
El relato es de sobra conocido, en la versión que nos ha legado Hans Christian Andersen. Su presencia se encuentra en muchas tradiciones orales a lo largo de la Historia (prueba de que nos retrata una condición humana poco menos que universal). En El traje nuevo del Emperador, dos pícaros inescrupulosos convencen a un vanidoso rey de que pueden confeccionarle un hermoso traje con una tela especial, que no puede ser vista ni por tontos ni por incompetentes. De más está el decir que los estafadores se embolsan el real pago sin mover ni una aguja y llegada la fecha de la entrega, se dedican con perfecta mímica a mostrar las bondades de la inexistente vestimenta. Ni los enviados del rey ni el mismísimo monarca logran ver nada, lógicamente, pero presos de la angustia y antes de confiar en lo que ven y delatarse como ineptos, prefieren simular que realmente contemplan el traje, deshaciéndose en alabanzas hacia él.
Lo demás ocurre por inercia. Aunciada con bombos y plantillos la presentación del mágico traje en un desfile real, todo el pueblo asiste en punto para cerciorarse de la inteligencia propia y deleitarse en la maligna idea de ver cuántos de sus conciudadanos quedarán en evidencia como tontos de capirote. Obviamente, nadie logra ver nada, salvo la total desnudez del rey, pero la vanidad y las realidades oficiales -aunque artificiales-, todo lo pueden. Pronto, surgen en medio de la masa exclamaciones entusiastas, alabando la exquisita textura y los bordados de la vestimenta real, haciendo que el monarca se pavonee aun más, con su orgullo al tope. El espontáneo sainete va funcionando a las mil maravillas hasta que una humilde niña en brazos de su madre, con la inocente certeza de su edad, se atreve a gritar lo que nadie se anima a dar por cierto: —¡Pero si va desnudo! El comentario cae como una ducha de agua fría en la concurrencia, rey incluido: al fin, o alguien también ve lo que vemos, o hay alguien igual de tonto que nosotros. Pero la niña repite su reclamo una y otra vez y pronto el murmullo corre como el fuego, hasta convertirse en vocerío. El mismo rey termina por convencerse de su propia desnudez aunque, altivo, prefiere terminar su desfile.
¿Moraleja?
¿Moraleja? Muchas. Por lo pronto, una de las fundamentales. Lo dispuestos que podemos llegar a estar, como mayoría, en aceptar una imagen o creencia colectiva, aún cuando individualmente esa imagen la sepamos inexistente, nos genere desconfianza, la desaprobemos o incluso nos cause un daño flagrante. ¿Y a qué viene todo esto? A que muy probablemente sea hora ya de aplicarla a nuestro propio patio, en aras de la reflexión y la madurez política.
Un Premio Nobel de la Paz, una posición destacada en la memoria política del planeta por su innegable mérito en el cese de los conflictos bélicos en América Central y una envidiable red de contactos a lo largo de todo el orbe, sin contar su poderosa posición económica, su amplia visión global y su incontestable influencia política, hicieron de Oscar Arias el hombre indispensable y providencial en Costa Rica, para un amplio sector de la opinión pública. El único político -para muchos-, capaz de mantener al país funcionando y hacer que las cosas simplemente se hiciesen. Nuestro Premio Nobel ha sido y fue siempre el primer convencido de ello. En el centro de una enorme estructura de poder, con una concepción sumamente personalista sobre el hacer político, con una elevada opinión de sí mismo que lo llevaba a citarse en sus propios artículos, su influencia se extendió más allá de su primer mandato para convertirse en el oráculo indispensable, al cual se recurría para pedirle consejo u opinión sobre los malos o buenos tiempos que corrían.
Esa influencia y su enorme red de recursos hizo que sus colaboradores fueran bien recibidos en los distintos poderes y entidades públicas, como la Asamblea Legislativa, el Poder Judicial e instituciones autónomas, para cerciorarse de que todo se fuera realizando conforme a la visión del caudillo y sin objeciones inoportunas. Así pudo saltarse la prohibición constitucional a la reelección con una elástica interpretación de la Sala Constitucional, evitar debates con los contendientes en la campaña del 2006 y lograr pasar, memorándums de por medio en un ajustado pleibiscito, el Tratado de Libre Comercio. De factura caudillista fue su proyecto de llevar a su Vicepresidenta a la Casa Presidencial, proyecto que al final no resultó como lo esperaba, así como tampoco resultó el apoyo a la candidatura interna de su hermano, echando mano inclusive a los recuerdos de los procesos regionales de paz, a fines de los ochentas.
