Uno puede mirar con simpatía, a la distancia que dan casi siete siglos y Revolución Científica de por medio, cuando la Facultad de Medicina de París, en 1345, concluyó en su informe a un angustiado Felipe VI, que la Peste Negra era producto de la conjunción astronómica de tres planetas. O cuando cinco años después Simón de Corvino, el astrónomo belga de consulta obligada en las cortes europeas, atribuyó las plagas al alineamiento de Júpiter y Saturno. Tal vez quizás cuando las buenas gentes de entonces afirmaban, solemnemente convencidas, que las pestes eran el producto de aires contaminados por culpa de inconfesables prácticas políticas, religiosas o domésticas, a causa de vecinos embarrados en vaya a saber Dios qué cosas. O cuando algunos piadosos académicos consideraron las epidemias como castigo divino, llegando incluso a cuestionarse, por dicha razón, lo prudente de combatirlas.
Puede uno permitirse comprender el porqué de prácticas abiertamente insensatas, como las tinturas con mercurio o las sangrías a cargo del barbero más diestro de la comarca, guiado por las prescripciones del Hombre del Zodiaco en cuanto a dónde y cuándo hacerlas, liberando así fluidos perjudiciales para el cuerpo.
Y con muchísima menos simpatía, puede uno entrever el supersticioso porqué de esa maligna red de acusaciones por causar la plaga. Acusaciones que alcanzaron a inocentes leprosos, frailes mendicantes, personas con discapacidad, romaníes o judíos; estos últimos por su tenue menor tasa de contagio, al emplear de forma más asidua medidas de limpieza que, insospechadamente higiénicas pero ante todo devocionales, combatían esa impureza a medias biológica y a medias religiosa.
Yersinia pestis en el intestino de una pulga infectada.
En la actualidad, gracias a las modernas teorías microbianas y al avance en la óptica y la microscopía, sabemos que las pestes bubónica, septicémica y neumónica (la primera casi con certeza la temida Peste Negra), son causadas por la bacteria Yersinia pestis, que, de pulga en pulga, se cebó contra el Viejo Mundo múltiples veces, desde épocas tan tempranas como el Neolítico, con invencibles tasas de mortandad al 100%.
También sospechamos que el cambio climático en el Asia Central causó una fuerte desertización por la que los roedores infestados con pulgas portadoras de la letal bacteria, se trasladaron de las estepas pulverizadas hacia áreas de mayor densidad humana, iniciando la transmisión que terminaría llegando a Europa por el oeste, a China por el este y a la India por el sudoeste. Y también ahora, gracias a los antibióticos y a la higiene ambiental preventiva, podemos intervenir a tiempo y conjurar el embate de estas temibles enfermedades.
El desarrollo de las modernas teorías microbianas, han protegido a la Humanidad de enfermedades que la azotaron durante milenios.
Gracias a la ciencia y a la democratización de sus productos, ya no somos títeres indefensos, listos para ser descabezados por las guadañas de estos horripilantes azotes. Comprendemos mejor los mecanismos que anidan detrás de ellos, sus causas y sus vías de transmisión. Y para aquellos de sus funestos parientes, ante los cuales los recursos son más limitados, como las bacterias helicobacter pylori o salmonella, así como el virus de inmunodeficiencia adquirida (VIH), la ciencia nos provee de armas para lograr una mejor calidad de vida en quienes sufren sus embates.
Un pésimo agradecimiento.
Intelectual versus luchador. Caricatura de Thomas Nast. (1875).
Ya lo decía Albert Camus en La Peste. Esta termina desnudando lo peor que anida en el alma humana. Y con la actual pandemia por el COVID-19 (ni por asomo igual de devastadora que la Peste Negra), lo realmente trágico del asunto es que, aunque asistimos al momento de la Humanidad en que mayores conocimientos tenemos para resolver, o por lo menos contener de manera metódica, estos y muchos otros problemas que históricamente nos han afligido, es cuando el rechazo al conocimiento científico, la cultura del antiintelectualismo, el orgullo de ser agresivamente ignorante, han vuelto a demandar su cuota del estrellato.
