Una balacera a la hora de la entrada en un centro educativo, lleno de niños y familias, ha encendido las voces de alarma y también de indignación. Y no es para menos. Es justo asustarse. Asusta que una de las víctimas, el ciudadano canadiense de origen libanés Elías Akl, estuviera en fuga en Canadá desde 2009, junto a su hermano Ziad, por una violenta riña en un bar de Quebec y que pese a ello hubiera podido asentarse muy a sus anchas en este país. Asusta que, a pesar de tener bajo la manga un pasaporte falso de origen israelí, se diera el lujo de entrar con su verdadera identidad al territorio nacional en 2011, identidad sobre la cual pesaba el incidente en el bar quebequense. Asusta que en su ostentosa estadía en el país acumulase 18 denuncias por extorsión, al prestar dinero sin fiador ni registro escrito a personas en apuro financiero, de manera expedita, a altas tasas de interés y con métodos violentos y poco amables para los rezagados en sus pagos, matones y armas prohibidas de por medio. Asusta que en 2013 le fuera abierta una causa por tenencia ilegal de arma permitida pero al aceptar el delito y presentar su plan de reparación, la causa no prosperase por así permitirlo la normativa del caso.
Asusta también que su hermano Ziad, su socio entrañable en este peculiar negocio, ingresara al país en 2015, con un antecedente de detención en los Estados Unidos en 2014, para instalarse cómodamente, acumular causas pendientes por extorsión, violación de domicilio y tentativa de homicidio, coronando a la muerte de su hermano su estatus migratorio con la condición de irregular. Asusta que este hermano también estuviera meses atrás en un jaleo en un bar, armas de por medio, algunas de hechura y portación prohibida según la legislación de este país. Asusta que poco a poco ambos fueran acumulando denuncias de vecinos por su extravagante estilo de vida, sus guardaespaldas fuertemente armados (uno de ellos, muerto en la balacera, con una causa penal abierta por portar un arma prohibida) y por su carácter áspero y violento.
Pero lo que realmente asusta es el grado de violencia premeditada y planificada al cual sus enemigos demostraron estar dispuestos a llegar, con tal de quitarse del camino al incómodo extorsionista. Lo que verdaderamente asusta es el espíritu de frialdad con el que escogieron el momento óptimo para acabar con la vida de su objetivo: la entrada a clases de su hija, que por extensión era la entrada a clases de muchos otros niños, acompañados por sus familias. Dos hombres que en apariencia se ejercitaban esperaron a que llegara el carro conducido por la víctima, en el cual llevaba a su pequeña. Una vez frente al establecimiento uno de ellos abrió fuego contra el vehículo, a sabiendas de que la niña estaba allí. Por evadir el ataque, el automóvil ingresó al parqueo y colisionó contra la estructura, prendiendo en llamas. Un pequeño estudiante del centro que por allí pasaba recibió uno de los disparos del atacante en la espalda y fue impactado por el vehículo de la víctima, ya sin control. Un segundo vehículo que lo escoltaba recibió tambien impactos de bala y huyó con uno de los ocupantes malherido para pedir ayuda en un puesto policial, donde el herido falleció. Supuesto guardaespalda del objetivo principal, tenía record por agresión, robo agravado y atentado contra la propiedad. En el vehículo en llamas, incrustado en la pared del centro educativo quedó la pequeña de seis años, que afortunadamente sobrevivió, y el cuerpo de su padre, muerto a balazos. En la escena quedaron 28 indicios balísticos, repartidos entre víctimas, paredes y vehículos, incluidos los de profesores, familiares de los estudiantes e inclusive un pasante circunstancial. Un niño con herida de bala y multiples lesiones. Tres niños con lesiones leves por la caída de vidrios rotos. Fuera de conteo las lesiones emocionales y psicológicas en los sobrevivientes y los testigos, que habrá que abordar a la mayor brevedad.
Como bien lo dicen los expertos, se trata de una situación perversa. Y cierto, en principio el ataque no estaba pensado contra el centro educativo. Pero al fin y al cabo lo fue. Fue obra de profesionales, cuyo mayor o menor grado de pericia las autoridades deberán precisar. El ataque fue planeado, fue estudiado y medido cuidadosamente, con el objetivo último y siempre presente de lograr la muerte de las víctimas. Por ello, y como las cámaras de seguridad lo demuestran, uno de los pistoleros no se detiene y sigue abriendo fuego hacia el parqueo, donde de previo sabe que hay otros inocentes, incluido el niño que recibiría uno de los disparos. El escenario y el momento fue escogido con toda frialdad, el cálculo del daño colateral siempre estuvo presente y se asumió el riesgo que el mismo implicaba, en términos de víctimas inocentes, niños y sus padres, niños y sus familias. Fue parte de la precisión. Fue parte del costo asumido.
