La química del demagogo es pasmosamente simple, cuando se le coloca a la par de los sapos y de las ranas en los laboratorios, para diseccionarla. Primero que nada, se trata, como acertadamente lo señala el psicólogo cognitivista Hugo Mercier (¿Cuán crédulos somos?, 2017), de auscultarle las frustraciones, los enojos, las necesidades insatisfechas a la tribu, estén o no justificados. Y sobre ellos, construir el carisma propio. Nunca al revés, como erróneamente suele creerse.
¿Qué sigue después? El mensaje redentor que, como bien lo señalan en un artículo fundamental Daniele Albertazzi y Duncan McDonnell (El cetro y el espectro, 2008), cuenta siempre con el mismo argumento monolítico, más allá de los esmaltes del caso: un grupo de personas (léase “nosotros”) homogéneas y virtuosas en manos de un peligroso grupo de “otros”, (élites, grupos, personas), que intentan despojar al pueblo soberano –esta última palabra no puede faltar- de sus derechos, valores, prosperidad, tradiciones, identidad o voz. Insertado esto hasta la médula, sigue entonces la solución, también acartonada y también de libreto: soluciones nuevas, prontas y radicales, por los medios que sean, para ese indefenso hombre de la calle.
En resumidas cuentas, todo comienza por el oportunismo del demagogo: urge tomar el poder a cómo se pueda, de manera urgente, echando mano de lo que sea. El poder por sí mismo. ¿Y para qué? Para mantener privilegios, para recuperar cuotas políticas perdidas pero ante todo, para aplicar su propia visión del poder, una visión en la cual él sin duda alguna tiene el monopolio de la franquicia, la potestad exclusiva de velar por la continuación de ese magno proyecto redentor. Por ello el disenso, la diversidad, la diferencia de criterio, no tienen cabida en su utopía oportunista. El demagogo crea una realidad uniforme y una vez dentro se convierte en el guardián de esa realidad, en el vocero de esas fuerzas superiores que, por lo común, también suelen invocarse como justificante del propio mensaje: la lucha de clases, el orden interno, la moral y la rectitud, la pureza del grupo, la voluntad divina, la selección natural, la supervivencia del más fuerte, el PIB, y un largo etcétera.
Y si, como lo sospecha el mismo Mercier, esta vez en otro artículo (Por qué razonan los humanos, 2011), la principal función evolutiva del razonamiento es convencer a los otros, toda evidencia en pro de la causa, así haya que mutilarla, deformarla, parcializarla o crearla, es válida. Lo importante es convencer. De tal forma surgen no los rumores, los libelos, las fake news. Surgen ante todo los enemigos de turno, genéricos y difusos, sin tomarse el trabajo de definirlos, y a quienes van dirigidos toda esa andanada: el marxismo o el capitalismo internacional, la ideología de género, los poderes fácticos, las potencias del inframundo, los reptilianos de la cuarta dimensión, los Sabios de Sión, whatever.
En definitiva, el demagogo lee el malestar de la población y lo usa en su provecho. Pero la suerte del pueblo le importa un bledo. Endulzarle la amargura no es su prioridad, más allá del pan y del circo, de las migajas que mantengan a esa pueblo contento para que no se vuelva en su contra a vuelta de hoja. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión: demagogos inescrupulosos habrá siempre, por cuanto la democracia no podrá satisfacerle las necesidades al 100% de la población las veinticuatro horas del día. Pero en la medida en que la democracia signifique algo útil para las personas, en la medida en que sea de provecho en el día a día de sus ciudadanos, más allá de las urnas y la indispensable e infaltable separación de poderes, la democracia estará a salvo de los malos perdedores en las elecciones, de los obsesionados con enmendarle la plana a un sistema que nos los premió con el hueso mayor.
Dicho en castizo centroamericano, si mi esfuerzo honesto de todos los días (porque el asistencialismo parásito no cuenta aquí), no da para ponerle en la mesa el arroz y los frijoles a mi familia, la democracia a mí no me significa nada. Aquel que venga a ofrecerme el auxilio en la tierra y la salvación eterna al otro lado del río, a cambio de una lealtad incondicional tanto en lo político como en el alma, contará con mi voto, así lo que me predique sea una sarta de dislates.
¿A qué viene todo esto?
