Tarde o temprano tenía que ocurrir. Cuando a nuestras narrativas oficiales se les agota el combustible, aquellos excluidos de las mismas se alzan indignados. Esta vez le toca el turno a las estatuas y monumentos que hemos erigido, con el fin de contemplarnos en ellas.
En un contexto mundial de pandemia, recesión económica y hartazgo con los desniveles de poder, una feroz relectura del pasado racista y supremacista de Occidente ha puesto en la mira las testas en piedra y bronce de muchas figuras de nuestra historia, consideradas en su momento lo mejor que la especie podía dar. Para muchos, esto no más que un capricho revanchista de corrección política, que terminará mutilando la libre discusión de las ideas, mientras para otros, es un acto de justicia impostergable ante lo que consideran un pretérito endulzado artificialmente. ¿Pero quién tiene la razón? ¿Qué debemos temer de semejante poda?
¿Por dónde empezar la poda?
Algunos monumentos no generan mayor dilema moral, como lo evidencia la estricta prohibición en Alemania para todo lo referente a la apología del nazismo y su parafernalia. Las estatuas, los letreros y los símbolos fueron derribados en su momento por los Aliados y así continúan a la fecha, a pesar de los espasmos extremistas y antisemitas. Igual pasa en algunos países europeos que sufrieron el yugo comunista, con respecto a su iconografía.
En el Reino Unido, las estatuas del apreciado gentleman Edward Colston, traficante trasatlántico de esclavos del siglo XVII, quien le dio al oficio toda la brutalidad que le conocemos hoy en día, así como la del entusiasta imperialista del siglo XIX en Suráfrica, Cecil Rhodes, visto por muchos como antecesor intelectual de la política del apartheid, han probado el fango del río más a la mano, por parte de estudiantes indignados.
Rey Leopoldo II de Bélgica
En Bélgica, han empezado a ser cuestionadas las efigies del rey Leopoldo II, quien dirigió brutalmente y con tintes genocidas, su colonia personal del Estado Libre del Congo de 1885 a 1909, mientras que en Nueva Zelanda y Australia, estatuas de colonos, soldados, empresarios y exploradores caen en un desprecio creciente, conforme van surgiendo sus historias de despojo, segregación o simple exterminio hacia los nativos. Y finalmente, por estos predios de Dios, ha sido vandalizada en Nuevo México la estatua de Juan de Oñate, el explorador español que, con el permiso de la Corona ibérica para conquistar esos territorios perdidos, se hizo célebre por su crueldad y su manía mutiladora para con los rebeldes nativos que se encontraba a su paso.
Y, para mal de males, otros han resultado ser aún más complicados, por el legado mixto que dejan tras de sí. Woodrow Wilson, apreciado presidente pacifista de los Estados Unidos, el primero en concebir una Liga Mundial de las Naciones y un sistema internacional con base en la cooperación pacífica, empieza a ser borrado de campuses universitarios, condecoraciones y becas a su nombre, por su abierto respaldo a la segregación racial y su inacción ante los linchamientos y el régimen de terror que el supremacismo blanco instauraba en el sur estadounidense.
El Monte Rushmore, símbolo en piedra de la esencia democrática estadounidense, ha caído también bajo la lupa sanguinolenta no solo porque dos de los presidentes allí inmortalizados poseían esclavos (Washington y Jefferson), sino por haber sido construido en tierra confiscada a la nación Sioux, bajo la tutela de un escultor, Gutzom Borglum, supuesto simpatizante del supremacismo blanco.
Monte Rushmore
En el Reino Unido han sido vandalizadas las estatuas de Winston Churchill, quien, si bien luchó a brazo partido para proteger a Occidente del fascismo, tenía una política despectiva hacia los pueblos de las colonias asiáticas y jugó un papel polémico en la gran hambruna de Bengala, con fines sojuzgatorios. El mismísimo Mahatma Gandhi, epítome clásico de todo lo mejor que la Humanidad puede dar, ha sido objeto de la indignación colectiva, por sus opiniones vejatorias sobre los nativos de Sudáfrica (kaffirs) durante sus tempranos años de abogacía, y por su costumbre de dormir con jóvenes mujeres para probar y fortalecer su castidad.
Lo llamativo del caso es que, de esta polémica, no se salva ningún bando ideológico, por más tinte redentor y reivindicatorio que pretenda adjudicarse. En los Estados Unidos, un memorial para el caudillo Sioux Caballo Loco, sigue sin terminarse 70 años después, entre problemas de financiamiento y controversias tanto de su pueblo, alegando que su líder jamás hubiera querido una estatua a su nombre, como de otras naciones nativas, que le acusan de crueldad desplegada contra sus respectivos ancestros.
Memorial en La Higuera, Bolivia, donde el Ché Guevara fue ejecutado el 09 de octubre de 1967.
