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La democracia en los Estados Unidos nació justo como vienen al mundo todas las democracias dispuestas a jugarse la vida: limitada, contradictoria, egoísta, cruzada de intereses personales. Todo esfuerzo humano honesto, individual o colectivo, nace de la misma forma: en las antípodas de la pureza.
Declaración de Independencia. John Trumbull. Pintura al óleo, 1826.
Es fácil juzgar eso a la distancia que dan más de doscientos cuarenta años. Dedos acusadores siguen sobrando en la actualidad para señalar esa supuesta hipocresía de entonces; dedos que olvidan que los Estados Unidos fueron la primera nación moderna pensada y puesta en marcha deliberadamente como democracia, el más colosal experimento cívico en la historia de la Humanidad, cuyo desenlace está lejos de finiquitarse.
Y todo ello, mal de males, justo en una época en que la democracia era vista con profunda sospecha, cuando no con abierta hostilidad, incluso por honestos opositores a las tiranías.
Obedientes a Aristóteles, consideraban que, si la democracia era darle el poder al pueblo, esa manga de maleducados y analfabetas, pronto el yugo de la chusma haría lo que suelen hacer los elefantes en las cristalerías. No. El pueblo no tenía la más mínima idea de lo que le era saludable. Había que cuidarle, en el mejor de los casos, pero sin ponerlo a opinar demasiado.
The Plumb-pudding in danger.
James Gillray, 1805. (Francia e Inglaterra se reparten el mundo).
Por ello, los mejores palcos eran para la monarquía constitucional británica (que cargaba a sus colonias con impuestos excesivos, ausencia de representación en el Parlamento y abusos administrativos), o el despotismo ilustrado de los españoles, italianos o austriacos (que ansiaba quedar bien con Dios y con el Diablo)
Pero, a contra corriente de la sabiduría política de entonces, la democracia estadounidense nació con la firme convicción de darle el poder al pueblo, por más limitada que su definición de pueblo nos pueda parecer ahora. Más aún, previnieron los abusos de los tiranos o de la plebe independizado los poderes cívicos entre sí, en especial los tribunales. Algo que para entonces estaba solo en los etéreos escritos de algunos filósofos ilustrados.
Nadie antes había tenido el estómago para animarse a esto, en la escala en que fue intentado. Ochenta y seis vejetes, aristócratas y estirados, ponían en blanco y negro, tanto en la Declaración de Independencia como en la Constitución, una serie de principios por los cuales proclamaban estar resueltos a jugarse el cuello. La apuesta estaba echada.
La semilla fundacional.
Thomas Jefferson, principal redactor de la Declaración de Independencia.
(Rembrandt Peale, 1800).
Y he aquí lo realmente significativo. Como bien lo señala Carlos Rangel en un libro indispensable, Del buen salvaje al buen revolucionario, cuando las antiguas trece colonias británicas se echaron a rodar por el mundo, el Imperio Español al sur era más pleno, próspero y prometedor. El rasposo nuevo país era poco más que una patética confederación, con un gobierno central débil, unas milicias escasas y un presupuesto raquítico, obligada a saldar feas cuentas previas con la Madre Patria antes de cocerle una sola estrella más a la bandera.
Pero lo indispensable estaba hecho: la semilla fundacional había quedado debidamente plantada y germinaría en muchas batallas por venir, dándole raíces y sustento a la convulsa nación en sus momentos de prueba.
¿Qué brotó de ella? La idea esencial de que la verdadera autoridad venía del pueblo, se debía a él y no podía ejercerse impunemente, sin atenerse a las consecuencias. La firme convicción de que lo que realmente cuenta es la institucionalidad, más allá de los gobiernos que van y vienen. La innegociable certeza de que, en una democracia, lo que cuenta es la sociedad civil y que las instituciones están para protegerla, cuando llega el momento de afrontar los inevitables conflictos que la convivencia siempre acarrea.
Enmendando la democracia.
Nosotros el Pueblo. Encabezado en la primera página de la Constitución. 1787.
