Un patriota… Un hombre fuerte y decidido, casi mártir, por poco angelical, que anteponga el bienestar de la patria y de los otros a sus propios intereses personales, mismísima existencia incluida.
Alguien que irrumpa machete en mano y pode parlamentos, tribunales, casas presidenciales e incluso leyes (si en el proceso les hace sufrir, mejor que mejor). Un patriota, nunca está de más enfatizarlo, que ponga en marcha su obra purificadora en bien del pueblo, de la nación y de la libertad pisoteada por la corrupción y la injusticia.
Después de todo, esas instituciones ya están infestadas y corrompidas, ¿No es así? ¿Quién va a extrañarlas, después de todo? Nada se pierde con descabezarlas, engullirlas y hacerlas propias. Rescatar la nación definitivamente y si, en el proceso, se apoya en las fuerzas armadas del vecindario (de algún lado debe sacar el músculo para tan loable empresa, ¿no?), miel sobre hojuelas pues.
La frase a nadie se le hace extraña. Todos la hemos imprecado, allí donde las instituciones democráticas son débiles y su interés por el bienestar ciudadano, negligente, cuando no abiertamente pusilánime. Algo que, lamentablemente, se va convirtiendo en la práctica generalidad del planeta.
Todos hemos pensado, añorado e invocado con exasperación por un patriota redentor, cuando contemplamos a una interminable ristra de políticos, empresarios o ciudadanos corruptos salirse una y otra vez con la suya, ganando dinero a raudales, amablemente tratados por jueces condescendientes y congresistas inescrupulosos, acaso compinches suyos; yéndose para sus casas con privilegios inaccesibles al común de los mortales, quienes sin embargo se los pagan.
Y todo para reiniciar el asalto institucionalizado una y otra vez, reduciendo a polvo el esfuerzo de cada uno de nosotros, bajo la severidad de un sistema judicial que tratará con toda la aspereza del caso a cualquiera que carezca de los amigos adecuados.
Ante semejante desolación, es comprensible que añoremos todos por un salvador de semejante fuste. Y que, en el proceso, tratemos de sobrevivir al sistema, volteando siempre que podamos la cabeza para el otro lado.
El problema es que añorar no nos exime de ser prudentes. Y en este caso, en el supuesto remedio, en el caudillo, tenemos uno de los carburantes más peligrosos para el mal que pretendemos combatir: la deshonestidad.
Desembrollando la podredumbre.
Juego de sobornos en la policía (The Ram´s Horn, 1902).
Al monstruo se le define fácil, pero desenredar sus tentáculos es otra historia, bien distinta. En su sentido más extenso, la corrupción es el uso ilegítimo del poder que ha sido confiado, con el fin de beneficiar intereses privados; muy especialmente, el uso ilegítimo del poder público.
No existe, prácticamente, sociedad inmune a ella, si bien algunas han sido más exitosas que otras en su combate, como lo veremos más adelante. Pero, de todas formas, un grueso blindaje no es, en modo alguno, una garantía permanente. Conforme se desarrolla, un colectivo o nación pueden dejar atrás un historial inicuo de violencia género, por citar un ejemplo, solo para iniciar una espiral de gula consumista que dispare la corrupción en los grandes negocios. Conforme vengan otros desafíos, la corrupción puede generar las defensas necesarias que le permitan adaptarse exitosamente a nuevas legislaciones, aparatos penales reforzados, cambios culturales menos tolerantes y sistemas tecnológicos que brinden más transparencia en la administración de lo público. De igual forma, conquistas éticas que se creían seguras, pueden verse progresivamente erosionadas.
©Thought Catalog (www.thoughtcatalog.com)
Así como opera en la sombra, también se pavonea bajo la luz del sol, si la institucionalidad local es lo suficientemente débil, ambigua o cobarde como para tolerárselo. A la hora del desfile, los trajes en la pasarela también son variados y acordes al sabor del momento, no importa el tamaño de la revista: desvío de fondos, perjurios descarados, sobornos, extorsiones, ofrecimiento de empleos públicos para satisfacer intereses o compromisos personales, carteles de contratación amañados, cabildeos inescrupulosos con funcionarios públicos o privados, ofrecimiento de premios, hoteles, licores, viajes o prostitutas, compartir información privilegiada con terceros exclusivos a cambio de paga, alterar las propias declaraciones de impuestos, mentir para saltarse el propio puesto en la fila o para justificar el incumplimiento a plazo de una tarea o proyecto, pasar por alto las señalizaciones, las indicaciones de parqueo, los protocolos sanitarios, las políticas públicas de manejo de desechos o de cuido ambiental y, finalmente, la madre de todas las anteriores, admirar y colocar, en el pedestal de la astucia, a quienes rompen las reglas y prosperan nadando en el estanque de la deshonestidad.
