Oímos mencionarlos y pensamos en una inmensa alcancía psicópata. Y no es para menos: el trauma con los impuestos viene de raíces antiguas. Tal parece que el martirio comenzó en algún lugar de Mesopotamia, hace más de seis mil años, entre los actuales Irán e Irak.
La era, rústica y relativamente igualitaria, de El Obeid fue quedando atrás y poco a poco el período cultural de Uruk, con sus primeras ciudades y sus templos organizados a gran escala, iba ganando escena (https://www.academia.edu/1515099/A_Tale_of_Two_Oikumenai_Variation_in_the_Expansionary_Dynamics_of_Ubaid_and_Uruk_Mesopotamia).
Emush, el evasor de cabras.
Ya no se trataba simplemente de que el bribón de Emush quisiese esquivar su cuota anual de cabras para el venerable consejo de la aldea, al igual que sus astrosos antepasados.
¡No! Ahora, sus obligaciones pendientes eran minuciosamente registradas en una tableta de arcilla, cuidadosamente grabada con símbolos y rubricada con los primeros esbozos de lo que, con el tiempo, llamaríamos firmas. Una copia para el infame y otra para el venerable consejo, justo como los dioses iban a mandar, a partir de entonces.
Los tiempos cambiaron definitivamente para el pobre evasor de cabras y su estirpe. Lo fashion, lo in, ahora era la entrega, más o menos voluntaria, de una porción de los granos, los animales y la mano de obra, por parte de los habitantes de ese nuevo invento llamado ciudades, por parte de los fieles de ese nuevo artificio que eran las nuevas religiones organizadas, en pago del extraordinario privilegio (según reyes y sumos sacerdotes,) de no ser ya simples cazadores y recolectores, expuestos a las bayas para hoy y al hambre para mañana, sin dios alguno que los protegiese por una módica suma.
Una relación de amor y odio.
Pago de impuestos. Relieve en caliza.
Siglo III EC. Museo de la Corona de Oro.
Metz, Francia.
Nuestras modernas civilizaciones, concebidas a partir de aquellos primeros modestos ensayos urbanos, (cuando los venerables del poblado llegaron a la conclusión de que ya estaban hartos de Emush), son completamente inconcebibles sin los impuestos.
Gobierno, dinero, cargas impositivas, escritura, contabilidad y religión organizada, todos conforman ese menjurje indivisible del cual descienden nuestras modernas aldeas globales. Son el primer tubo de ensayo en nuestra larga y milenaria relación de amor – odio con los dioses del panteón fiscal.
A partir de entonces, no hemos sino engorrado el proceso y afinado el cepo para los evasores. Con la Primera Dinastía del Viejo Imperio egipcio, aparecieron el trabajo forzoso gratuito (la curvée de los franceses) y la colecta universal del diez por ciento del producto (el célebre diezmo, que el piadoso y siempre metódico José elevaría posteriormente a un quinto).
La universalización del grano, como moneda para el pago de impuestos, llegó de manos del Imperio Hitita y los persas aqueménidas de Darío I el Grande, aplicaron por primera vez los impuestos progresivos, de acuerdo a la productividad de cada habitante y de cada provincia de su imperio.
Los romanos elaboraron los primeros sistemas tributarios complejos basados en censos poblacionales, crearon las primeras agencias especializadas como el Fiscus Iudaicus y, en las etapas finales del viejo Impero de Occidente, intentaron paliar la hipertrofia de una burocracia gigantesca e inoperante, dándole carácter hereditario a las deudas fiscales, aceptando lingotes de oro como único pago de las mismas y ejecutando a la primera a los infractores.
Ya en la Edad Media, veríamos la adaptación de la fiscalidad a las particularidades del mundo feudal, así como la aparición de impuestos en virtud de las confesiones religiosas modernas, como el diezmo y la oblata entre los cristianos, y el zakat y el jizya en el mundo islámico.
Tributación sin representación.
Barricada. Cuadro de Horace Vernet.
Junio de 1848.
Pero es con el advenimiento de la Edad Moderna, la entronización del dinero impreso, las bolsas de valores, el crédito, los títulos al portador, la revolución industrial y sus conflictos económicos y sociales derivados, que los impuestos adquieren ese sabor contemporáneo, que nuestras papilas aborrecen.
Como bien le gritaron los revolucionarios de las Trece Colonias norteamericanas al lejano rey Jorge III, en el Congreso Continental de 1765, tributación sin representación era simple tiranía.