Desde 1997, el pueblo de La Higuera, en Bolivia, cuenta con una estatua del guerrillero argentino Ernesto “Che” Guevara, ejecutado allí mismo y quien en vida clamó por la justicia social, sin dejar de ocultar su entusiasmo por los más brutales métodos de combate y ajusticiamiento, con la consiguiente polémica local del caso, a pesar del empuje económico que dicha estatua representa para la comarca. Por su parte, en el Senegal el Monumento al Renacimiento Africano, extravagante memorial construido por norcoreanos según el canon estilístico soviético, le costó a la empobrecida nación, con graves problemas de salud, educación y seguridad, la bicoca de 27 millones de dólares, esfuerzo propagandístico del calamitoso y corrupto mandato del presidente Abdoulaye Wade. No podemos dejar de mencionar aquí, tampoco, el monumento en memoria de los soldados austriacos ejecutados durante la Segunda Guerra Mundial por desertar u objetar las acciones del régimen nazi; monumento que a la fecha sigue sin ser bien visto por un apreciable segmento de la sociedad austriaca, que sigue considerando a la deserción, no importa lo meritorio de la causa, como un delito y a los desertores, al menos hasta el año 2009, como traidores.
Valle de los Caídos, España.
Y, finalmente, subiendo la intensidad del amperaje en la escala, no podemos dejar por fuera aquellas figuras históricas pendientes aún de mayor rigurosidad histórica. Imprescindible en la lista lo es el infame dictador soviético Josif Stalin, quien recupera popularidad tanto en la Federación Rusa, conforme esta aumenta su deriva hacia un autoritarismo más monolítico, como también en su natal Georgia, donde, a pesar de haber sido tratada con dureza por su hijo más famoso, crece su devoción, especialmente tras la desastrosa guerra de Osetia del Sur, en 2008. Tampoco debe olvidarse el templo sintoísta Yasukuni en Tokio, concebido para honrar a quienes murieron en nombre del Emperador y que, sin embargo, entre los dos millones y medio de nombres allí registrados, cuenta con los de 14 criminales de guerra clase A, objeto de genuflexión. Por su parte en la Península Ibérica, el controversial Valle de los Caídos, una de las herencias incómodas de la España democrática, sigo atizando debates con respecto a su naturaleza de símbolo de una dictadura sangrienta y revanchista, si bien el cuerpo del Caudillo fue retirado de allí en 2019.
Ghenghis Khan. Moneda conmemorativa. Kazajstán. Amir Timur
Tampoco podemos dejar por fuera en este debate a Genghis Khan, declarado hombre del milenio ( https://www.semana.com/vida-moderna/articulo/los-hombres-del-milenio/27656-3 ) por varios historiadores a fines de la década de los noventa, héroe nacional de Mongolia y de parte de China noroccidental quien, si bien unificó con orden y método buena parte de Asia, también planificó cuidadosas campañas de exterminio y tierra arrasada que pauperizaron durante siglos extensas zonas del Asia, al igual que su colega Amir Timur, el célebre Tamerlán, héroe nacional de los uzbekos.
Y como no podía ser, figura infaltable del parade es, nueva y reiteradamente, Cristóbal Colón, objeto de un dilema incómodo que está lejos de ser resuelto: ¿cómo recordarle? ¿Cómo el navegante intrépido que “descubrió” América buscando las riquezas del Asia oriental? ¿O cómo el desalmado que participó en la aniquilación de los nativos de La Española e inició la ruta al exterminio amerindio y a la importación de esclavos africanos?
Una especie simbólica.
Menuda tarea. El debate sobre la permanencia de figuras históricas, que ahora nos pueden parecer cuestionables, en estatuas, monumentos, monedas, billetes, estampillas, sellos conmemorativos, calles, avenidas, condecoraciones, becas, películas y partitura, apenas inicia y no tiene visos de acabar en el corto plazo. Es una constante recurrente en nuestra historia, cuando un proyecto de civilización se nos agrieta y no tenemos a mano con qué sustituirlo. Lo hicieron los pueblos sojuzgados por el totalitarismo soviético con las estatuas de Marx, Engels, Lenin y Stalin; lo hicieron los romanos con las estatuas de Nerón tras la caída del déspota, lo hicieron los revolucionarios estadounidenses con las estatuas del rey Jorge III, y lo hicieron sus descendientes en Iraq con las efigies de Saddam Hussein. Lo hicimos los hispanoamericanos con las estatuas de Fernando VII, lo hicieron los egipcios con las imágenes de Hosni Mubárak en el curso de la Primavera Árabe y lo hicieron los iraníes tras la caída del odiado régimen del Shah, en 1978.
Pero esa es la parte superficial de la controversia. Lo que verdaderamente importa aquí es mucho más profundo. Los humanos no solamente somos una especie gregaria. Somos también una especie profundamente simbólica, quizás la única que conocemos. Más que en la realidad, vivimos en un mundo de signos creados por nosotros y que se interponen entre nosotros y esa realidad. La realidad es algo que solemos esquivar. Por eso la acicalamos con símbolos. Más aún, por eso la adornamos con mitos, mitos que terminamos prefiriendo a la verdad. Y los héroes son, precisamente, representaciones de esos mitos, mitos que por añadidura, se convierten en vehículos de valores defendidos por un grupo específico, en un contexto histórico determinado.