Y eso es lo que realmente aterra, lo verdaderamente espantoso del asunto. Para lograr su objetivo, no dudaron en mancillar uno de los momentos más sensibles que las familias tienen en su rutina diaria, el acompañar a sus pequeños cada día a su centro educativo para entregarlos a otra familia más grande, por unas cuantas horas. Un ritual que esperamos siempre sea de promisión y buen augurio, un acto de confianza en el que nos desligamos por un rato de lo más valioso que poseemos. Un pequeño santuario de paz antes de iniciar el agobio del día, en el que somos vulnerables y en el cual queremos pensar que nadie se va a atrever a mancillarnos. Por lo visto los ajusticiadores del excéntrico prestamista así lo consideraron también. Y no dudaron en actuar en consecuencia, a sabiendas de que habrían niños y familias de por medio.
Sumemos esto a la escalada de heridas y muertes de menores que se han venido dando, víctimas circunstanciales de disparos por ajustes de cuentas, ajustes que se ejecutaron con toda frialdad contra casas, jardines o vías públicas, a sabiendas de que los chicos estaban allí. Recordemos el año pasado la balacera un domingo en la tarde en una playa del Caribe, en la que pistoleros abrieron fuego indiscriminadamente en una playa llena de gente, contra objetivos que no alcanzaron, pero matando en el proceso a dos mujeres adultas y a una adolescente e hiriendo a varios niños, todos ellos ajenos a la guerra de bandas que allí se dirimía. Sumemos una tras otra las noticias de niños muertos y fallecidos, en sus hogares, a manos de extraños, de parientes y de conocidos. Cierto, para nadie es un secreto que la violencia ya se empezó a tragar a nuestros pequeños. Lo que este hecho, a la entrada de este centro educativo, nos anuncia, es que tratándose de gatilleros, estos no dudarán ya en ir a buscar a las víctimas de manera ciega e indiscriminada, a la hora de llegar a la entrada de sus escuelas con sus niños. Y los niños, lo vimos ya, son parte razonable del costo para ellos. Algo ante lo cual no vale la pena detenerse.
El espíritu de Herodes
Suponemos, o nos consolamos suponiendo, que nadie en su sano juicio atentaría contra un niño. Después de todo, su vulnerabilidad física y emocional es evidente. Están indefensos en nuestras manos. La lógica nos dice que llevamos en la médula de nuestros huesos el protegerlos. Nuestro altruísmo genético nos impele a ello. Lo consideramos una de las marcas de fábrica de un ser humano normal. Lamentablemente, no siempre ha sido así. En su encanto, en su indefensión como infantes, está su vulnerabilidad, lo que los convierte en las víctimas idóneas, premeditadas o no, para todo tipo de fechorías.
El episodio que aquí nos ocupa no es más que una larga cadena de atentados, tan antiguos como la Humanidad misma. Los niños han sido las primeras víctimas en las guerras, las epidemias y las hambrunas. Suelen ser los primeros blancos de la insania colectiva cuando el descontento social se sale de control o el tejido colectivo comienza a rasgarse de manera traumática. Históricamente, hemos hecho de ellos carne de cañón para las guerras y botín de chantaje para padres y madres del bando contrario, cuando no simple y llana mercancía para intercambiar. Tratantes de esclavos, represores, genocidas, verdugos, mafiosos y conquistadores los han tenido siempre de primero en sus miras y hasta la Edad Media, no eran vistos más que como extensión de las propiedades personales, como adultos en pequeño a los que no cabía consideración especial alguna, por su condición de tales.
