protociudades hasta llegar a las modernas alianzas entre naciones altamente tecnificadas.
¿Y qué decir de las causas? Variopintas, como lo suele ser todo en nuestra especie: desde las más tempranas disputas por territorios de caza y recolección, pasando por imposiciones de tributos, mano de obra esclava, vasallaje, terrenos para el cultivo, sumisiones ideológicas, yugos religiosos, mercados cautivos, fuentes de materias primas, mercados bursátiles, combustibles fósiles, seguridad nacional, economía, gloria eterna, pureza racial o valores morales.
Mención especial merece la propiedad privada: señalada invariablemente como gran culpable de las contiendas al por mayor, aun nos desconcierta el hecho de aquellos grupos nómadas de cazadores y recolectores, con poco sentido de ella, que también se entregan gratuitamente al ejercicio de las armas.
Ya la Paleta de Narmer (hacia 3100 AEC), nos muestra con lujo detalles el momento en que el rey del Alto Egipto remata a su posible rival del Bajo Egipto, alzándose con las coronas de ambos reinos y convirtiéndose en el primer Faraón de la historia.
La Estela de los Buitres, por su parte, glorifica la victoria de la ciudad estado sumeria de Lagash sobre su díscola vecina Umma, en algún momento entre 2600 y 2350 AEC, deleitándose en el detalle de las cabezas sin cuerpo devoradas por los buitres.
Desde entonces, las artes visuales y narrativas han sido pródigas sobre el tema, con sus tapices de Bayeux, sus Columnas Trajanas, sus Arcos del Triunfo, sus Tumbas al Soldado Desconocido, sus efemérides, sus condecoraciones, sus destinos manifiestos, sus proclamas internacionalistas, sus bendiciones religiosas y sus exaltaciones patrióticas.
Sun Tzu, que la estudió a conciencia en su venerado clásico El arte de la guerra, le temía profundamente, al punto de aconsejar el prevenirla como la forma más eficiente de triunfo. Tomás de Aquino sería el primero en hablarnos de la guerra justa y Erasmo de Rotterdam no dudó en considerarla un manantial de dulzura para insensatos, mientras Hegel la alabó como fuente de moralidad para los pueblos.
Leonardo Da Vinci, que dedicó innumerables bocetos a la parafernalia militar, no dudó en denominarla una locura bestial. Von Clausewitz consideraba objetivo final de esta el desarmar al enemigo antes que aniquilarlo y Albert Einstein fue explícito en su temor de una cuarta guerra mundial a pelearse con hachas de piedra, empleados ya los silos nucleares de previo.
El sello de gracia.
La guerra, y no la paz, parece ser el sello de gracia de nuestra especie, dado la poca esperanzadora bicoca de más de catorce mil guerras identificables en los últimos cinco mil años, con un costo de más de mil doscientos millones de vidas y escasos 292 años de paz, fragmentados a lo largo de todos esos siglos y hasta 1976.
No importa cuántas veces cambiemos el infame lustre, la receta parece ser siempre la misma: somos proclives a la camorra. Una mirada a nuestros parientes homínidos, parece ser igual de descorazonadora: conductas belicosas son también apreciables en su inventario biológico.
Es entonces cuando cabe hacernos la pregunta objeto de este artículo: ¿es qué acaso la guerra nos viene en los genes? ¿Somos prisioneros de una maldición cromosómica, a repetirse por los siglos de los siglos? Después de todo, que nuestros parientes biológicos sean tan agresivos como nosotros y que el conflicto armado parezca acompañarnos desde que el mundo es mundo, no parece hablar muy a nuestro favor.
Para responder estas preguntas y no descorazonarnos antes de tiempo, conviene volver a revisar nuestra temprana historia bélica, así como también revisar, con una mirada más amplia, las conductas que parecemos compartir con nuestros primos homínidos.