Pronto el esfuerzo de la primera Constitución revelaría sus limitaciones y, manos a la obra (no de otra forma debe ser en una democracia), sucesivas generaciones se dedicaron a corregirlas, dando nacimiento a las famosas veintisiete enmiendas. De tal forma, llegarían la libertad de expresión, culto, prensa y reunión (1ª); el derecho a poseer armas (2ª), controversial ahora en la magnitud de su influencia; la prohibición de registros, allanamientos e incautaciones sin orden legal (4ª), el respeto al debido proceso (5ª), el derecho a contar con un juicio justo con todas las garantías jurídicas (6ª y 7ª), la prohibición de tratos crueles y degradatorios (8ª) y la abolición de la esclavitud (13ª); el sufragio racial (15ª) y el sufragio femenino (19ª), entre otras.
Nunca sobra reiterar esto. La nueva democracia afrontó prácticamente todos los desafíos de una sociedad moderna desde el inicio, cuando aún la confianza mutua entre los miembros de las antiguas colonias no daba para tanto, en materia de girar cheques en blanco. Y aquí el experimento también sentó precedentes, a la hora de enfrentarlos.
1. Enanos junto a gigantes.
Entre los distintos estados, coexistían grandes disparidades de población, tamaño y nivel socioeconómico. Por ello, en un acto de pragmatismo sin precedentes, acordaron medidas para equilibrar el peso del voto, de manera que los más grandulones no se llevaran la parte del león, cuando se tratase de tomar decisiones.
Esto llevaría al peculiar sistema de voto basado en colegios electorales, que suele ser el dolor de cabeza de encuestadores, analistas políticos y mercadólogos de estrategias. Una medida que puede parecernos desconcertante y polémica ahora, pero plenamente comprensible en el ámbito de trece colonias que se contemplaban ceñudas entre sí.
2. De credos y altares.
Sello postal de 1957, conmemorando tres siglos de libertad religiosa.
Todos los que asistieron al surgimiento de su nueva patria, crecieron oyendo historias de las espantosas guerras de religión que asolaron la Europa de la cual sus antepasados huyeron, buscando cobijo y respeto para su credo. El sistema de colonias en mucho ayudó a equilibrar esta diversidad del espíritu y pronto ciudades y comunidades fueron surgiendo en virtud de si se era católico, luterano, presbiteriano, metodista, bautista, anglicano o anabaptista, entre otros.
A pesar de su profundo compromiso con sus creencias religiosas, con gran intuición del futuro, y a sabiendas de que la salud del nuevo país se iba en eso, pronto los fundadores dejaron muy claro en su primera enmienda a la Constitución que, no solo la libertad de conciencia, sino el libre ejercicio de la misma (algo para dejar atónitos a muchos), era uno de los más sagrados derechos que tenían los ciudadanos. Más aún, en modo alguno el Poder Legislativo podía establecer leyes modificando lo anterior o intentando dar prioridad a un credo sobre otro.
Ello no ha evitado el debate, por demás saludable, sobre las relaciones entre la religión y el Estado (de boga en la tradición judeocristiana, desde el momento en que al profeta Samuel le dio por ungir rey a Saúl), en el único país desarrollado en el cual más del 50% de sus ciudadanos declara darle un papel fundamental a la religión en sus vidas.
Pero, ciertamente, ha impedido el que una u otra confesión, por el simple peso de la mayoría y por motivos generalmente ajenos a la piedad religiosa, intente imponerles a los demás el ritmo al cual danzar con sus creencias.
De allí el esfuerzo secular, casi obsesivo, de las derechas religiosas fundamentalistas, por minar esta libertad en los distintos poderes cívicos a nivel federativo, buscando imponer en el ámbito de los estados y municipios, su particular forma de entender el contrato social. Esa enmienda, que tanto se invoca oportunistamente, vale decirlo, tiene también un sabor amargo que muchos se niegan a reconocer. Y la intensidad del debate actual, es la mejor prueba de que el asalto está lejos de ser concluido.
3.El orgullo del propio esfuerzo.
La nueva democracia fomentó también el emprendedurismo y lo protegió de la avaricia de autócratas arruinados. En una época en que la buena cuna y el caudal de la herencia lo eran todo, el que cualquier ciudadano de a pie pudiese empezar de cero y crear riqueza sin más capital que su propio esfuerzo, se convirtió en uno de los pilares económicos de la flamante nación, cuidadosamente tutelado por las nuevas leyes. El fruto legítimo del propio esfuerzo quedaba a salvo de impuestos arbitrarios, confiscaciones ilegales y exacciones ilegítimas.
