La lista de buenos propósitos de la Humanidad para el nuevo año no podía empezar de peor manera. En adición a las más de seis millones y medio de hectáreas australianas achicharrándose incendio tras incendio, en gran medida por el efecto del calentamiento global en el continente más árido y caluroso de la familia, la eterna propensión de nuestra especie por la camorra inició el marcador del 2020 con el asesinato de un sombrío y eficiente general iraní por orden del vaquero de la Casa Blanca, con la consiguiente amenaza de retaliación persa, que ya inició su descarga de misiles sobre bases norteamericanas. La desesperante permanencia de conflictos armados, década tras década, y las innegables señales del agotamiento planetario por efecto de nuestras actividades industriales y económicas, hacen que las cabezas más lúcidas comiencen a preguntarse si efectivamente, no ha llegado el momento en que nos hemos convertido en una auténtica plaga para este planeta indefenso. ¿Es esto realmente así?
Fuera de control
Para el legendario divulgador científico y naturalista británico Sir David Attenborough, la respuesta es un contundente sí: la Humanidad, en virtud de su crecimiento demográfico, se ha convertido literalmente en una plaga para el planeta y dicho crecimiento debe ser contenido antes de que dañe irreversiblemente el delicado ecosistema de la Tierra (https://www.strata.org/stratasphere/s-environment/humanity-a-plague-on-this-earth). Y con esta respuesta, quizás el ilustre científico no ha hecho sino dar voz a muchos que piensan como él, y que han venido pensando como él desde la segunda mitad del siglo XX.
Un progreso engañoso
Pero tal pesimismo no fue siempre la tónica. Durante la Ilustración, la fe en la perfectibilidad de la especie humana, cumbre de todo lo bueno que la Naturaleza puede dar, era verdad incuestionable. Éramos la especie en crecimiento y expansión, llamada por designio supremo –natural o divino, vaya uno a saberlo-, a reinar sobre la Tierra y extraer de ella, en nuestro provecho, lo mejor que pudiera darnos. Pero nunca falta un aguafiestas y para 1798, en las primeras décadas de la Revolución Industrial, Thomas Malthus, un austero y pulcro clérigo anglicano, obsesionado con la demografía y la economía política, publicó su libro Ensayo sobre el principio de la población, en el cual observó que tal senda de progreso no era tal. Un incremento en la producción alimenticia estimularía el crecimiento poblacional, pero este a su vez consumiría el excedente agrícola, con lo cual nuevamente debería aumentarse la producción para satisfacer el aumento demográfico, sentándose las bases de un ciclo que terminaría por agotar los recursos disponibles hasta que, en un marco de sobrepoblación y escasez aparecerían cruelmente lo que consideraba eran los tres frenos demográficos naturales: hambrunas, guerras y enfermedades. Por ello, el control del crecimiento poblacional era de crucial supervivencia de la Humanidad.
Bastó que su libro viese la luz para unir a sus críticos, desde las más inverosímiles vertientes (marxistas, libertarios, eco capitalistas, feministas) y hasta la fecha. Bien es cierto y es justo reconocer que el carácter global de las predicciones maltusianas más sombrías no se cumplieron por aspectos que él difícilmente hubiera podido haber previsto, nacidos todos de la singular capacidad de nuestra especie para emplear las fuerzas productivas de la Naturaleza a nuestro favor. Entre ellos, la naciente Revolución Industrial y su capacidad para elevar la productividad mediante la conversión del calor en trabajo, tuvo su impacto en la agroindustria, favoreciendo crecimientos de la producción por encima del crecimiento poblacional, lo cual fue evidente en la Revolución Verde de la segunda mitad del siglo XX, propiciada por la alta mecanización e informatización de la agricultura. Asimismo, los avances médicos y la transición demográfica de los países en camino al desarrollo, que tendieron a estabilizar la curva poblacional mientras mantenían la productividad, ayudaron en mucho a evitar el carácter global del desastre malthusiano. Hasta allí, llevan razón los detractores. Pero no conviene bajar los brazos. El riesgo, como bien lo señalan los neomalthusianos, aún se mantiene. Lo único que hemos hecho con nuestro crecimiento bien podría ser el haber llevado el nivel de riesgo a escala global. ¿Y por qué razón? Por la misma razón por la que Malthus fracasó al apostar por una pronta catástrofe. No tomó en cuenta la misma fundamental característica de los homo sapiens: somos la única especie capaz de alterar las fuerzas de la Naturaleza significativamente.
