Terminó ayer en el Vaticano la cumbre de tres días sobre la pederastia y su encubrimiento en la Iglesia Católica. Convocada por el papa Francisco y designada La protección de los menores en la Iglesia, ha sido su respuesta a un flagelo de larga data y encubrimiento cómplice, que ha sumido a la milenaria institución en una de las más graves y serias crisis de los últimos tiempos (no simplemente una prueba más, como se ha querido ver en algún momento). La presión de cientos de víctimas y familiares desengañados y sin nada que perder, así como la flagrante evidencia que pone al desnudo los esfuerzos de décadas por parte de las autoridades religiosas para ocultar la epidemia -llegándose inclusive a la destrucción de archivos sobre los culpables, como lo reconoció el cardenal alemán Reinhard Marx durante la cumbre-, han hecho que al unísono los ciento noventa religiosos participantes, entre obispos, cardenales, patriarcas, presidentes y secretarios de congregaciones, entonen una declaración de mea culpa colectiva, sin serios intentos de justificación, salvo en alguna que otra desafortunada declaración.
Producto de esta cumbre han sido veintiún medidas generales -no un documento escrito, a diferencia de otras asambleas-, a la fecha de aplicación desigual en todo el orbe, y que van desde la elaboración de protocolos universales, implementación de procesos de incorporación al sacerdocio más estrictos, programas de atención a las víctimas, elevación de la edad mínima del matrimonio, colaboración con la justicia secular, mayor participación de los laicos en la prevención y atención de estos delitos, entre otros. Y por encima de todo, la extrema urgencia de trasladarlas del papel a la práctica inmediata, para paliar el daño ya hecho a la imagen de una institución escrutada por el ojo público con una fiereza sin precedentes.
Y es que el tema ha despertado una justa indignación en la opinión pública, local y mundial, materializando en redes y en medios de comunicación un acre debate cargado de invectivas, insultos y descalificaciones, desde todos los bandos posibles; muy a tono lamentablemente con el espíritu de nuestros tiempos, decidido a llevar toda discusión a su nivel más rastrero posible. No haremos eco ni seguidilla de ellos, ni caeremos tampoco en injurias fáciles para cualquiera que intente tomar partido. Creyentes y no creyentes extraerán de este doloroso hecho sus conclusiones, ya sean espirituales o seculares, teológicas o no. Lo que interesa, lo que verdaderamente urge, es examinar este fenómeno e impedir por todos los medios que vuelva a repetirse, tanto en la fechoría de los perpetradores como en la omisión de sus autoridades. Es lo mínimo, cuando se pretende hablar en nombre de una autoridad divina e incontestable.
Las iglesias como reflejo de nuestra especie.
Por lo pronto, algunas consideraciones previas. Más allá de guardianas del orden celestial o entidades oscuras cómplices de las lacras terrenales, según la óptica de quien se refiera a ellas, lo cierto es que la absoluta totalidad de nuestras instituciones religiosas, -y la Iglesia Católica no es la excepción-, a lo largo de la Historia no han sido sino una extensión, un reflejo de las virtudes y bajezas de nuestra propia especie, de nuestros altruismos y de nuestros egoísmos. En los agitados tiempos de la modernidad, en todo el rango de experiencias políticas, económicas y sociales, aunque con una secular resistencia a afrontar el cambio de buenas a primeras, las instituciones religiosas han estado representadas en más de un bando a la vez. De una oscura secta disidente del judaísmo, a ojos de las autoridades romanas, el cristianismo fue ganando fuerza entre las clases más desposeídas y desesperanzadas, gracias a su énfasis retórico en la solidaridad humana y a su esperanza en una redención futura, hasta que el Edicto de Tesalónica del año 380 lo convirtió en religión oficial de un Imperio en decadencia. A partir de allí, fue parte activa en las persecuciones a otros credos, en el silenciamiento de los disidentes internos, en las depuraciones militares, en los asesinatos reales y en las conspiraciones palaciales.