Uno estaría tentado de reducir la combustión de los últimos días a una puja entre una Costa Rica liberal y progresista y una Costa Rica retrógrada. O entre una Costa Rica ilustrada y una Costa Rica ignorante. O entre una Costa Rica pacifista y una Costa Rica violenta. Y mucho hay de todo esto, cierto, en especial cuando nos circunscribimos a los sectores con intereses y ambiciones políticas. Solo eso explicaría las insólitas alianzas oportunistas que se cruzan entre conservadores religiosos, élites gremiales y políticos vanidosos con sed de reflector. Que ellos pretendan presentarse como el grupo que representa al pueblo y aprovechen la turbulencia para hacer presentación formal de sus candidaturas a alcaldías y vice alcaldías de cara a las próximas elecciones de medio período, hace que el gallo no cante más claro. En el aquí y en el ahora lo que cuenta es hacerse con el poder, aunque eso implique forjar alianzas contra natura en la cual el proyecto ideológico queda en tirones.
Pero no podemos quedarnos en el mero lustre. Eso es hacerle la comparsa a los inescrupulosos que buscan ganar réditos con el desasosiego, por las motivaciones que tengan. Lo que aquí cuenta y nos seguirá acompañando una vez se aquieten las aguas, es esa Costa Rica enojada y en un abandono de décadas (así sea el dos, tres o cinco por ciento), que será siempre el semillero del manipulador del momento. Una Costa Rica sin oportunidades, bajo el capricho de la corrupción, del caciquismo, del desinterés de sus dirigentes, sin servicios esenciales eficaces, sin carreteras, sin edificios públicos ni centros educativos decentes. Y ello, culpa de la incompetencia y el egoísmo de gobiernos sucesivos, muchos de ellos entroncados a políticos que ahora se rasgan las vestiduras por ello, políticos que ahora dicen venir a rescatarlos cuando antes no mostraron el más mínimo desvelo por ellos. Una democracia, en suma cuyas funciones protectora más básicas se diluyen apenas alcanzamos las zonas más pauperizadas del país, en las costas y en los perímetros rurales.
Justo allí nacen los estados fallidos. Justo allí nacen los movimientos políticos y mesiánicos dirigidos por cabecillas sin más norte que la vanidad más egoísta. En sistemas políticos frágiles ello lleva a la descomposición del Estado y al surgimiento de las tiranías. Que no pase en Costa Rica dice mucho del sistema y a su favor. Pero nada es un cheque en blanco sin fecha de caducidad. Urge expandir la democracia a estas poblaciones, una democracia que empiece por comida, salud y oportunidades de vida decentes.
¿Qué debemos hacer?
Ante estas crisis, encogerse de hombros y mirar para otro lado no es una opción. Todos debemos actuar. Y ello empieza por nuestro más fundamental papel como ciudadanos, actores últimos de la democracia. ¿Qué podemos hacer como tales? Ante todo informarnos. Cierto, la principal función del gobierno es informar, comunicar de manera sistemática y transparente. Y en esto ha sido lento en la reacción, poco eficaz e inclusive presa de una arrogancia inicial. Pero la democracia es el gobierno de los ciudadanos. Quitarse responsabilidad porque a mí no me informan, es una es una irresponsable negligencia. Informarnos, y no creernos lo que nos dicen de buenas a primeras (trátese de baños mixtos, drones, IVA, infraestructura), es un deber, por así decirlo, sagrado.
Debemos también desoír, a pesar de nuestro furor, a los que llaman al golpe de estado y a una subversión violenta. En nuestro sistema civilista, los cuartelazos son soluciones trogloditas del siglo pasado. Nos guste o no, el juego democrático es aceptar al gobierno legítimamente electo, y velar porque actúe con transparencia y que entregue el poder cuando el tiempo de las urnas así se lo indique. Los que medran con la violencia no suelen devolver el poder cuando lo logran, pisoteando si es del caso a los que los siguieron con entusiasmo. En este caso, justificarse con razones cívicas o religiosas nunca es un atenuante; todo lo contrario, es un funesto agravante.
Aceptar que estamos en una dolorosa y necesaria transición, que debemos resolver problemas que se han acumulado durante décadas y que la hora de medidas necesarias e impopulares llegó, (ejerciendo eso sí nuestro derecho de denunciar los privilegios allí donde los haya).
Ejercer las alianzas ciudadanas dentro del juego limpio. Debemos aceptar que ciertos hechos históricos, como el respeto legal a la diversidad, ya llegó. Démoslo por concluido y enfoquémonos en lo que realmente apremia. Salvo que mi egoísta concepción de la ley pase por legislar con base a mi gusto, debemos pasar la página y seguir con las tareas pendientes.