A partir de entonces, los gobernantes poco a poco se fueron dando cuenta, la mayoría de las veces por las malas, que había un límite a los dineros que podían escamotearles a sus súbditos. Y estos aprendieron también que, si no les quedaba otra que pagar, podían exigir que se los devolviesen a su vez en forma de educación, sistemas de salud, vivienda digna, derecho al sufragio, igualdad ante la justicia y derechos laborales, en vez de cortes pomposas, manipulaciones teológicas, estúpidas guerras interminables y exoneraciones a capitalistas inescrupulosos y especuladores.
Es así como llegamos a la complejidad fiscal de nuestros tiempos modernos, iniciada milenios atrás cuando le entregaron, a la brava, una tableta en barro cocido a nuestro taimado pastor de cabras, recordándole sus obligaciones hacendarias para con los dioses.
Impuestos a la carta.
Así las cosas, tenemos, de acuerdo al heroico esfuerzo taxonómico de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) (http://www.oecd.org/ctp/administration/46668703.pdf), impuestos progresivos y regresivos, impuestos sobre la renta, sobre los ahorros, sobre las transferencias, sobre los salarios, a las propiedades, a las licencias, al patrimonio total, sobre las herencias, sobre los premios y galardones, al consumo general, al consumo selectivo, al valor agregado, a las ventas, sobre las captaciones, sobre los beneficios de las sociedades, a las ganancias sobre el capital, sobre las remesas y expatriaciones, sobre las importaciones y las exportaciones y, si se quiere también, tarifas, peajes, tasas y cuotas obrero patronales.
Mención especial merecen, no de otra forma podía ser también, aquellos producto del espíritu de una época o circunstancia sociopolítica, como los tristemente célebres impuestos revolucionarios y, en años más recientes, los impuestos ecológicos y medioambientales.
Impuestos y contrato social.
Oliver Wendell Holmes Jr.
(1841-1935)
Biblioteca del Congreso de los EEUU.
Y es que, aceptémoslo, los impuestos son una de las partes más incómodas del contrato social. Los amamos cuando recibimos esos servicios, en apariencia gratuitos, que los mismos hacen posible.
Pero detestamos que nos quiten una parte de nuestra renta, de nuestro salario, de nuestras ganancias, en nombre de la hacienda pública. Los deseamos siempre para el otro; el otro que debería pagar más o gastar menos, ya sea un emprendedor, un funcionario público o un empresario en grande.
Ese debate, que vivimos en carne propia, es la misma polémica de nuestras sociedades modernas, debate que nos acompañará hasta el final de los tiempos, a menos que queramos volver a cuando era más fácil evadir la cuota anual de cabras.
La mayoría de las doctrinas políticas, económicas y filosóficas modernas, coinciden en la necesidad de los impuestos, tanto para reducir la inequidad económica, como para dotar de contenido monetario a servicios tales como educación, salud, defensa, seguridad, administración de justicia e infraestructura, entre otros. En otras palabras, de acuerdo al famoso juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Oliver Wendell Holmes Jr, los impuestos son el precio de la civilización (https://www.timescolonist.com/opinion/columnists/trevor-hancock-taxes-are-the-price-we-pay-for-civilization-1.1955317).
En concordancia con lo anterior y, contrario a lo que muchos creerían, en su Riqueza de las naciones, Adam Smith, el padre del liberalismo clásico, señaló que cada impuesto que el individuo paga, es un emblema de libertad, no de esclavitud (https://digressionsnimpressions.typepad.com/digressionsimpressions/2015/05/adam-smith-vs-thomas-painebut-with-a-twist.html).
Adam Smith
(1723-1790)
Economista y filósofo escocés.
Asimismo, estableció las condiciones que, a su juicio, los impuestos debían cumplir para que fuesen benéficos y tolerables:
a) Que sean proporcionales conforme a los ingresos y a la capacidad de pago de los contribuyentes.
b) Que sean razonables y no arbitrarios.
c) Que sean pagables en períodos y medios convenientes para los contribuyentes.
d) Que sean baratos en cuanto a su recolección y administración (volveremos sobre esto más adelante).
Pero nuestra especie está bien lejos de consolarse con eso, y el agrio debate sobre por qué tenemos que entregarle una parte de nuestras cabras a perfectos extraños, todavía continúa.