Los siglos venideros no harían sino demostrar esa ambigüedad, reflejo de la la ambigüedad de nuestra propia especie, reprimiendo ideas mediante la Inquisición y las hogueras, mientras en su seno se gestaban las discusiones que darían origen a la filosofía de la ciencia, los derechos humanos y la teoría política en siglos venideros; fomentando y bendiciendo guerras mientras defendía el amor al prójimo; justificando la esclavitud, mientras por otro lado la combatía, para al final, en estos caóticos tiempos modernos, codearse con las clases poderosas a la vez que enfatizaba una opción preferencial por los pobres, ser parte de las aristocracias locales y a la vez irse con los guerrilleros a las montañas, velar con celo por orfanatos, correcionales, hospitales, leprosarios, manicomios y escuelas -en una época en que los gobiernos seculares ni por asomo se ocupaban de ello-, dejando intactas las causas estructurales que generaban las iniquidades con las que lidiaba, morir a manos de regímenes tiránicos en defensa de sus fieles, así como hacer de maestros, enfermeros, dispensaristas, constructores, nutricionistas, peritos agrónomos y hasta ingenieros hídricos en muchas de las zonas más pauperizadas del planeta.
Los motivos de la cumbre.
Como producto humano, la institución religiosa es y será por antonomasia reflejo, partícipe y cómplice de nuestras leguleyadas y de nuestros aciertos, de nuestras buenas intenciones y de nuestros cálculos de poder. Mejor es que nos hagamos de una vez a la idea de ello. Nos permitirá afrontar con serenidad y objetividad el problema, sentando las responsabilidades del caso y reconociendo los esfuerzos honestos, allí donde los hayan. Dicho esto, volvamos al asunto de la cumbre y la crisis que la ha motivado. Se ha dicho, y con razón, que esta ha sido una reacción tardía y motivada por la insoslayable presión de la opinión pública y la ley secular, ya no dispuestos a dejarse intimidar por el poder religioso y el supuesto monopolio de la verdad. Pero no menos cierto es que el Concilio Vaticano II fue también una reacción posterior al hecho de una Iglesia ya divorciada de la modernidad en aspectos tan nimios como el de la lengua litúrgica. Y ello en nada demerita los efectos benéficos del mismo. A la hora de las grandes crisis, la velocidad no es virtud de nuestro colectivo.
En cuanto a los motivos de la cumbre, las acusaciones a la institución son graves, máximo cuando se pretende ser una autoridad moral con potestad de sacar cartas a justos y pecadores, especialmente en lo referente a la sexualidad y al poder. Y eso es un feo techo de cristal que nadie en el gremio pueda permitirse. Cabe entonces preguntarse: ¿es intrínseco el abuso a la sotana? ¿Es inevitable que la más piadosa santidad y el aparente desvelo por los demás invariablemente sean una falsedad y un camuflaje para intenciones inconfesables? ¿El abuso y la opresión son implícitos a una institución religiosa? ¿En dónde está la semilla interna del mal? ¿En el carácter forzoso del celibato que impone? ¿En qué ha permitido ingresar a homosexuales? ¿En qué ha abandonado la tradición y la disciplina de épocas pasadas? Veámoslas una a una.
– El carácter forzoso del celibato. Existe una candente polémica al respecto, a lo propio interno de la Iglesia, y no agotaremos el tema en estas líneas. Si bien, en palabras del obispo auxiliar de Hamburgo, Hans-Jochen Jaschke, «el celibato puede ser un estilo de vida que atraiga a personas psicosexualmente inmaduras y con graves dificultades de incorporar la sexualidad de modo normal en su vida», el flagelo del abuso y la pederastia también se da en familias tradicionales, en los formatos defendidos por la Iglesia y con cero intenciones de celibato en sus miembros. También se da en confesiones religiosas que no hacen del celibato condición forzosa de sus ministros, como el caso de la investigación sobre la red de abusos en la Southern Baptist Convention, la iglesia protestante más grande de Estados Unidos, con más de cuatrocientos pastores y colaboradores involucrados. No descartemos, entonces, el carácter forzoso del celibato, pero no lo hagamos tampoco el chivo expiatorio universal. Debemos continuar.