Tal y como sucediese con las pestilencias medievales, hemos vuelto nuestro oídos a teorías insensatas, conspiraciones absurdas, ataques a gobiernos que hacen manejos responsables, aplausos a figurones negligentes y amenazas a inmigrantes y poblaciones en riesgo. En un momento histórico, cuando más conocimiento científicamente validado tenemos para afrontar estos riesgos, el comportarse como estúpido y enorgullecerse de eso, se vuelve más chic, proclamándolo a los cuatro vientos, buscando convencer a los demás de nuestros propios hoyos mentales.
El encanto de proclamarse ignorante.
Seamos sinceros. No hay nada de malo en ser ignorante, al menos de primera entrada. Inclusive es sensato reconocerlo. Es el primer paso para entender el mundo. Y cuando eso sucede, la etiqueta mental pasa por informarse primero, por investigar. Pero la ignorancia a la que asistimos es de peor factura: es una ignorancia más perversa. El estúpido que la porta dispara primero; aún más, se vanagloria de haber disparado, posa para las cámaras con la pistola humeante, se pavonea por ello y luego se acuerda de preguntar, si es que lo hace, indiferente al daño causado. Peor aún, es ciego e insensible a toda evidencia que se le pueda brindar en contra. Como bien le receta el refrán, si la realidad no encaja con sus ideas, peor será para la pobre realidad.
Es esa alegre devoción a comportarnos estúpidamente en momentos de crisis, como la que vivimos en la actualidad, lo que nos lleva a plantearnos, con amargura, por qué somos tan proclives a ignorar toda evidencia sólida que nos incomoda, aun cuando la tengamos ante las narices y nuestra vida dependa de ello.
¿Qué tan insensatos podemos ser?
En un estudio pionero, Singer y Benassi (1981) (https://www.jstor.org/stable/27850247?seq=1) encontraron al menos cuatro fuentes principales que alimentan nuestro rechazo al conocimiento científico y a la evidencia comprobada:
a) Errores cognitivos a partir de la experiencia personal.
Cómo bien lo señala Hugo Mercier (2017), confirmar nuestras creencias, nuestros anhelos e intuiciones previas, es una de las funciones naturales del razonamiento. Eso no nos hace inherentemente crédulos pero sí analizamos lo que sucede a partir de nuestra experiencia personal, buscamos la información que confirme nuestras sospechas o expectativas previas y combatimos violentamente la que no lo hace. Más aún. Para Michael Schermer, (https://www.scientificamerican.com/article/the-believing-brain/), el cerebro es una máquina de creencias, hábil para reconocer los errores de razonamiento de los otros pero no los propios (el célebre sesgo del punto ciego). De tal forma, nuestras creencias, actitudes y conductas se guían mayormente por deseos sociales de aceptación, seguridad emocional, confort y necesidad de protección, algo que de primera entrada, y engañosamente, los sistemas científicos y seculares parecen no dar.
En ese sentido, creer de primera instancia que clavarnos dolorosamente una aguja afilada para introducirnos un líquido nos protegerá de alguna dolencia o que esos inmigrantes siempre tan cuestionados no son peores que mis parientes para transmitir la enfermedad, o que ese gobierno me está engañando con sus medidas sanitarias porque en el pasado ha tomado decisiones que adversan mis creencias o intereses políticos, es de primera entrada la reacción esperable y automática, al menos en una mente no entrenada para averiguar primero y concluir después.
b) Pobre educación científica, cuando no inexistente.