Grietas en el pavimento.
Las fracturas poco a poco se comenzaron a gestar, aunque de manera poco evidente para muchos: el estrecho margen por el cual ganó la contienda electoral del 2006, impensable para un candidato de las credenciales de él; la fuerte movilización contra el proyecto en Crucitas, que nunca estuvo entre sus cálculos y que demostró por primera vez que la visión del gran caudillo no era compartida por un sector apreciable de la población; la imposibilidad de continuar su proyecto político personalista a través de candidatos de su confianza, hermano incluido; el mediático derrumbe de la credibilidad en el Poder Judicial, que arrastró consigo parte sustantiva de los apoyos con los que allí contaba, por citar algunas. Sin embargo, nada de eso caló en una significativa aunque menguante porción del electorado, que seguía considerándolo el hombre indispensable y necesario para salvar a Costa Rica, fueran cuales fueran los métodos y los recursos. Aún entre sus adversarios, muchos daban por descontado que solo él contaba con el poder y la influencia para llevar al país de nuevo adelante. Prueba de ello fueron las solicitudes que decía recibir y de hecho recibía, para postularse por una tercera elección.
Hasta que llegaron las denuncias penales por presuntos abusos sexuales, respaldadas en el ímpetu moral que el movimiento MeToo ha dado a las mujeres en todo mundo y que ha puesto muy en la mira especialmente a los hombres que detentan el poder. Y tras ellas, como hongos después de la lluvia, testimonios en las redes de mujeres sobre sus propias experiencias vividas con el ex mandatario, sobre las desagradables experiencias que escucharon de otras, las leyendas que circulaban entre susurros. De golpe y porrazo, historias sigilosas comenzaron a materializarse de forma palpable y visible, apenas alguien clamó a viva voz que lo que se veía era muy distinto a lo real.
Serán los Tribunales quienes decidan, con todas las garantías del proceso, si es cierto o no que el rey está desnudo. No ahondaremos más en este proceso que ha convulsionado a nuestro país en las últimas semanas y que ahora es comentado abierta y libremente, sin mayores temores, sin los susurros de hace cinco, diez, veinte, treinta años. Tenemos la obligación moral de apoyar a las denunciantes en el doloroso proceso que están iniciando, así como a aquellas que se atreven a comentar libremente sus propias, angustiosas y pasadas experiencias. Tenemos la doble obligación de darles la credibilidad para que hablen y señalen allí donde la desnudez del sistema y de los hombres se vuelve contra ellas. Al ex mandatario le asisten todas las garantías legales en un juicio justo, sin cálculos políticos, sin juzgados acomodaticios, sin apoyos legales más allá de los que prescribe la ley. Todo un mundo de confianza en nuestro sistema jurídico comienza a jugarse la vida en este proceso. Importa también que reflexionemos profundamente la forma en que hemos podido, por acción u omisión, contribuir a crear un sistema político, un mundo, en que las denuncias fueron la única forma para muchas de forzarnos a ver cosas que oficialmente vestimos con un traje, muy probablemente también inexistente.
¿Está desnudo el rey?
Dicho todo esto, es indispensable hacernos la pregunta temida: ¿está desnudo el rey? ¡Claro que sí! Absolutamente. Y el rey en este caso no es un autócrata vanidoso con un sentido vertical y egocéntrico de hacer política, cuya influencia se va erosionando. No es tampoco aquel aprendiz de mandamás o caudillo venido a menos que en la sombra se frota las manos satisfecho, esperando con ansias al relevo del macho alfa. Para los efectos de nuestra pequeña primavera local, el rey en cueros no es un personaje en específico. Es más bien toda una forma de entender cómo es la política y cómo nos relacionamos -como ciudadanos-, con aquellos que ejercen el poder en nuestro nombre. De cómo les pedimos, a través de nuestra acción o nuestra inacción como sociedad, que lo ejerzan. El auténtico poder político se construye, no en las alturas donde vuelan las águilas (para emplear la altiva e ingrata metáfora de nuestro dos veces presidente), sino en las más básicas normas de interacción humana, día con día. Si no tememos traspasar los más elementales límites que prescriben no violentar la intimidad ajena y nos negamos a aceptar que hay múltiples «no» que deben darse por sentados aún antes de ser dichos, muchos menos escrúpulos tendremos para desvalijar una norma jurídica que nos incomoda por los límites que nos impone, para influir en nombramientos que no nos corresponden, para respetar las instituciones aunque nos parezcan chatas y provincianas, para intercambiar los intereses propios por los nacionales y considerar desdeñosamente a la legalidad como un cuerpo elástico sin forma, que se estira, se encoge y se amolda, según las circunstancias e intereses del momento.