Para la socialdemocracia, mayores cargas fiscales que permitan mejores servicios son lo ideal, mientras que los que ven al Estado con el ceño fruncido, prefieren tributar lo mínimo que permita el funcionamiento de aquellos servicios que, como la administración de justicia, no pueden ser provistos por la sociedad civil.
Para la óptica marxista, la propiedad pública del capital vuelve innecesarios los impuestos, si bien los regímenes de Europa Oriental encontraron en el racionamiento y los desmedidos aumentos de precios, un buen y despiadado sustituto a la explotación fiscal. En China, por su parte, los impuestos (tabú maoísta por excelencia), fueron ganando espacio conforme avanzó la migración a una economía de mercado, en el alambrado de una dictadura de partido único.
Y en los opuestos del continuo ideológico, anarcocapitalistas y libertarios de extrema derecha, han insistido y seguirán insistiendo vociferantes que todo impuesto es un robo descarado, debiendo sustituirse por contribuciones voluntarias e iniciativas privadas.
Respuestas en el pasado.
Ibn Khaldun
(1332-1406)
Académico árabe, padre de la economía moderna
Lo dicho: el debate sigue vivo y candente, a la fecha actual. Pero si hay algo que absolutamente todos hemos de tener bien claro, es que, para las civilizaciones que hemos construido, los impuestos son imprescindibles y no tenemos, a estas alturas de la historia, mejor alternativa.
Si hemos de continuar la aspiración de reducir las desigualdades sociales y dotar de recursos a aquellos procesos que consideramos a tal fin indispensables, los impuestos son una parte de la ecuación. Todo análisis serio y responsable debe, queramos o no, partir de esta premisa.
Aceptado esto en las tripas, podemos evitar desgastarnos en riñas inútiles al respecto y centrarnos en preguntas más provechosas. Una de ellas, la primera que se nos impone, es, precisamente, la magnitud que han de tener los mismos en nuestra vida moderna, dado que no podemos sacudírnoslos de encima.
En este punto, el mismo pasado nos puede dar pistas provechosas para construir la respuesta, a través de un diálogo social maduro.
Ya en el siglo XIV, el ulema tunecino Ibn Khaldun, en su célebre tratado Mugaddimah, señaló con agudeza que, al inicio de una dinastía, los impuestos generan grandes ingresos a partir de pequeñas contribuciones, mientras que, al final de la misma, los impuestos generan un pequeño ingreso, a partir de grandes contribuciones (https://faculty.georgetown.edu/imo3/ibn.htm).
¿Quién contribuye más?
Lo anterior hay que ingerirlo con lentitud. No son palabras vacías lanzadas al aire y conllevan una seria advertencia. No se trata solo de que una inadecuada política fiscal pueda castigar el ingreso, sea por extrema condescendencia o por inadecuada severidad.
Ejemplo de una curva de Laffer.
©Krzywa Laffera. 2007
Se trata también de que una abundante base de pequeños y medianos contribuyentes, bien tratados y protegidos, pueden llenar las arcas del Estado de mejor forma que un pequeño contingente de grandes pagadores, último remanente de las torpezas o la perversidad de un gobernante inepto o hambriento de gasto, cuando hubiese barrido a sus contribuyentes más pequeños.
Eso y no otra cosa tradujo en términos modernos el economista estadounidense Arthur Laffer al plantear, con base en el trabajo de Ibn Khaldun, su célebre curva de Laffer, una representación gráfica sobre el dilema que plantea la aplicación de distintos tipos de impuestos, en la efectiva recaudación de los mismos.
Dependiendo de la naturaleza de los impuestos y la modalidad de su recolección, podremos tener mayor o menor éxito en la tarea, así como afectar en mayor o menor medida al contribuyente. La sabiduría de cada sociedad y del gobierno que la preside, radicará en saber administrar esa curva (https://www.heritage.org/taxes/report/the-laffer-curve-past-present-and-future).
Ahora bien. Es tiempo de que llevemos este dilema todavía un paso más allá, por iniciativa propia.
Visto todo lo anterior, la pregunta fundamental que todo ciudadano responsable debe plantearse es la siguiente: ¿de qué manera puede una sociedad recaudar los impuestos que necesita para su existencia, sin afectar la productividad que la nutre y sin ponerse en riesgo estructural a sí misma?
Volvamos a la evasión de cabras.