¿Qué debemos hacer como manifestantes, como dirigentes comunales? Manifestarse, claro, cuando se sientan legítimamente conculcados derechos legítimos. Pero la manifestación tiene un límite constitucional y alcanza su máximo valor cuando es a) cívica, b) responsable, y c) informada. Es legítimo manifestarme porque allí donde estudio el techo se está cayendo a pedazos o porque las becas nunca llegan o se distribuyen con criterios que son sospechosos. Lo que no es de oficio es quejarme por drones, baños mixtos, IVA o por las causas de los problemas y cuando me entrevistan no dar pie con bola justificando mis posiciones o limitándome a paliar el agujero repitiendo consignas hechizas una y otra vez. Y finalmente, la responsabilidad. La manifestación no es carta blanca de nada. No da superioridad moral para atentar contra vidas y bienes ajenos. Así nos repitan hasta el cansancio nuestros dirigentes la justeza de nuestra causa.
¿Y finalmente el Gobierno? Comunicar e informar, ante todo. Con prontitud, buena fe y transparencia. Ha sido lento, hermético y como ya dijimos, inicialmente arrogante en el abordaje de la crisis. ¿Qué más? Entender el enojo de los ciudadanos ante las desigualdades que infestan nuestro sistema cívico. No debe tolerar la corrupción, la incompetencia y la negligencia de aquellos funcionarios públicos o privados a cargo de los recursos de todos. El desastre de las infraestructuras educativas, de los servicios de becas, de los déficits fiscales acumulados, no son culpa de un solo ministro, como pérfidamente lo sugieren los demagogos de turno. Son el largo producto de una larga cadena institucional e idiosincrática de descuido, negligencia e intereses personales, cuando no de descaradas parcelas políticas, que empiezan en los gobiernos centrales, pasan por dependencias intermedias y terminan en juntas educativas, juntas de desarrollo y gobiernos locales. Los funcionarios públicos y los ciudadanos que gestionan recursos públicos deben responder con prontitud y contundencia por su negligencia y su falta de moral (algo ante lo cual el celo cívico de las dirigencias gremiales suele desvanecerse). Nada enfurece más a un pueblo que la corrupción cuando se acaba el pan y el circo.
No debe prescribir austeridad mientras derrocha por su cuenta en proyectos o entidades inútiles. Eso le resta autoridad y credibilidad como ente rector en medio de la confusa maraña en la que estamos, de intereses y ambiciones políticas confusas y enredadas. Y finalmente, en tanto cumpla su deber cívico e institucional, no debe negociar bajo el chantaje, lo cual es muy diferente a responder a la justa indignación pública. No debe atender a grupos violentos, ni brindar cabezas en bandeja de plata por capricho, ni aceptar diálogos condicionados bajo amenaza. Eso solo fortalece a la larga, a los que desdeñan la democracia, por más que digan hablar en su nombre.
Conclusión.
La historia lo demuestra una y otra vez. La democracia no sobrevive a su inoperancia para llenar las necesidades del día a día de la población, por más florido que sea su discurso. La plebe romana se lanzó en manos de César el autócrata porque la cháchara republicana del Senado solo les era beneficiosa a los aristócratas. La república de Weimar sucumbió a los extremistas de derecha por las restricciones de Versalles. El hambre, el desempleo y la inflación que lo reducía todo a polvo. La población de Vietnam del Sur se entregó a los brazos de Vietnam del Norte porque el discurso de un sur democrático y un norte tiránico y comunista escondía la realidad de un régimen meridional déspota y corrupto con sus ciudadanos. Nada significó la caída de la monarquía y la instauración de una supuesta república para los quince mil campesinos famélicos del desértico nordeste brasileño, que siguieron al sombrío mesianista Antônio Conselheiro en una sangrienta pugna de años contra las tropas federales brasileñas.
Nadie, absolutamente nadie, se preocupa por proteger a un sistema que cobija a los corruptos, a los negligentes, a los bautizados políticos y en el proceso me esquilma como ciudadano de a pie. Sistemas así causan enojo, causan rencor. La democracia no se construye sobre el desnivel, sobre la impostura. Y darle voz y forma a ese enojo es la tarea del demagogo que, con pleno conocimiento de causa no modificará el sistema una vez alcanzado el poder, salvo en aquellos detalles que le resulten inconvenientes para su permanencia en el mismo.
Poco importa si en este caso se trata de una élite sindical obstruccionista a la que le han metido el bisturí o un movimiento político conservador arrinconado en el Congreso y escindido ferozmente, los que pugnan pese a su alianza por el monopolio del reflector. Si bien estamos lejos del colapso que apocalípticamente claman, es fundamental volver los ojos a aquellos que nuestra democracia dejó en el camino y que siempre serán víctimas tentadoras de los inescrupulosos de turno, vengan de donde vengan.
Porque arribistas, ignorantes y manipuladores movidos por el ego siempre habrán. Lo que cuenta es la salud del sistema. Un orden democrático robusto que los pueda rechazar, como se rechaza a los gérmenes. Y eso pasa por el máximo bienestar de la gente. Porque eso, en resumidas cuentas, es de lo que realmente trata la democracia.