Como sociedad civil, este doloroso y delicado momento que vivimos, con especial consideración a las que han alzado la voz, debe hacernos extraer valiosas lecciones:
1) Por más eficaz que sea, por más respetabilidad que acopie y cuyas migajas nos comparta, todo logro de un caudillo que en el proceso transgreda no solo la legalidad, sino también la intimidad del respeto ajeno, no hace sino destruir de a poco la sociedad que dice servir. La legalidad se cuida al detalle, máximo en un momento como este en que todas las partes acuden a ella en busca de justicia. Derivado de esto:
2) No existen líderes infaltables sin los cuales podamos vivir o prosperar. Todo líder es por su naturaleza circunstancial. Toda obra que no puede sobrevivir a su creador, es un espejismo. Los políticos son necesarios e inevitables pero el actor verdadero e indispensable debe ser siempre la ciudadanía, que en su participación y su militancia monitorea las instituciones que dicen servirle y castiga a aquellos servidores públicos que actúan fuera de las reglas. En el momento en que llegamos a creer que un país no puede funcionar sin alguien específico al mando, estaremos también dispuestos a qué hagan de él lo que les venga en capricho, llegado el momento y las circunstancias.
3) Buscar etiquetas alternativas para conductas que intuimos injustificables, tanto en la vida pública como en la privada, no son sino meras excusas para negar que el rey va desnudo. El abuso, el acoso, el nepotismo y la corrupción son lo que son y sus consecuencias inevitablemente serán lo que serán, aunque las disfracemos de otro modo. Tarde o temprano, alguien termina por gritar lo que no quremos oír, lo que no queremos ver.
4) Las mujeres no son moneda de cambio ni predio para el deleite en ningún fangoso camino al poder, como tampoco lo son en la brega cotidiana. No son parte de ningún botín, ni tienen por qué sentirse halagadas por las indeseables atenciones de los poderosos, por más luminosos, brillantes e indispensables que estos sean.
5) No existen tal cosa como los accidentes de ruta. No se trata de deslices ocasionales, pequeños devaneos para bajar la enorme presión de una vida consagrada al bienestar de la mayoría, o situaciones producto de incontrolables naturalezas dotadas de un ADN galanesco o donjuanesco. Tampoco son pecatta minuta en comparación con una vida de logros, títulos, éxitos, fama, inteligencia, grados honoríficos o poder. Todo lo contrario: noblesse oblige. Si, como bien nos alertaba Lord Acton, a más grande el poder, más grande el riesgo de corromperse y perder la perspectiva de las cosas, todo gran poder, toda gran autoridad, demandan el máximo de respeto, prudencia y conciencia de los propios límites.
Esas son algunas de las tareas que nos quedan pendientes. Las primeras de muchas por venir. ¿Cuál es nuestra obligación última para con ellas? Restregarnos los ojos, abrirlos y darnos cuenta de que el monarca va sin ropa, pues al fin y al cabo todos somos el tipo que porta la corona. Efectivamente, el rey está desnudo. Y cada vez parecieran ser menos los dispuestos a cubrirle la desnudez. Enhorabuena.
Gracias por su atinado comentario. Los que admiramos a Arias estamos dolidos, consternados. Con la mente patas pa arriba. Pero desde luego apoyando a la mujer. Creo que a partir de este suceso la mujer saldrá fortalecida y el hombre pensará más lo que quiere hacer. Buen día
Muchas gracias por su valiosa retroalimentación. Creo que la lección final que todos debemos aprender de esto es lo que podemos permitirle tanto a nosotros mismos como a los demás, en función del poder. Conscientes de eso, evitaremos muchas de estas situaciones dolorosas, para todas las partes en el futuro. Saludos cordiales y buen día también.