4. Urnas para las mujeres.
El despertar. Votos para las mujeres.
Revista Puck, 1915.
Como era y siguió siendo la norma en los años por venir, el voto de las mujeres no formaba parte de la ecuación en las urnas. Sin embargo, ya en los tempranos días de la independencia, muchísimo antes de que el movimiento empezase a cristalizar como hoy lo conocemos, varios de los estados aprobaron leyes para el sufragio femenino. Esos esfuerzos individuales terminarían desvaneciéndose lentamente con el tiempo, pero arrancaron de cuajo la reversa en la caja de cambios.
Gracias a ello, y contrario a lo que suele creerse, el movimiento por el sufragio femenino fue sumamente combativo desde los tempranos tiempos de la república, afrontando mucha menos represión (que obviamente la hubo), con respecto a otras latitudes, hasta coronar sus esfuerzos con la decimonovena enmienda de 1920, que puso fin a esta injusticia.
5. Libertad y color de piel.
Niños emancipados. 1865. Esclavo liberado, con cicatrices de latigazos. 1863.
Los esclavos afroamericanos eran objetos con escasa o nula protección legal y muchos de los padres fundadores los incluían en sus inventarios personales, con severos dilemas de conciencia en varios casos. Sin embargo, ya en 1789 la Constitución contenía el crecimiento de la esclavitud en los Estados Unidos, aboliendo la trata internacional en 1807 y prohibiéndola del todo en la Ordenanza del Noroeste de 1787.
Ocioso es ahondar aquí en la feroz contienda que dividió al país con respecto al estatus de la esclavitud y que llevó a la cruel Guerra Civil, para muchos la verdadera guerra de independencia del país. El torpe manejo de la Reconstrucción, que dejó en manos de furiosos nostálgicos esclavistas la reorganización administrativa y legal de los estados del sur, llevó a un siglo más de segregación e injusticias, las cuales, contrario a lo que suele creerse, fueron fuerte y dignamente resistidas por la población afroamericana, la cual se parapetó en su cultura para sobrevivir.
Justamente, el movimiento por los derechos civiles, en los años sesenta del siglo pasado, a tono con la urgencia cívica de resolver una injusticia histórica de este calibre, se enmarcó dentro de la institucionalidad cívica: abiertamente discutido, mostrado al mundo tal cual, con un gobierno federal obligado ya a tomar cartas en el asunto. Ello debe recordarnos siempre que las democracias no se salvan de las mismas taras que los demás sistemas políticos. Es la forma en que los resuelven lo que a la larga las hace sobrevivir.
6. Inmigración y pureza.
La Revista del Nuevo Mundo le da la bienvenida a los inmigrantes. 1906.
Cuando un grupo de mentecatos armados despotrican en favor de la pureza nacional y se envuelven en la bandera patria (eso cuando no se visten con capuchas, queman cruces o lloriquean frente a un derrotado estandarte esclavista), pasan por alto el nimio detalle de que su amadísimo país, ese que les permite hacer sus berrinches, fue en mucho construido, como bien lo dice la canción, por manos que vinieron de más allá de su estrecho mapa mental.
A pesar de sus innegables fracturas internas, los Estados Unidos son una nación que se hizo sobre la base de la diversidad. Los fundadores conocían muy bien la debilidad del nuevo país frente a las poderosos potencias europeas, por lo que todas las manos que llegasen a jugarse la vida a su lado, lógicos prejuicios de la época incluidos, eran bienvenidas. Dichos brazos se abrirían o cerrarían en grado variable, según los dolores del crecimiento por venir. Pero cerrarlos del todo ya nunca sería opción.
A la fecha presente, más de treinta y siete grupos de ancestría étnica se identifican como parte de la nación norteamericana y, para 2018, casi 90 millones de inmigrantes e hijos de inmigrantes nacidos en los Estados Unidos, contabilizaban el 28% de la población del país.