–Cuidar que no ingresen homosexuales al sacerdocio: Esto, aparte de ser una medida indignamente segregatoria (negarle la vocación a alguien por su orientación sexual), parte de la desafortunada, errada y recurrente equiparación de homosexualidad con pedofilia, dos cosas que pueden coincidir en algunos individuos pero que en modo alguno son sinónimas en su naturaleza. Cierto: una vida de celibato con escaso contacto con las mujeres, puede dar un escudo y un campo perfecto a muchos aspirantes en esta condición. Pero resulta y sucede que, como ya mencionamos líneas arriba, la pederastia se da también en ámbitos familiares, con una mayor representación heterosexual entre los perpetradores. Añádase a ello el escándalo adicional, tema de otro artículo, de las denuncias por agresiones sexuales y abusos a monjas y religiosas -crímenes de innegable factura hetero-, y tendremos en conclusión que el establecimiento de un apartheid por orientación sexual tampoco nos llevará a ningún lado, envileciendo más bien a la institución en el proceso.
–Retornar a la tradición. Muchas voces conservadoras han querido ver en la epidemia de abusos en la Iglesia la consecuencia de la modernización y de la liberalización de muchas de las tradiciones de la institución. Para estas, retornar a la tradición es la solución a todos los males. Perfecto, siempre y cuando definamos qué hemos de entender por tradición. Maravilloso reincentivar la vocación de servicio, solidaridad y compasión. Pero justo en la tradición, en el hacer las cosas a la vieja usanza, están muchas de las lacras que tienen a la Iglesia en el embrollo actual: secretismo, verticalidad absoluta del poder, invulnerabilidad a la rendición de cuentas, uso indiscriminado del poder.
¿Qué hacer?
Repasado lo anterior, queda volver a las preguntas originales. ¿es la institución religiosa implícitamente un síntoma de abuso y opresión, en especial hacia menores, mujeres y personas de orientación diversa? Sí, puede serlo perfectamente. Nada se lo impide. Pero no menos cierto, al final, es que tampoco nada le impide no serlo. El libre albedrío, el cual tanto se lo recuerda a sus fieles, también la alcanza como deber moral y como posibilidad ética. Para preguntarnos cómo debe combatir una institución, cualquiera que sea, la pederastia en su interior, debemos recordar lo que esta es en última instancia: una patología del poder, un placer del uso asimétrico del mismo, en un contexto de impunidad.
Toda institución altamente vertical, con una concepción absolutista del poder y la autoridad, reacia a la transformación interna, hermética en su esencia aunque brinde una fachada de apertura, sin cultura de rendición de cuentas a la sociedad al cual dice servir, es el campo de cultivo perfecto para que este tipo de patologías afloren. Cuenta para la Iglesia Católica y para cualquier institución, religiosa o secular, organización, partido político o fraternidad que haga propios estos rasgos, con el agravante de que las entidades religiosas en adición, presumen de tener la respuesta final en materia de salvación, lo cual hace el potencial daño doblemente doloroso.
¿Qué debe hacer desde el punto de vista terrenal, entonces, la Iglesia y cualquier otra confesión, para atajar estas lacras? Cómo bien lo han intuido algunos de sus miembros más lúcidos, atacar precisamente esos rasgos que mencionamos líneas arriba:
– Implementar los indispensables protocolos para el abordaje de los delitos sexuales: No basta con crearlos. Se trata de que sean claros, funcionales y de que armonicen tanto entre sí como con la jurisprudencia en la materia, contemplando la normativa emitida por los organismos internacionales al respecto. Ello reducirá enormemente el rango de discrecionalidad en la decisión de los obispos sobre cómo abordar cada situación de esta naturaleza, discrecionalidad que ha sido la fuente de innumerables injusticias y negligencias.
– Eliminar la opacidad en los juicios y procesos eclesiásticos: Los procesos contra religiosos perpetradores han solido ser, cuando no encubiertos, lentos, genéricos, difusos, sin consecuencias claras para las víctimas y para los superiores de los señalados, perdiéndose en la maraña burocrática, cuando no adredemente boicoteados, como denunció el cardenal Marx. Debe implementarse un sistema procesal que permita a lo interno trazar la dirección de cada denuncia, de cada caso y de cada sanción, con el conocimiento público de rigor. Pero no basta con que la Iglesia establezca sus propios procesos disciplinarios. Ello nos lleva al siguiente punto.