Las pinturas rupestres del Paleolítico nos suelen mostrar conflictos por cotos de caza. Lo sabemos por los animales en desbandada que acostumbran integrar el paisaje de varias de ellas. Las crónicas que acompañan a la Estela de los Buitres dejan en claro que el conflicto fue por tierras de regadío (posesión valiosísima en una tierra insolada hasta el hueso).
Y el propio entorno de los enterramientos en Jehel Sahaba, parecieran dar cuenta de profundos cambios climáticos (propios del Mesolítico Levantino) que redujeron ostensiblemente los territorios y la disponibilidad de caza, así como de cubierta vegetal para la recolección.
Lo anterior coincide en mucho con los disparadores de conductas agresivas que antropólogos y biólogos evolutivos han encontrado en chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes: el cuido celoso de la territorialidad, la reproducción y las fuentes de alimento. Toda amenaza percibida a estas será vigorosamente respondida con uñas y dientes (muy en especial con estos últimos).
Como miembros de tan ruidosa familia, los humanos compartimos esas conductas en nuestro repertorio genético. Surgidas en respuesta a presiones propias de la vida nómada en las sabanas orientales africanas, la presión poblacional, la creación de los estados nación, la sedentarización y el estallido tecnológico no han hecho sino llevarlas a dimensiones completamente distintas a las originales, complejizándolas y fracturándolas en el proceso.
¿Estamos entonces condenados a una espiral bélica, por obra y gracia de nuestro pasado evolutivo? La respuesta es sí, si nos quedamos en una lectura simplona de la genética humana. La respuesta es no, si ampliamos el alcance de dicha lectura.
Cierto, los humanos portamos en nuestros genes profundamente enmarcadas, la territorialidad, la reproducción, la supervivencia propia y de la especie, la necesidad de nutrir nuestras necesidades, la necesidad de evitar el dolor y heredarle a alguien nuestros genes, ya sea que lo agradezca o no.
Ello no es bueno ni malo en sí. Es simplemente razonable; es lo que permite a una especie ser exitosa y a un individuo subsistir. Los terribles traumas evolutivos por los que ha pasado nuestra ancestría no han hecho sino reforzarlo.
Pero la dotación genética es más que eso en nuestra especie. Y ese más-que-eso nos separa en grado sensible de nuestros parientes más cercanos. Lo genérico de nuestra constitución biológica (sin ventajas físicas descollantes a nivel individual) y la amplia flexibilidad de nuestros genes, han hecho de nuestra capacidad de cooperar en equipo, de organizar heterotécnicamente nuestras estrategias gracias a un complejo lenguaje simbólico y de cuidar a los miembros más vulnerables de nuestro grupo, ventajas evolutivas maravillosas.
Alambrados para cooperar.
Dicho en otras palabras, los seres humanos, en nuestro ambiente evolutivo originario y a lo interno de nuestros grupos, fuimos alambrados para trabajar en equipo y cooperar. Dicha cooperación eventualmente se podía hacer extensible también a otros grupos, salvo que circunstancias especiales dispararan pulsiones más básicas como velar por la vida, el alimento o la reproducción de los propios.
Lo que la llegada de la agricultura, las aldeas sedentarias, los campos de regadío y los Estados hizo fue imponer ambientes a los cuales dichas conductas debieron adaptarse, sensibles a los efectos distorsionadores de las nuevas formas de vida.
Pero vale la pena ir un paso más allá. Somos la especie del planeta que más ha logrado liberarse de la tiranía y la arbitrariedad genéticas, sustituyéndolas por la cultura y por grados apreciables de libre albedrío.
Podemos observar nuestros genes, tomar distancia, reflexionar sobre ellos y actuar en consecuencia. Y allí, exactamente allí, es donde se encuentra la clave para conjurar la maldición de la guerra: identificar las condiciones que nos hacen propensos a ella y reforzar aquellas conductas evolutivas que nos llevan en dirección contraria a la misma.
¿Cómo prevenir las guerras?
¿Cómo ponerlo en práctica, a fin de invertir a la segura en el futuro de nuestros descendientes? Básicamente, tomando las siguientes medidas, en modo alguno exhaustivas:
Educar desde temprana edad para la cooperación.