Aquí nos llueve sobre mojado. La mejor forma de empezar a modificar creencias erróneas es la educación; en este caso, la educación científica. Solo que asistimos en su inmensa mayoría a currículos nacionales con formación científica aún tímida e insuficiente, desde los primeros niveles del sistema formativo. Habilidades en investigación, discusión de hechos, gestión de proyectos, son desatendidas, hasta que la incompetencia en las mismas explota cuando llegamos a la formación universitaria o empezamos a ubicarnos en puestos de toma de decisiones.
c) Cobertura errónea o sensacionalista por parte de los medios de comunicación.
La avalancha en información y los canales de comunicación que las redes sociales y la expansión de la internet han traído, implican también desafíos en términos de la calidad de la misma, la cual puede prestarse para manipulación y confusión, sea ya de manera negligente, al descuidar la vigilancia de las fuentes, o abiertamente dolosa, cuando responde a intereses irresponsables o egoístas muy específicos.
d) Factores socioculturales.
Aparte del mayor o menor acceso a oportunidades de educación que brinden, las sociedades y las culturas varían en su aceptación de la ciencia y del método científico. Algunas los harán carne de su carne, mientras otras los verán ceñudas de lejos. Algunas los aceptarán en ciertos ámbitos y los rechazarán en otros. Y finalmente, algunas se los permitirán a una parte de sus miembros mientras se los negarán a otros. Lo llamativo es cuando esas sociedades rechazan frontalmente todo beneficio derivado de la ciencia, especialmente en aspectos como, en este caso, la salud pública, sobre los cuales descansa su supervivencia misma.
Las anteriores dificultades son entendibles a lo largo del desarrollo de los pueblos, en especial cuando desafían la forma en que las sociedades se suelen ver a sí mismas. Pero esa, desgraciadamente, es la parte simpática del asunto. Lo grave es cuando el rechazo al conocimiento metódicamente verificado y racionalmente construido se ejerce intencionalmente, en virtud de intereses espurios o de una soberbia tendencia, como bien lo decía Isaac Asimov, a equiparar la ignorancia en igual valía con el entendimiento. Es cuando, en crisis mundiales como la actual pandemia, toman fuerza dos de los hijos más funestos de esta soberbia: la anticiencia y el antiintelectualismo.
Anticiencia y antiintelectualismo.
Ya es moneda de curso corriente en nuestra cultura popular el desprestigio de la vida educativa y académica, presentando en programas de televisión, caricaturas y concursos televisivos, a aquellos que se preocupan por las exigencias de su aprendizaje, como excéntricos, inadaptados e incapaces, a diferencia del resto de las personas, que no se preocupan por su formación y que, sin embargo, son capaces de aplicar el sentido común. Eso cuando no, en el peor de los casos, se les presenta como peligrosos, gente de la cual hay que cuidarse.
William Blake
Y como enemigos adicionales no podían faltar, a la ciencia y a la educación científica también se les ataca desde la esquina romántica, acusándolas de destruir los mejores valores de una cultura, de fomentar el libertinaje y la destrucción del espíritu, aplicando un reduccionismo que tiñe de gris la experiencia humana (¿acaso no decía el poeta y pintor romántico William Blake que Isaac Newton había oscurecido el mundo con sus teorías?).
Y esa, como ya dijimos, es la parte colorida de este espinoso tema. Si bien pueden haber intermedios más indignantes, como el influencer o la figurita de farándula que despotrican sus cinco minutos de fama, o el politiquito de escaso fuste que busca la mínima oportunidad para hacerse notar, lo realmente grave es cuando el culto a la ignorancia se hace con el poder y no falta el cotejo de aduladores que le aplauden, sea ya vitoreando el desmantelamiento de políticas públicas o sanitarias, el rechazo a recursos invaluables como las vacunas (tema ya tratado aquí en un artículo anterior, https://www.luisdiegoguillen.com/valen-las-vacunas-el-riesgo/ ) o la educación sexual científicamente fundamentada. Llegado este punto, el que los gobiernos, de manera adrede y como parte de una agenda política, hagan propios el rechazo al conocimiento científico para la toma de decisiones, es lisa y llanamente imperdonable.