Como bien lo señala el historiador de la Guerra Civil Adam Domby en su libro False Cause: Fraud. Fabrication and White Supremacy in Confederate Memory ( https://newbooksnetwork.com/adam-h-domby-the-false-cause-fraud-fabrication-and-white-supremacy-in-confederate-memory-u-virginia-press-2020/ ), los monumentos (y nuevamente agreguemos aquí las efigies, películas, tradiciones orales, discursos oficiales y otros), son acerca de valores, propiamente valores de un grupo. Y ello aplica para todas las latitudes, para los que ven lo mejor del patriotismo de su país en un grupo de militares renegados clasistas y esclavistas, en un grupo de rebeldes criollos que querían expulsar al poder hispánico para a su vez crear un sistema a la medida en el cual las poblaciones nativas no tuviesen cabida, o para esos maoríes diezmados por los británicos pero que a su vez cantaban en proezas orales (ese sustitutos de monumentos) las hazañas de los caudillos que los guiaron a masacrar a sus primos moriori en las islas Chatham. Para darle adecuada solución a este problema, es fundamental tener en cuenta lo anterior. No hay otro camino.
Juzgar y repensar el pasado.
¿Estamos viendo un colapso de nuestra memoria histórica? ¿Será acaso, como temen algunos, que la tiranía de lo políticamente correcto va a infiltrarse también en nuestro pasado y a decirnos cómo debe leerse? ¿Nos llevará eso a higienizar nuestros actos pretéritos y, por lo tanto, a anular toda discusión crítica, exponiéndonos a repetir los episodios oscuros de nuestra historia? ¿Nos dará por zambullirnos en una amnesia irresponsable que nos impida valorar lo que ha costado llegar al presente?
No. Nada de eso. Juzgar y repensar el pasado, muchas veces sin anestesia, es inevitable en una civilización globalizada como la nuestra. Más aún, es imprescindible. ¿Cómo saber si estamos tirando puritanamente por la borda las bases históricas de nuestra sociedad? Simple: ¿preguntémonos cómo se sentiría un compatriota nuestro al ver como un símbolo del sistema que lo ha oprimido, ya sea una bandera confederada en una competencia de NASCAR, o una estatua a la memoria de un conquistador europeo, son valorados como lo mejor de la nación a la cual pertenece? ¿Removerlos sería para ellos un acto de injuria o de justicia? Si somos parte del bando ganador, ¿necesitamos de esas partes oscuras de nuestros ídolos, para sentir que hemos tenido éxito como sociedad?
En cualquier caso, la respuesta no tiene atajo: remover pero ante todo, revalorar símbolos que vanaglorien un pasado de injusticia y opresión, es un paso indispensable hacia una sociedad más justa. No hay puntos medios. Cada cierta época, los tiempos llegan para ese doloroso examen. Justo como ocurre ahora. Porque los monumentos no suelen representar verdades ni valores universales. La mayor parte de las veces representan valores, creencias e intereses de grupos y regímenes particulares, en posiciones de poder, que los colocaron allí para algún fin.
Cada vez que cambiemos o removamos una estatua, una efigie o una medalla, muy probablemente no borraremos historia, así a secas, sino una aproximación particular a esa historia, una entre las muchas que quedaron silenciadas para que esa en especial pudiese existir.
¿Qué tan lejos debemos llegar cuestionando al pasado?
Lo que sea necesario, por el bien y la salud de nuestras sociedades. Solo las dictaduras encubren o mutilan su pasado para deshacerse de recuerdos inaceptables. Es entonces cuando, como bien lo señaló el filósofo George Santayana, queda abierta la condena a repetirlo. La democracia, la libre deliberación democrática, con sus yerros, es el único sistema que puede aceptar nuestro pasado, con todas sus áreas oscuras, analizarlo, pensarlo y salir fortalecida de semejante ejercicio.
Cierto, en muchos casos deberá tenerse claro que estaremos juzgando con valores actuales historias y comportamientos propios de contextos muy diferentes. Estará en nuestra madurez el saber separar el trigo de la paja y valorar qué de ello debe preservarse y qué de ello debemos evitar que se repita. Valorar a sabiendas de que muchos de nuestros mitos, inevitablemente, saldrán mejor parados que otros, con las dolorosas conclusiones del caso.
Porque si bien tomar estatuas y cubrirlas de aerosol, lanzarlas por la borda o confinarlas en bodegas, es un paso a veces inevitable para visibilizar la injusticia que se quiere ocultar, ello es solo el aspecto superfluo del problema. Leerlas entre líneas es lo que verdaderamente cuenta. Leerlas a sabiendas de que lo mismo deberán hacer las futuras generaciones con nuestros actos, para bien de la familia humana.
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