Definitivamente, era más fácil con las cabras. Y lo cierto es que, seguimos estando muy lejos de lograr la respuesta óptima a esa pregunta. Pero algo de sabiduría hemos acumulado a punta de ensayo y error, desde que le empezamos a llevar la contabilidad a los pastores, en tabletas de arcilla cocida.
¿Qué nos enseña el camino a la fecha andado?
1) Humanizar nuestras sociedades.
Hace milenios, para bien o para mal, escogimos vivir en sociedades organizadas. Podemos luchar por humanizarlas, porque brinden lo mejor de sí a los individuos que las conforman. Y tal como las deseamos y comprendemos, son inconcebibles sin impuestos. Debemos asumir la responsabilidad por esa decisión histórica de nuestra especie. Por ello, toda discusión al respecto ha de ser madura, dentro del marco de la institucionalidad y sin populismos irresponsables e incendiarios.
2) Disposición a ceder, disposición a contribuir.
Toda discusión sobre la bondad o iniquidad de nuestro sistema económico debe partir de la disposición de absolutamente todas las partes (ciudadanos de a pie, políticos, empresarios, burócratas, académicos, comunicadores), a entender que, en tiempos de crisis, todos tienen que ceder en algo. Y que en tiempos de bonanza, todos deben igualmente contribuir con algo. Y que ello aplica especialmente para los que, en virtud del sistema político que han contribuido a crear, se llevan la parte del león, sea ya en materia de privilegios, exoneraciones, antigüedades, tarifas especiales y demás especies por el estilo.
3) Rendición de cuentas.
La sociedad civil puede y debe perfectamente exigir cuentas de dónde y cómo son aplicados los impuestos que paga, así como señalar los desagües por donde gobiernos irresponsables dejan que estos se desperdicien.
4) Generar confianza.
Como acertadamente señala el economista brasileño Marcello Estevão, es obligación primordial de los gobiernos generar confianza ante los contribuyentes y brindar pruebas contundentes del buen uso que se les da a los recursos, tanto en el firme control del gasto público como en la transparencia de su manejo (https://blogs.worldbank.org/es/voices/cuatro-maneras-en-que-las-economias-de-ingreso-bajo-pueden-aumentar-los-ingresos-fiscales).
Es inmoral pretender nuevos impuestos cuando no se ha puesto orden en nombramientos innecesarios que abultan la planilla estatal, cuando se sub ejecutan las partidas presupuestarias, cuando se permiten aumentos salariales escandalosos, cuando se dejan vencer plazos por intereses, cuando se acometen proyectos ruinosos para la economía sin sentarse responsabilidades, cuando se pretenden dejar tranquilos privilegios egoístas (o prácticas legítimas insostenibles económicamente) y cuando no se tiene la más mínima idea de cuantos carros útiles hay en los garajes del Parlamento.
5) Enfatizar impuestos progresivos.
Enfatizar los impuestos progresivos es la forma más directa de atacar la inequidad económica que todos solemos decir que nos indigna. Ello implica ir por las pensiones de lujo, los salarios más altos, el consumo de lujo, las actividades dignas de desalentar (como el fumado público y la polución ambiental), así como los beneficios fiscales brindados a empresas cuyo giro no se encuentra en riesgo presente.
Los impuestos regresivos son una fuente tentadora por la inmediatez de abundantes recursos frescos, pero implicará, como siempre ha sido en nuestras economías, lesionar de primera a los estratos sociales más vulnerables, perpetuando esos problemas económicos que nuestros gobiernos siempre dicen querer resolver.
6) La simpleza es virtud.
Volvamos a Adam Smith. Los impuestos deben ser baratos, tanto en su colecta como en su administración. Como bien lo han señalado Transparencia Internacional, la OCDE y el Banco Mundial, un sistema tributario burocrático, complicado y repleto de formularios, son el mejor incentivo para la corrupción y la evasión. En estos temas, la simpleza es virtud. Y afortunadamente, contamos con las herramientas tecnológicas para lograrlo. El primer paso de todo gobierno seriamente preocupado por sanear las finanzas públicas, es poner en orden a quienes tienen a cargo dicha tarea.
7) Establecer límites legales.
Velar por un límite constitucional al gasto público es el primer paso para inmunizar a la economía contra políticos irresponsables, así como también lo es el no permitir la aprobación de leyes que:
a) No indiquen claramente la fuente de su financiamiento, o bien,
b) pretendan cargar el mismo a presupuestos públicos ya abultados.
8) Soltar las amarras del emprendedurismo y la creatividad de los ciudadanos.