La tiranía de nuestra especie
Desde que nuestros más tempranos antepasados comenzaron a descender de los árboles a finales del Mioceno, progresiva e inopinadamente comenzamos a moldear nuestro entorno de una manera que ninguna especie había logrado anteriormente. Mucho antes de que comenzáramos a deforestar para dedicar los terrenos a la agricultura y al pastoreo, ya lo hacíamos allí donde fuésemos, simple y sencillamente para sabanizar el entorno y hacerlo más parecido a nuestro hábitat natural. Los números hablan elocuente y acusadoramente de nuestro talento para tal fin: pérdida del más del 80 por ciento de todos los mamíferos salvajes y de más del 50 por ciento de las plantas en estado natural, así como la sospecha de que tuviésemos que ver en la desaparición de dos de nuestros primos homínidos, los neandertales y los homo floresiensis. Desde el fin de la Peste Negra en el siglo XIV, la Humanidad ha crecido progresivamente y de igual manera su capacidad de impacto sobre el planeta, con el costo ya indicado para las demás especies. Asimismo, y conforme las estructuras de producción fueron entrelazándose y las luchas por los recursos se tornaron más feroces, la guerra se volvió uno de los medios de interacción más empleados, logrando con la Revolución Industrial alcanzar las cotas de un arte verdaderamente terrorífico.
En defensa de Malthus
En este punto, vale la pena volver de nuevo a nuestro pobre y vilipendiado Malthus. ¿Fue excesivamente pesimista, misántropo y alarmista? En opinión de quien esto escribe, quizás a corto plazo. Pero en el largo término, el riesgo se mantiene. Cierto, los progresos científicos y tecnológicos que iniciaron con las primeras máquinas de vapor impactaron la productividad y la calidad de vida de las personas, de tal manera que el riesgo quedó inicialmente conjurado. Pero nuestro progreso ha tenido un lado oscuro. Si bien hemos logrado aumentar la productividad, los frutos de la misma no llegan a todos por igual, por un complejo entramado político, económico, ideológico cuando no simple y sencillamente mezquino. Más de 850 millones de humanos viven bajo el azote de las hambrunas o la desnutrición (http://www.fao.org/3/a-i7695e.pdf) y una sétima parte de la población mundial no tiene acceso a servicios de agua potable (https://www.tandfonline.com/doi/abs/10.1080/02508060008686794).
Los avances tecnológicos que permitieron hacer retroceder la inmediatez de la navaja maltusiana han tenido, no de otra forma podía ser, su impacto a largo plazo en nuestro planeta. Mucho del aumento en la productividad agrícola ha sido a base de fertilizantes y combustibles que han dejado su huella de carbono en nuestra atmósfera, sin hablar del uso indiscriminado de pesticidas que a su vez actúan de manera indiscriminada sobre el entorno. El calentamiento global por nuestras emisiones industriales y la contaminación derivada ha llevado a un progresivo calentamiento y acidificación de los océanos, así como al deshielo de los polos. Hemos alterado sensiblemente los procesos de polinización y los ciclos naturales del nitrógeno en nuestros biomas. La mayor parte de las prácticas agropecuarias, de pesca y de minería a nivel global siguen siendo poco sostenibles. Y ante todo, un nivel de vida excesiva e insosteniblemente consumista por parte de un sensible sector del mundo desarrollado, se traduce en una elevada producción de desechos, muchos de ellos -como los plásticos-, incapaces de ser reabsorbidos por los procesos naturales. Y en nuestra voracidad, la amenaza latente de las guerras, con sus grandes efectos globales, que se reducen, más allá de las consabidas proclamas y chácharas sobre seguridad, libertad, dignidad y martirio, a quien logra ser el primero en mantener la mano sobre la exclusiva llave de los combustibles fósiles, mismos sobre los que hemos construido todo ese nivel de civilización que llamamos confort.