Judíos rusos son recibidos por sus correligionarios en los Estados Unidos. Tarjeta de Rosh Hashana, 1900.
Cierto. Los Estados Unidos, al igual que todas las naciones, han afrontado tensiones ambivalentes hacia la inmigración a lo largo de la historia. Nadie se escapa a eso, en especial cuando una suerte de ideario sobre la nacionalidad se arma dentro de las cuatro paredes craneales y los números de la chequera se van poniendo en rojo, por culpa de las recesiones.
Pero no menos cierto es que, desde sus inicios, los Estados Unidos abrieron sus puertas en una escala sin precedentes, posibilitando que pronto los recién llegados hicieran propia su patria adoptiva. Vemos así, en diferentes épocas, el arribo permanente o temporal de católicos irlandeses, italianos, católicos de Europa Central, armenios escapando de la bota turca, judíos huyendo de los pogromos zaristas, libaneses, sirios, musulmanes, drusos, e inclusive chinos y japoneses, a pesar de severas prohibiciones en contra. Y todos, con un denominador común: dejar atrás.
Sí, dejar atrás. Dejar atrás pobreza, servidumbres de miseria, persecuciones religiosas, hambrunas espantosas o revoluciones fallidas que les habían puesto precio a sus cabezas. Estados Unidos era el país al cual mirar adelante.
La reacción a la inmigración, por su parte, tendría las mismas razones que ya son ingénitas a todas nuestras culturas modernas, cuando se vuelven prósperas y tentadoras para otras: la pérdida de puestos de trabajo, el abaratamiento de la economía, la pérdida de identidad nacional, la inseguridad, la protección de las mujeres y de los niños contra los abusos de esos.
Pero nunca lograron cristalizar en movimientos políticos que, al margen de todas las resoluciones legislativas que fueron y vinieron con el vaivén de los tiempos, hiciesen de este rechazo su piedra angular, tales como el Partido Republicano Americano o el peculiar Movimiento Nativista Americano (de, por y para blancos, a pesar de su entusiasta autodenominación como nativos).
7. El trabajo y el salario.
Madre migrante. Colección Desposeídos. Museo Histórico de Oakland. 1936.
Las colonias recién independizadas se dieron de bruces con la Revolución Industrial, apenas hubieron estampado las firmas de sus representantes en la Declaración. Los riesgos de embargos por parte de las potencias europeas, en especial Inglaterra; la abundancia de tierras y recursos naturales, la disponibilidad de puertos y vías navegables, así como la tradición de emprendimiento y una tasa de alfabetismo apreciable para la época, hicieron que la inventiva de la nación se fuera cristalizando a un ritmo de crecimiento que, para finales del siglo XIX, ya prácticamente mordía los talones de sus competidores europeos.
Un papel especial en la aceleración de los procesos de automatización, que poco a poco le dieron una inopinada ventaja a los Estados Unidos, fue la menor disponibilidad de mano de obra, que también redundó en salarios más altos. El advenimiento acelerado de los telares, las máquinas de vapor, las segadoras y las minas, paralelo a la inmigración, significó que los movimientos obreros también aparecieran prontamente en la historia estadounidense, acelerándose su influencia conforme los efectos de la automatización inclinaba la demanda hacia trabajos no especializados, con altos salarios, tentadores también para los inmigrantes.
Llama la atención en este punto la temprana agenda de lo que dio en llamarse la Era Progresiva, un conjunto de movimientos políticos y reformas sociales que ya en temprana época como 1890 empezaron a lidiar con los problemas derivados de la industrialización, la inmigración y la corrupción política y económica, en un momento en que dichas preocupaciones apenas eran consideradas en otras latitudes. Con todos sus defectos (como su coqueteo con los discursos incendiarios de los expansionistas), estos movimientos fueron abriendo el camino para preocupaciones sociales más amplias, como el New Deal de Roosevelt o el Great Society de Johnson.
8. Una colmena de actividad.
Activistas de los derechos civiles. Marcha de Washington, 1963.