– Priorizar la colaboración con la justicia civil: Tengámoslo claro, una y otra vez. El abuso es un delito. Más allá de todo proceso disciplinario canónico, sin duda alguna bienvenido, la pederastia y las agresiones son delitos que deben responder penalmente, en procesos con las garantías de ley. No es potestad de la institución religiosa el asumir potestades civiles y convertirse en su propia policía, sin rendición de cuentas a la sociedad. Las iglesias no son un Estado dentro de otro Estado, no tienen estructuras paralelas independientes o superiores con respecto a las estructuras civiles o judiciales. Lo que todos estos escándalos nos demuestran es que la justicia eclesiástica y la civil han actuado de manera muy distinta, con códigos abismalmente diferentes. Eso es imperdonable. El abuso es un delito y el primer deber de la institución religiosa es denunciarlo al poder civil. No existe discrecionalidad posible en esto.
– Erradicar la cultura interna del encubrimiento como perdón: El perdón es encomiable, necesario y saludable. Pero la comisión de un delito va más allá de eso. Debe afrontarse la responsabilidad ante la esfera civil. En este sentido, las manipulaciones mediante la lástima, los arreglos internos a cambio de silencio, los simples encubrimientos, son prácticas que deben ser completamente erradicadas. Bastó la decisión de Benedicto XVI para que los delitos sexuales del sacerdote mexicano Marcial Maciel -fundador de la Legión de Cristo-, así como los encubrimientos a sacerdotes pederastas por parte del cardenal norteamericano Bernard Law, fueran objeto de medidas canónicas -un primer paso simbólico pero necesario-, así como disciplinarias y preventivas, rompiéndose así la cadena de encubrimientos que a la fecha habían sido la tónica. Toda idea elástica y atroz del perdón o la lástima, debe ser eliminada en el abordaje de estos casos.
– Involucrar más a los laicos: Varias confesiones protestantes han logrado una atención más eficaz de los problemas ligados al abuso al incluir funcionarios laicos, entre ellos madres y padres de familia, en cargos de supervisión y seguimiento. Los mandos en el catolicismo son casi absolutamente ejercidos por obispos o superiores religiosos y ello crea brechas que a la larga resultan perjudiciales. El involucramiento laico es fundamental, no solo en los procesos de selección y orientación, sino también en el abordaje profesional de estos casos. Ello también contribuye a una mayor atmósfera de transparencia y confiabilidad en lass relaciones con sus fieles y con la sociedad en su conjunto.
– Involucrar más a las mujeres: A pesar de las buenas intenciones y de los pasos sinceros en este sentido, sigue existiendo una fuerte disociación entre el discurso oficial de la Iglesia que dice hacer propia una visión de mujer en tanto madre y esposa (por demás roles tradicionales), y una práctica cotidiana en la cual la institución sigue estando reacia a darle a las mujeres una mayor participación en cargos de responsabilidad, tal y como lo plantean grupos de ex religiosas, víctimas y activistas, como Voces of Faith. Eso no implica ceder a un machismo con faldas, como se ha querido presentar, sino dar una representatividad más universal a aquellas personas a las cuales dice servir, y por ende facilitar los controles preventivos. En tanto esto no se revise, además de los menores, las mujeres que hagan profesión de fe estarán siempre en riesgo.
Visto lo anterior, nada en suma que atente contra el dogma fundamental que asume la Iglesia. Es tiempo de darnos cuenta, con total sinceridad, adónde deben aplicarse los cambios y los correctivos, antes de que el mal siga multiplicándose. Como magistralmente lo resumió el arzobispo de Bombay Oswald Gracias, durante su exposición en la cumbre, los abusos por parte de cualquier miembro de la Iglesia son ante todo comportamientos criminales y públicos. Y como tales, debe ser juzgados.
Nunca mejor dicho. Aplica para cualquier confesión religiosa. Queda ahora insertarlo en el ADN de todos, creyentes y no creyentes. Por el bien común.