El trabajo en equipo no solo hace de la cooperación un valor fundamental, antes que la mera y simple competencia. Es también una forma eficaz de fortalecer nexos humanos sólidos, de cara a la solución de problemas comunes. Más aún, identificar desde temprana edad grupos antagónicos para hacerlos colaborar, es un método seguro para reducir toda esa animosidad.
Ya en la adultez, ciudadanos criados en una tradición de cooperación libre y no coercitiva serán ciudadanos menos proclives a respaldar los antagonismos irresponsables de sus gobernantes.
Hacer de la resolución y la transformación de conflictos una parte integral de los currículos educativos.
Aceptémoslo. Por todas las razones ya dichas, mientras existan humanos, existirán conflictos. Ello será inevitable, pero lo que sí está en nuestras manos es el evitar que muten en violencia colectiva.
Una sociedad que haga de la resolución creativa de conflictos uno de sus valores educativos más preciados, que enseñe que negociar no necesariamente es claudicar y que la presencia de terceros neutrales muchas veces es deseable, generará los anticuerpos necesarios para evitar los cánticos de sirenas con olor a pólvora.
Velar por la construcción de una sociedad inclusiva.
Sociedades con grupos de ciudadanos frustrados no solo tendrán en estos un arsenal de soldados a los cuales enviar como carne de cañón. Tendrán también un cotejo obediente y entusiasta que aplaudirán las decisiones bélicas e imprudentes de sus gobernantes y de sus líderes económicos.
Serán acaso ciudadanos que no encontrarán otra forma de ascender social y económicamente que la carrera de las armas, algo de mal augurio en naciones de débil institucionalidad cívica, por cuanto nada tendrán que perder y sí mucho que ganar en caso de que suenen los clarines.
Serán también sociedades sensibles a la tentación de tapar problemas domésticos inventándose enemigos externos, creando consignas de ellos contra nosotros, caldo de cultivo para guerras civiles y genocidios.
Velar por la transparencia de las instituciones y de los sistemas de justicia.
Sociedades con una institucionalidad fuerte y un aparato de justicia transparente tendrán muchísimas menos razones para embarcarse alegremente en aventuras bélicas, propiciando mayores posibilidades de debates civiles al respecto.
Y, en caso de haberse iniciado la contienda, sociedades con instituciones democráticas sólidas velarán por la pronta resolución de la misma, por el control de los aparatos de poder en ella inmersos y por el castigo de los excesos que en esta se produzcan.
Castigar al perpetrador.
No hay medias tintas. Al agresor debe de castigársele, en el marco de la legalidad y de la institucionalidad. Ya sea la condena internacional, las sanciones, las acciones supranacionales concertadas, el ostracismo político, la gente irritada en las calles o la derrota en las urnas, quien tenga la tentación de acudir felizmente a atizar incendios debe pensársela dos veces, ante la posibilidad de tener que contarse a sí mismo entre las bajas, políticas o militares.
Velar a quiénes les entregamos el poder.
En tiempos de incertidumbre y frustración, los discursos combustibles captan las mayores simpatías. Y en sociedades donde la connivencia del estamento militar y civil por sobre la institucionalidad es probable, el cóctel para una aventura militar está servido.
No se trata solo de filtrar a los buscapleitos gratuitos antes de que se instalen en las urnas. Se trata también, en caso de que lleguen al solio presidencial, de vigilarlos por la sociedad civil, en cada paso que den, en cada leve atisbo de coqueteo con soluciones violentas e indiscriminadas.
Velar por el medioambiente natural.
La degradación medioambiental es un disparador seguro de conflictos y guerras a gran escala. Tal parece la oscura lección de Jehel Sahaba. Fue sin duda, también, la mecha que terminó de incendiar la animosidad de hutus a tutsis, previo al genocidio en Ruanda.
Y es que la degradación medioambiental apunta a uno de nuestros chips genéticos más enraizados: cuidar nuestro territorio. Cuando este se ve amenazado o se torna insostenible, invadir el del otro es una tentación desbordante.