La solidez de las instituciones democráticas estadounidenses ha posibilitado y a su vez se ha beneficiado del vigor de los movimientos sociales. Como bien lo señala Lawrence Harrison en un libro también esclarecedor, El subdesarrollo es un estado de la mente, la cultura estadounidense se enraíza en la acción grupal organizada y en los movimientos ciudadanos, algo que los fundadores tuvieron en mente y pusieron en práctica.
Aun cuando muchos de estos movimientos sean contrapuestos e inclusive hayan llegado a enfrentamientos feroces, el moderno debate cívico es absolutamente inconcebible sin ellos. Es así como los Estados Unidos han sido el caldo de cultivo para el surgimiento o la expansión de movimientos cuyas causas van desde lo más nimio y pedestre hasta lo más trascendental y vaporoso.
Prácticamente no existe aspiración, pasatiempo, deporte, arte o interés que no se manifieste en colectivos organizados: pro escogencia y antiaborto, inmigración, acción afirmativa, acción religiosa y acción secular, ambientalismo y contra ambientalismo, uso y restricción de armas, libertades civiles y fomento de valores, deportes de mesa, bailes de salón y cocina étnica.
9. La libre protección de las ideas.
Media Lab. Instituto Tecnológico de Massachusets.
A la larga, la libertad es un juego del todo o nada. No se puede pretender defender la libertad en unos ámbitos y maniatarla celosamente en otros. Cuando se defiende la libertad de conciencia, de expresión, en el fondo se está defendiendo la libertad de las ideas. Y como toda otras aspiración fundamental, el tutelaje de las ideas partió de una visión sumamente estrecha, que los doscientos cuarenta años posteriores fueron ampliando y madurando. Pero lo básico quedó en las firmas iniciales estampadas en la Constitución: ya nadie podría silenciar al otro arguyendo el simple peso de la autoridad, del dinero, de la corrección política o de la moral. Todas las ideas eran sometidas gradualmente a discusión y análisis.
Esto no solo repercutiría ampliamente en la libertad de prensa del país, muy superior para los estándares de otras naciones y que en el siglo XX alcanzaría su poderío actual (y que lo diga el pobre de Nixon). Repercutiría también en una extraordinaria cultura de la investigación, de la libertad de cátedra y de la enseñanza, especialmente a nivel universitario.
Módulo lunar Águila en maniobra de acople. Misión Apolo 11, 1969.
Diversos rankings coinciden en señalar a muchas de las universidades estadounidenses como las mejores a nivel mundial, ya sea el de la Universidad de Shangai, el Times Higher Education, el QS World University Rankings o el Universitas 21.
Sea ya gracias a sus campus o a las mentes formadas en estos, han surgido infinidad de patentes e inventos, entre los cuales destacan 161 de los 321 inventos más grandes de la Era Moderna, según la siempre flemática Enciclopedia Británica. Inventos que van desde los más cotidianos como el horno de microondas, la computadora, el disco de acetato, el código de barras, las pantallas de cristal líquidos, las contestadoras automáticas y los radios de transistores, pasando por los más aterradores como la bomba atómica y los reactores de fusión nuclear, hasta llegar a verdaderos hitos del ingenio humano, como los módulos lunares, los transbordadores, los marcapasos y las sondas espaciales.
Por su parte, las cátedras de ciencias sociales y humanidades han dado surgimiento a brillantes expositores e intelectuales, que no han dudado en señalar en voz altas los yerros de la cultura cívica norteamericana, sin temor, como en otras latitudes, a las represalias, yendo incluso al extremo de defender regímenes en los cuales su propia libertad de pensamiento no sería cordialmente bienvenida.
10. Lo que cuenta es la institucionalidad.
Suprema Corte de los EEUU.
(CC) Joe Ravi
La histórica solidez de las instituciones democráticas estadounidenses, doblemente expuestas a las presiones de un enorme aparato económico y militar, así como a la irresistible tentación de hacerlo valer unilateralmente en el resto del mundo, ha sido uno de los rasgos más distintivos de los Estados Unidos.
Si bien muchos otros países, afortunadamente, han logrado desarrollar, con los años, instituciones aún más sólidas, no todas se han visto enfrentadas a desafíos de crecimiento de tal gravedad y magnitud.