Ejemplos de lo anterior abundan, como cuando la física relativista fue rechazada (para bien de Occidente), por la tiranía nazi, tratándola de engañosa física judía; como cuando a Stalin (para mal de los pueblos bajo la dictadura soviética), le dio por declarar que la genética mendeliana era ideología burguesa y envió a sus científicos a los gulags del Ártico; cuando los jemeres rojos declararon en la República Democrática de Kampuchea el tenebroso Año Cero; cuando las infinitas dictaduras latinoamericanas de todo signo ideológico quemaron libros, destrozaron facultades y arrasaron centros de enseñanza.
Y siguen abundando en la actualidad, en medio de una grave crisis sanitaria, cuando líderes políticos llaman descaradamente a desobedecer a las autoridades de salud y a desconocer los datos que fundamentan las decisiones tomadas, alegando que son genéticamente más fuertes que el virus, que las pandemias son conspiraciones inventadas, que los pueblos están por encima de los gérmenes (sorry, nunca lo han estado; por eso ocupamos antibióticos) y que los culpables de la pandemia son otros, tal vez ya no leprosos, pero quizás ese extraño inmigrante de al lado.
¿Qué podemos hacer?
General José Millán Astray.
Célebre es la frase que el general español franquista Millan Astray le gritó al filósofo Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca: ¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!, frase aplaudida a lo largo y ancho del recinto. Lamentable es reconocer que los años pasan y para muchos, esa proclama de un tenebroso militar ibérico, sigue siendo una guía existencial. Haciendo a un lado las fosas comunes y los ajusticiamientos, la víctima sigue siendo la inteligencia.
Es fundamental, ante todo, despojar de toda mentira, de toda falacia, de todo falso sentimentalismo, el indispensable debate sobre la importancia de una sociedad sólidamente cimentada en una seria educación científica. La ciencia no es una forma reduccionista que empobrece el entendimiento sobre la complejidad del mundo; todo lo contrario, hasta la fecha, ha sido una de las vías más eficientes para llegar a conocimientos universales que nos permitan mejorar la condición humana.
Si bien pueden no faltar quienes la apliquen con criterio estrecho, hasta el positivista más redomado entiende que hay dimensiones humanas que por su naturaleza pueden ser al momento inaccesibles al método científico, sin que ello implique en algún momento el poder abordarlas.
La ciencia tampoco es una creencia como cualquier otra, ni una religión. Demanda esmero, cuido, vigilancia, observación, experimentación y, ante todo, autocrítica. Ni se asusta con no saber, ni declara haber llegado al fondo de las cosas. La naturaleza última de la realidad será siempre como la olla con monedas de oro al final del arcoiris, una olla que debemos cuidar de no llenar con supersticiones, engaños o abierta mala fe. Y finalmente, justo es reconocerlo, la ciencia puede estar supeditada a intereses políticos, económicos y sociales egoístas. Pero esto va más allá del método científico en sí. Es la libre y responsable discusión democrática, en este punto, la que ha de velar porque las actuaciones y los productos de la ciencia sean éticamente gestados y solidariamente accesibles, para todas las personas.
Sociedades con desprecio por la ciencia, por el conocimiento, por las exigencias que demanda toda educación decente, terminan gestando individuos irresponsables que empezarán viendo bien el mentir y el plagiar en las aulas, para terminar, una vez llegados a puestos sociales de importancia, rompiendo reglas, manipulando, descalificando, actuando irresponsablemente, en nombre de sí mismos o de pelmas aún peores. No se necesitará ser un terraplanista terco para causar daño entonces. Educar para una sociedad democrática que se fundamente en la evidencia y en la búsqueda científica del conocimiento, debe ser una tarea crucial; un deber urgente el construir una cultura que nos proteja de la estupidez cuando, llegado el momento, los gérmenes toquen a nuestra puerta.
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