Velar por el medioambiente y educar en la preservación casi sagrada del mismo, es una de las más sabias medidas que tenemos para prevenir toda clase de conflictos armados.
Cuidar el crecimiento ordenado de la población.
Seamos claros aquí. No estamos hablando de eugenesia, ni de genocidios ni de campañas abortistas al por mayor.
Se trata de una adecuada educación sexual, de una adecuada legislación que vele por los derechos reproductivos, en especial los de la mujer, que permita que la población de un país crezca conforme al tamaño que su medioambiente pueda sostener y a la velocidad con que la sociedad pueda generar los bienes y servicios que le permitan una adecuada calidad de vida.
Excesos de población, históricamente, se encuentran en los disparadores de los conflictos bélicos, en especial cuando se amanceban junto al deterioro medioambiental y socioeconómico.
Cero tolerancia con el crimen organizado, el tráfico de armas y la trata de personas.
Las actividades ilícitas aquí mencionadas suelen estar entre las grandes financiadoras de conflictos armados, especialmente en países del Tercer Mundo.
Pueden perfectamente operar fuera de los territorios en guerra, por lo cual cada nación debe velar por cortar las raíces que tales actividades criminales puedan tener en sus propias jurisdicciones.
Fomentar las relaciones entre actores y militares en el marco de la institucionalidad.
Allí donde hallan ejércitos, sus relaciones con los actores civiles y viceversa deben estar enmarcados en instituciones democráticas sólidas, con poderes independientes entre sí, que prevengan tentaciones de aventurarse en correrías armadas cuyos efectos invariablemente los terminarán pagando los ciudadanos de a pie.
Iniciar sin tardanza las tareas de reconstrucción, allí donde sea necesario.
Ya sea en el propio patio o en el patio del vecino, hacerse de la vista gorda con la destrucción física y emocional que deja la guerra, es una conducta suicida, que tarde o temprano degenerará en nuevos y más graves conflictos, capaces de pasarnos la factura.
Si destruir es un acto de segundos, reconstruir demanda milenios. No hay mejor forma de conjurar nuevas conflagraciones que atacar sus causas y revertir sus efectos, antes de que las heridas en el tejido social se infecten. Ese, quizás, haya sido nuestro error durante milenios.
Apostar por el libre albedrío.
Si la guerra va en los genes, es nuestro deber construir una sociedad que prevenga aquellas condiciones que puedan disparar nuestras reacciones agresivas. Pero más aún, en los genes yacen también valiosas conductas incompatibles con la guerra, conductas que debemos estimular y ejercitar sin descanso.
Nuestra plasticidad genética nos ha permitido tomar conciencia de nosotros mismos, nos ha permitido generar cultura y, con ello, libre albedrío. Podemos prevenir aquello que sabemos que, pasados ciertos límites, nos llevará a la iracundia más incontrolable. Podemos forjar los diques que contendrán las conductas individuales y colectivas en favor de la guerra.
La guerra está en nuestras decisiones.
Dicho lo anterior, vale la pena volver a la pregunta inicial: ¿estamos condenados a la guerra por capricho de los genes? La respuesta es no. La guerra no está en nuestros genes. En ellos yace el razonable afán de velar por nuestro cuello y por nuestra especie. Nada más.
La guerra nace de nuestras decisiones. En la decisión de declararla, en la decisión de ponerle un fin, en la decisión de juzgar a quiénes las provocan, en la decisión de vigilar a quienes la llevan a cabo, ya sea en su nombre o en el nuestro. Porque, por más iluso que parezca, la guerra y la paz se fraguan en nuestras personales decisiones de todos los días, por más nimias que parezcan. En el trato que le damos a los demás, en los límites que nos imponemos y las libertades que nos permitimos.
Son esas decisiones los ladrillos con los cuales edificar los diques que encauzarán y limitarán a nuestros gobernantes, cuando declaren la guerra en nombre de todos nosotros.