Ello pasa también por una positiva actitud, en nuestro sistema educativo y en nuestras administraciones públicas, que favorezca las iniciativas privadas. Así como una democracia estable se sostiene sobre una clase media educada y solvente, una economía nacional se sostiene sobre un entramado productivo de pequeños y medianos empresarios, como sagazmente lo notó Ibn Khaldun hace más de siete siglos. En ellos yace el capital más preciado y debne cuidarse con celo. Generalmente, pasamos por alto que la inversión social se financia con producción. Y que por ello, a la producción hay que estimularla. Ciudadanos que posean sus propias fuentes de ingreso son aliados del Estado, una carga menos y una boca menos que atender a costa de subsidios públicos. Más aún, se convierten en valiosos aliados para la generación de empleos. ¿Qué mejor estímulo a la producción que ese?
9) Eludir la manía de regular por regular.
Algo a lo que lamentablemente los latinoamericanos somos apasionadamente devotos. Papeles, formularios, montañas de expedientes, permisos tras permisos e infinitud de sellos, implican un estrangulamiento metódico de la economía, sin garantizar por sí mismo transparencia o eficiencia alguna. Hacer de la tramitología la razón de ser del aparato público, equivale a una muerte por asfixia que ni un millón de nuevos impuestos podrán evitar.
10) Préstamos para el gasto corriente.
Buscar préstamos para financiar gastos corrientes, es venderle el alma fiscal al infierno de la insolvencia. Lo que la buena teoría aplica para cualquier ciudadano de a pie, aplica para el Estado. Un préstamo es una inversión dirigida a aumentar la productividad, que a su vez permitirá obtener más recursos para pagar el préstamo y sus intereses. Fin de la historia, a menos, claro está, que otros interés políticos, más o menos confesables, estén de por medio.
11) El impuesto oculto de la corrupción.
Perseguir sin descanso y castigar sin titubeo la corrupción es tarea inaplazable, antes de cargar sobre el espinazo de nuestros descendientes nuevos impuestos e intereses moratorios.
La corrupción no solo desalienta al ciudadano honesto y a las iniciativas legítimas. Es el gran hueco insaciable que traga cuanto recurso económico se le pone a la mano; el toro bravo al cual nuestros políticos de todo signo ideológico prefieren evitar con la alternativa de aumentar las cargas fiscales.
Como bien se ha dicho, la corrupción es el gran impuesto ocultom que históricamente ha condenado a nuestros pueblos a la miseria, sea ya como evasión, sobornos, colusiones, tráfico de influencias, uso de información confidencial para fines propios, enriquecimiento ilícito, obstrucción de la justicias y nepotismo, entre otras bellezas de la pasarela.
Un primer paso imprescindible.
Lo anterior no es una lista exhaustiva, acaso ilustrativa. Tampoco es la pomada canaria para resolver todos los males que afligen a nuestras ya de por sí maltratadas y desiguales economías. Pero acaso sea, por un elemental sentido común, los pasos primeros e imprescindibles para lograr una sociedad más justa fiscalmente, capaz de velar por aquellos que lo necesiten, a la vez que incentiva y respalda a quienes puedan valerse por sí mismos.
El beneficio de la duda.
Cierto. No hay duda alguna. Emush se ganó su tableta de barro. Todo justo reclamo por una fiscalidad más justa, debe comenzar por un comportamiento económico ejemplar, a nivel individual.
En ese sentido, lo que los gobiernos hacen con los presupuestos no es sino el reflejo de lo que los ciudadanos hacemos con nuestras economías personales. Ya sea que a lo interno de nuestras billeteras nos endeudemos, sepamos llegar a fin de mes con nuestro salario o vivamos por encima de nuestras posibilidades, los gobiernos no harán sino llevar esos patrones culturales a niveles descomunales.
Pero también es justo preguntarse, hasta qué punto los viejos de la aldea estaban dispuestos también a hacer sacrificios, en aras del presupuesto local. Herencia de esa actitud la encontraremos en todos los gobiernos que tengamos que elegir. Y vale la pena vigilarlos por ello.
¿Cuál es la moraleja entonces? Cuidemos de cumplir con nuestra cuota anual de cabras. Pero velemos también que los viejos de la aldea cumplan con lo que sus tabletas de arcilla les exijan. Después de todo, si se nos va a ocurrir civilizarnos, es lo mínimo que podemos hacer.
Y que el buen Emush tenga piedad de nosotros.