El hecho es que, como especie y colectivo, nos hemos vuelto padres escrupulosos hasta en siglos muy recientes. El espíritu de Herodes, el infame arquetipo del infanticida por excelencia, nos ha acompañado más tiempo del que nos gustaría reconocer. Nos consolamos pensando también que mientras más tierno y recién nacido sea el niño, más se esmeraría su entorno por cuidarlo de los peligros al acecho. Históricamente, nada más errado. Mientras más pequeños y dependientes, mientras menos valor económico o en términos de trabajo agregasen, mientras menos tiempo haya habido para establecer vínculos emocionales, mayor la probabilidad de que el grupo humano al que pertenecía prescindiese de él en condiciones ambientales o sociales extremas. Lamentablemente, el infanticidio es tan antiguo como la especie y prácticamente no existe cultura, no importa su mayor o menor grado de sofisticación, que no lo haya practicado a lo largo de la historia, yendo desde el simple abandono a los elementos hasta la ejecución pura y simple, pasando por los sacrificios de corte religioso, de los cuales los fenicios fueron los que más han atizado las hogueras de la imaginación popular. Griegos y romanos abominaron de los sacrificios humanos, niños incluidos, pero consideraron el infanticidio como un aceptable método de control demográfico, siendo el abandono a los elementos el único tipificado como no homicidio por sus complejas leyes. Los egipcios del Imperio Antiguo fueron el primer pueblo histórico en establecer la prohibición de dar muerte en todas sus formas a los niños, prohibición que el judaísmo haría propia desde temprano y codificaría en tiempos del Primer Templo, para después heredarla al cristianismo y a la cultura del Corán. Y no sería sino gracias a un proceso muy pero muy gradual, desde los tempranos orfanatos a nombre de la Iglesia en la Edad Media, la expansión del espíritu de la Ilustración, la aceptación cultural de la educación sexual y de las tecnologías contraceptivas, el desarrollo de sistemas de apoyo y seguridad social y el mejoramiento del nivel de vida, que en Occidente y culturas aledañas el infanticidio iría progresivamente reduciéndose a sus formas más patológicas e individualizadas. Y eso nos lleva de nuevo a las expresiones enfermas, de las cuales el ataque a la entrada del centro educativo, es una variante adicional. Los gatilleros, nuevamente, son la adquisión de las hordas de Herodes.
Migajas de pan
¿Qué debemos hacer ante esto? Aprender, aprender la lección que se suponía debía estar ya aprendida y actuar en consecuencia. Los hermanos Akl habían dejado aquí y en el exterior abundantes migajas de pan esparcidas por todo lado, delatando con claridad cuáles eran sus prioridades en su vida, los tipos de negocios a los que se querían dedicar, la forma en que resolvían los conflictos y manejaban el poder que tanto los obsesionaba. Habían roto con abundancia leyes y normativas, pero cada una en su espacio, por omisión o por liviandad de la norma, tenía el interdicto que les permitió el aire para respirar y salir airosos una vez más. Ya varios habían advertido de la peligrosidad de estos sujetos, pero nadie decidió que era tiempo de ponerle el cascabel al gato. Nadie atinó a unir los cabos y todos se tranquilizaron con cumplir su parte de la vigilancia, de acuerdo a lo que la ley les indicaba. Nadie vio o quiso ver que estaban ante un par de hombres que no sentían gran aprecio por las normas más elementales del contrato social. Desde su huída de su país adoptivo hasta su ingreso a Costa Rica y el crecimiento de su negocio al margen de la ley, todo fue una cadena de omisiones y transgresiones. Y lo peor es que este tipo de sujetos atraen a otros igual o peor que ellos, ya sea por alianza o por declaratoria de guerra. Atrajeron, como el imán al hierro, a los enemigos y a los gatilleros que abrieron fuego a las puertas de la escuela ese lunes en la mañana. El saldo a lamentar pudo haber sido mucho mayor, y no debe quedarnos ninguna duda de que los niños hubieran estado en el cómputo a ser llorado. Alguien, por Dios, tiene que poner a coordinar a los que se encargan de nuestra seguridad, y sellar las fracturas entre ellos. La próxima vez, tendremos muchas más víctimas que lamentar.
Elías Akl tenía por lo visto muy claras sus prioridades en la vida y presumía de ellas. Lo demostró en una de sus fotografías personales, divulgada por la prensa tras su muerte; sentado en posición de amenaza y poder, rodeado de la más costosa y excéntrica parafernalia, frente al retrato del violento, feroz y primitivo Tony Montana, el mafioso protagonista del filme Caracortada. Tenía claro el tipo de vida que había escogido y los enemigos que podía hacerse en el mismo. Y se los hizo. Fueran ya amenazados, extorsionados o chantajeados, alguien o algunos de estos decidieron que era suficiente y recurrieron a los medios extremos. Y no dudaron en hacerlo frente a los demás, a la hora de la entrada en una escuela, con múltiples niños expuestos cuyas vidas pudieron ser segadas, sin el más mínimo remordimiento. Esa es la verdadera voz de alarma. Herodes está a las puertas. Y viene armado hasta los dientes.