La solidez institucional estadounidense ha permitido afrontar el ir y venir de todo tipo de presidentes, desde auténticos ejemplos de grandeza humana, hasta simples granujas ávidos de poder y de dinero. Brindó la estabilidad necesaria para el indispensable relevo, cuando los ocupantes del solio presidencial fueron asesinados, como en el caso de James Garfield, William Mckinley, Abraham Lincoln y John F. Kennedy.
Brindó también dicha estabilidad cuando el corrupto presidente Nixon fue forzado a abandonar el cargo, sin purgas sangrientas o crueles degradaciones al estilo soviético o maoísta.
Vietnam invencible.
Sello postal de Alemania Oriental, 1968.
En su seno, la sociedad civil derrotó a Johnson en su esfuerzo bélico en Vietnam, harta de la guerra desde la ofensiva del Vietcong en el año nuevo vietnamita (Tet) de 1968, (un auténtico éxito en términos de relaciones políticas para Hanoi, pero un sangriento desastre en términos militares).
Su ceño fruncido puso obstáculos y cortapisas en la carrera armamentista y en los excesivos presupuestos asignados, fuera ya desarrollando variantes más macabras de la bomba de neutrones o desplegando generación tras generación de misiles en Europa Occidental.
Logró, a la larga, arrinconar al cruel y paranoico senador Joseph McCarthy, padre de la infame cacería de brujas que, en nombre de combatir la subversión comunista, llevó el terror a cada resquicio de la vida política y cultural estadounidense.
Ha sobrevivido a los espasmos imperialistas previos y posteriores a la Guerra hispano estadounidense (en la cual los españoles les dieron espléndidos motivos), así como a las crisis provocadas por la entrada en la Primera Guerra Mundial, la carga de responsabilidades mundiales (contrario a lo que se cree, muchas veces no deseadas), y el ingreso en la Segunda Guerra Mundial, contra dictaduras de previo envalentonadas por el aislacionismo del país.
Si bien basculante entre dos partidos en principio ideológicamente bien definidos, lo cierto es que ha visto y saboreado múltiples recetas políticas de variado aderezo, desde el New Deal de Roosevelt, el Great Society de Johnson, el Fair Deal de Truman, los Reaganomics del presidente vaquero y la New Freedom de Woodrow Wilson.
Restará cruzar los dedos para que sobreviva al Make America Great Again, con todas las enormes complicaciones y desaguisados que eso suele llevar.
Un colosal vecino.
¿Por qué deben importarnos entonces las elecciones en los Estados Unidos? Porque, como todo coloso, sus traspiés terminan llevándonos por delante también. No solo es una cuestión de tamaño, área en la que los números hablan elocuentemente. El asunto es que no hay prácticamente rubro en el cual los Estados Unidos, nos guste o no, no tenga un papel descollante.
Más allá del hecho de ser la tercera nación más populosa del planeta, tras China e India, los Estados Unidos siguen teniendo un poderío más allá de los meros censos registrales.
A pesar de contar con tan solo el 4,3% de la población planetaria, los Estados Unidos cuenta con un poco más de la quinta parte del Producto Interno Bruto Global y es la economía más grande en términos de PIB nominal.
Su población detenta el 29,4% de la riqueza global en el mundo y a pesar de sus innegables y crecientes disparidades socioeconómicas, sigue teniendo un alto desempeño en cuanto a sus indicadores socioeconómicos.
A pesar de su deterioro, su sistema de impuestos sigue siendo considerado de los más progresivos del mundo (lo cual hace comprensible el permanente ulular de aquellos sectores más especulativos del capitalismo, en pos de su rebaja.
Asimismo, el Reporte de Competitividad Global del Foro Económico Mundial, lo coloca en el segundo de 141 países, quinto lugar de 152 países en materia de libertad económica, según el Instituto Fraser para la libertad económica; puesto veintitrés de 198 países en términos de percepción de corrupción, según Transparencia Internacional; 45 de 180 en términos de libertad de prensa según Reporteros sin fronteras; y 21 de 128 en aplicación de la ley, según el Proyecto de Justicia Mundial.
Submarino USS Nebraska.
Y dado que en un mundo de machos alfa las cachiporras cuentan, los números aquí también son belicosos. Sus Fuerzas Armadas siguen siendo consideradas las más poderosas del mundo.