Hechas las sumas y las restas, es factible entonces que la amenaza maltusiana se mantenga aún en pie. ¿Por qué? Porque a diferencia de hace más de dos siglos, cuando al buen Malthus se le ocurrió la idea de amargarnos la velada, siempre existía la posibilidad de buscar quitarle tierras al vecino o al desconocido, buscarse nuevos mercados forzados para los propios productos y los propios desechos y mantenerse a distancia de las consecuencias de los propios actos. Pero ello ya no es posible. ¿Por qué? Porque la globalización nos ha estrechado los confines a toda la especie humana. Y los alcances de nuestros actos comienzan por fin a rozar los límites planetarios, aquellos que, como bien lo ha señalado el Centro para el Estudio de la Sostenibilidad de la Universidad de Estocolmo (https://stockholmresilience.org/about-us.html), delimitan el espacio en el cual nuestra especie puede medrar y desarrollarse de manera segura, y cuyo quebranto dañaría de manera irreparable la habitabilidad de nuestro planeta. Dicho en otras palabras, la segunda ley de la termodinámica comienza a dejar de ser una opción truculenta para nosotros: incrementar el orden en nuestros sistemas particulares a costa de aumentar el desorden en los sistemas del prójimo. La sabana planetaria empieza a terminársenos. Y comenzamos a sufrir de claustrofobia. Y como la posibilidad de emigrar a algún desdichado exoplaneta todavía se mantiene lejana en el tiempo, la obligatoriedad de replantearnos nuestras relaciones tanto con nuestro planeta como entre nosotros mismos, sigue siendo el único camino para la supervivencia. Dicho lo anterior, es tiempo de volver a nuestra pregunta inicial: ¿es realmente nuestra especie una plaga para nuestro planeta?
¿Somos realmente una plaga?
La respuesta, a contravía de todo lo indicado líneas arriba, es que no, si bien está en nuestro capricho el comportarnos como una. La Humanidad no es una plaga y ello porque las plagas son ciegas en su capricho de expansión, ciegas a la simple tendencia evolutiva de propagarse sin más límite que la selección natural, que anula a sus agentes más agresivos para que no aniquilen antes de tiempo a los organismos en los que se ceban. Y ese no es el caso de nuestra especie. A pesar de toda la irracionalidad y toda la insania que por momentos pueda desplegar, no menos cierto es que también puede comportarse de manera razonable. Más aún, somos por mucho la única especie del planeta capaz no solo de cuidarse a sí misma sino de cuidar, de manera consciente y en equipo, por su entorno y por las demás especies. Y eso no es poca cosa. ¿Qué nos queda entonces por empezar a hacer?
En primer lugar, educarnos a nosotros mismos. Comprender de una vez por todas que en modo alguno somos el pináculo de la Creación y que en cualquier momento por obra nuestra o cosmológica la Tierra puede perfectamente continuar sin nosotros. Entender que el cuido planetario y el manejo de los conflictos pasar por permitir que esfuerzos conjuntos más allá de nuestros países metan la nariz en nuestros asuntos cuando nuestras prácticas ambientales o guerreristas quieran llevarle la entropía a nuestros vecinos. Aprender a cooperar antes que a competir de manera ciega e insensata. Entender que la dicotomía entre crecimiento económico y bienestar ambiental es un falso problema que los intereses políticos y económicos nos venden para sus propios fines. Una economía ecológica que conjugue ambas demandas es perfectamente posible y exigible por parte de nosotros los ciudadanos. Quitarse de una vez la perversa idea de que las guerras reactivan las economías y auscultar con cuidado dónde está la posible ganancia energética cuando nos quieran enrolar en una o simplemente vendernos su justificación.
La parte juiciosa de la Naturaleza
Cierto. La vida es y ha sido siempre una manifestación tenaz en la Tierra. Una y otra vez ha florecido a partir de las peores catástrofes. La vida, sí, pero no sus manifestaciones concretas; en otras palabras, las distintas especies, las cuales son sumamente frágiles. Es lo primero que debemos aprender como seres humanos: la enorme fragilidad de nuestra especie, guarecida en un diminuto planeta girando alrededor de una enana amarilla de temperamento apacible. Siempre existirán riesgos más allá de nuestras precauciones: un asteroide de más de 70 kilómetros de largo podría tener la mala idea de visitarnos e incinerar toda la vida en nuestro planeta; podría darse una colisión planetaria por veleidades gravitacionales de nuestros vecinos gaseosos más externos; la explosión de una supernova aún no detectada puede tener a medio camino de nuestro planeta una letal onda de emisión gama; una mutación natural imprevista de algún perdido virus puede iniciar una pandemia global o a un cinturón de supervolcanes dormidos puede darle por despertar para ver cómo ha cambiado el mundo en su ausencia.
Razón de más entonces para dejar de comportarnos como una plaga y empezar a vernos a nosotros mismos como la parte juiciosa de una naturaleza planetaria que tuvo a bien darnos a luz. El buen Malthus nos lo agradecerá.