Si bien puede que no ostente el primer lugar en alguna de sus seis ramas de servicio específicas, en el global los Estados Unidos siguen estando muy delante de su competidor más cercano, China, con inigualables capacidades tanto en defensa como en logística y tecnología de avanzada, lo cual le permite una enorme capacidad de despliegue de sus fuerzas alrededor del mundo.
Ello gracias a la mayor inversión bélica del mundo, que abarca poco menos del 36% del gasto militar global.
En su reporte para 2020, el Instituto de Investigación para la Paz Mundial de Estocolmo, nuevamente coloca a los Estados Unidos como el país con la mayor inversión en defensa, en términos de su Producto Interno Bruto, casi el triple del de China, su competidor más cercano y once veces mayor que la Federación Rusa (la cual, cabe destacar, les dedica a sus armarios bélicos un 0,5% más de su PIB),
Pero al margen de los números, ya de por sí bastante elocuentes, está el hecho de que los Estados Unidos, más allá de los vaqueros militaristas o de los banqueros inescrupulosos, que siempre se quieren presentar como la verdadera esencia de lo norteamericano, son también sus instituciones, sus universidades, su espíritu de debate cívico, su combativa sociedad civil.
Debe importarnos lo que allí pase porque esa nación sigue siendo un reservorio de muchas ideas cívicas que no tendrían mayor músculo que las respalde en otras latitudes, en la magnitud que se necesita.
En el seno de dicho país están las fuerzas capaces de contener a aquellas dispuestas a medrar a costa de los principios filosóficos y morales que le dieron origen. Y cuando de por medio están los enormes recursos y militares que ya mencionamos, pues bien, solo un insensato podría alegrarse del colapso de semejante país.
¿Han cometido errores?
Rafael Leonidas Trujillo
Dictador dominicano.
(1930-1961)
¡Claro que los ha cometido! ¡Los siguen cometiendo! Es de rigor señalarlos siempre, para aprendizaje y también, justo es reconocerlo, para regodeo de los que se pasan inventariándolos. Los Estados Unidos han apoyado a lo largo de su historia regímenes corruptos y represivos, como el de Rafael Trujillo en República Dominicana o el de Anastasio Somoza en Nicaragua.
La tozudez reaganiana en creer que el comunismo, y no las terribles desigualdades sociales y económicas, era el verdadero peligro de América Central, lo llevó a una política militar atroz que dejó innumerables bajas y radicalizó a las insurgencias de color rojo, las cuales terminaron añadiendo su cuota de brutalidad al escenario.
Incapaz de reconocer matices, apoyó la brutalidad del golpe de Estado en Chile contra un régimen impráctico y ya desgastado, pese a sus glorificaciones posteriores, al igual que lo hizo en Guatemala contra el experimento, más socialdemócrata que azafrán, de Jacobo Arbenz.
Al día de hoy, una de sus conquistas más preciadas, la libertad de conciencia y la separación entre la religión y el Estado, vive uno de sus asaltos más intensos, intentando imponer un dogma político pseudorreligioso que guíen las actuaciones tanto internas como externas del país.
A pesar de su poderío militar, desde la llegada de George W. Bush al poder, se ha visto atrapado en una creciente maraña de intervenciones militares en nombre de la guerra contra el terror, de la cual no sabe ya cómo salir, sin abandonar a importantes aliados que han servido de contención contra yihadistas islámicos o regímenes abiertamente hostiles, tales como el norcoreano o el iraní, por mencionar a algunas de las beldades de la pasarela global.
Camden, Nueva Jersey.
Una de las ciudades más pobres de los EEUU
La justa integración de las poblaciones nativas a la prosperidad nacional sigue siendo una tarea pendiente siglos después y, como brillantemente lo señala el novelista Paul Auster, el racismo es una tarea irresuelta que la sociedad ha evitado afrontar de una vez por todas, con las desagradables recurrencias del caso.
En la tierra de las grandes universidades, son muchos los estudiantes que deben endeudarse, a veces ruinosamente, por el resto de sus días, para poder acceder a una educación universitaria de calidad, y la solidez de la medicina estadounidense sigue sin resolver el hecho de que sus costos están fueran del alcance de un gran porcentaje de la población, condenando fatalmente la calidad de vida general.
Esas, entre muchas otras más, son parte de las enormes culpas que carga sobre sus espaldas el contradictorio país. No pueden ni deben pasarse por alto. Pero todo análisis que se precie de objetivo, debe de reconocer también el haber contable, no solo los déficits.
John F. Kennedy.
Padre de la Alianza para el Progreso, 1961.
En muchos países los Estados Unidos se han preocupado más por la salud y la educación de la población que sus propios gobiernos. Podrá argüirse que, por interés, cierto. Pero el proverbial evangelismo estadounidense tiene aquí también su poder explicativo.
Sus fuerzas armadas han sido columna vertebral importante en múltiples misiones de paz, contribuyendo a detener el entusiasta genocidio perpetrado por Slobodan Milosevic en los Balcanes a mediados de los noventas, metiendo de buena fe las manos en el avispero de Somalia a inicios de los años noventa o amenazando al dictador sirio Bashar al-Assad, para que no emplease armas químicas contra los insurgentes en su patio, en 2016.
Gracias al respiro en materia de equipo y materiales, el Reino Unido pudo contener el avance nazi hasta el ingreso de los Estados Unidos y la Unión Soviética tomar el tiempo necesario para reconvertir plenamente su industria hacia la guerra.
Nada hubiera podido detener la atroz expansión del imperio japonés en el Pacífico, polémica nuclear incluida, y a la fecha presente se le sigue recriminando haberse hecho de oídos sordos a la República española en vísperas de su Guerra Civil.
Cuando Roosevelt dijo que los Estados Unidos debía ser el arsenal de las democracias, sabía a lo que se refería. No le perdonamos a los Estados Unidos, con justicia, sus colosales yerros, porque no es lo que esperamos de una democracia.
Y he allí el meollo del asunto: sus errores son fácilmente señalables porque en sí mismos, parten de una traición a sus principios fundamentales. Sus errores lisa y llanamente decepcionan, pero es fundamental el analizarlos en su justa medida.
Lanzarse en brazos de regímenes autoritarios, corruptos y violentos, únicamente por su enfrentamiento con los Estados Unidos, no es un acto de conciencia política. Es un acto de simple ceguera y mezquindad.
Un gobierno del pueblo y para el pueblo.
Un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Abraham Lincoln (1861-1865)
Muchos años atrás, conversando con una buena amiga belga, estudiante de ciencias políticas y criada en una sólida tradición democrática, me decía (lo creía en absoluta buena fe), que de democracia había muchos tipos y que la misma estaba más enraizada, en muchos más países, de lo que yo estaba dispuesto a aceptar.
Me ponía de ejemplo las naciones del norte de África, por las cuales había viajado (obvio, faltaban años para la Primavera Árabe). Como prueba de su argumento, me decía enfática que había leído periódicos en esos países criticando a los Estados Unidos.
Cuando le pregunté si había leído allí periódicos criticando a sus propios gobiernos, se quedó muda, como mudos se quedaron buenos amigos europeos míos, cuando les pregunté si deseaban un régimen como el cubano para ellos, dado que tan exaltadamente lo defendían y se lo recomendaban a los latinoamericanos.
Es comprensible. Lo colosal del experimento cívico estadounidense no deja a nadie indiferente, despertando todo tipo de emociones que van desde la admiración, la adulación, la justa indignación y la envidia más mezquina.
Por ello deben de importarnos a quien eligen los estadounidenses. Porque para muchos, en el resto del mundo, la vida les será más fácil o difícil, dependiendo de esas elecciones.
Porque a nadie le conviene convivir con un vecino poderoso y disfuncional, pared de por medio. Porque, no importa las burlas cínicas que, más de siglo y medio después, despierte la frase de Lincoln sobre el gobierno del pueblo, no encontramos una medida alternativa, medianamente sensata, para organizarnos decentemente en sociedad.
Y porque más de dos siglos y medio después, demasiadas vidas han aportado y siguen aportando a ese enorme esfuerzo colectivo, como para dejarlo desvanecerse sin más.