Así como puede hincar sus dientes en cualquier aspecto de la vida social, no importa cuán grande o intrascendente pueda parecer (salud, educación, poder ejecutivo, parlamento, tribunales, deportes, empresas, pequeños negocios, medios de comunicación, la misma sociedad civil), cuenta también con la plena capacidad de adivinarle el precio potencialmente a cualquiera, ya sean políticos, funcionarios, gente del común, empresarios, comerciantes o celebridades, por mencionar algunos.
Los grilletes de la corrupción.
©Nick Fewings (@jannerboy62)
Los costos de la deshonestidad son otra historia que merece ser contada. La corrupción arremete contra uno de los presuntos vitales de la democracia contemporánea: la certeza de que todos, tarde o temprano, hemos de ser tratados con justicia y en atención a nuestras particularidades, sin privilegios para propios o extraños.
Al tolerar atajos y beneplácitos indebidos que los inescrupulosos transitan a sus anchas, la corrupción hiere y envenena de gravedad a nuestras instituciones sociales y culturales, desalentando la cooperación, la tolerancia, la innovación, la competitividad, el emprendimiento, el juego limpio, la confianza entre extraños, el respeto al patrimonio cívico y a la herencia ambiental común. Con ello, fomenta la inequidad, la pobreza, las crisis económicas y ambientales, las divisiones sociales, la violencia de todo tipo y, como funesto corolario, nuevas y horripilantes formas de envilecimiento individual y colectivo.
De tal forma, el cinismo termina por enquistarse en el tejido social, inoculando la desconfianza y el desprecio no solo por la legalidad, sino también por la deliberación parlamentaria, las libertades fundamentales, la creación honesta de riqueza, la tolerancia, la iniciativa personal, el civismo y la participación en la vida pública. Pero, por sobre todas las cosas, la corrupción convence a la sociedad a la cual parasita, de que una vida mejor, por medios legítimos, es algo totalmente irrealizable, dejando en ella una herida pocas veces tomada en cuenta: el desaliento.
El costo moral de la corrupción.
©John Moeses Bauan (@johnmoeses)
Más allá de los 2,6 mil millones de dólares estadounidenses que, año con año, la corrupción arrebata al bienestar de la economía planetaria, la deshonestidad tiene un enorme costo psicológico y moral que no hemos querido, o aprendido, a cuantificar. El obligatorio pago de sobornos para acceder a bienes y servicios que, después de todo, deberían ser recibidos, genera no solo angustia en aquellos sectores más desposeídos que los necesitan a la desesperada, sino también una inmensa sensación de vulnerabilidad y desesperanza, que atasca mortalmente las posibilidades de desarrollo de dichos sectores. A ello añádase el enojo de contemplar como otros pueden obtener esos beneficios de manera ilegal y disfrutarlos con total impunidad, y las condiciones para un estallido de violencia estarán prontas.
©Steve Mushero (@steve_mushero)
Los servicios de salud y asistencia social suelen ser castigados en su eficacia y su presupuesto, con lo cual las poblaciones que los necesitan quedan expuestas a un mayor deterioro.
El temor de ser triturado por esa ley que se precia de justa pero que, sin embargo, protege descaradamente a los inescrupulosos, estimula todo un entramado de estrategias de supervivencia que pasan, contradictoriamente, por escabullir la ley.
Y como herencia funesta, firmemente incrustada en el imaginario colectivo, queda la convicción de que el esfuerzo honesto, la creatividad, la iniciativa, la responsabilidad, el compromiso, la solidaridad, no valen nada. ¿Para qué cultivarlos, si el dinero, el poder, los contactos, los buenos amigos y las palancas apropiadas son la verdadera varita mágica, que nos convierte las calabazas en carruajes del año?
Y en ese momento, cuando la situación nos parece desesperanzadora e irremediable, cuando nos percibimos a nosotros mismos acabados, abatidos y sin un resquicio de legalidad que nos proteja, es que empezamos a suspirar por ese superhombre (o supermujer) de talla nietzscheana, llamado a rescatarnos y, de paso, incinerarlo todo en el proceso. Es entonces cuando aparece el caudillo.
«No se meta en política…»
«Caudillo de España por la gracia de Dios»
Moneda franquista, (1949)
El dictum lo recibió, a boca de jarro, Sabino Alfonso Fueyo, director del periódico falangista Arriba, desesperado ante las interminables presiones que recibía de los segundones del régimen: “Haga como yo. No se meta en política”. Abrumados ministros, tratando de satisfacer la voracidad de las distintas familias, entre las cuales se encontraban distribuidas las migajas del poder, fueron también objeto de esta, como anémico consuelo. Y en todos los casos, siempre por cortesía del mismo hombre fuerte: el dictador español Francisco Franco Bahamonde.
Difícilmente encontremos una frase que radiografíe tan meticulosamente al caudillo. Tras una engañosa apariencia de altivo desdén por algo tan pútrido como la política, se agazapa alguien que, o bien es un completo irresponsable, o bien no tolera que otros le invadan el charco, cosa que invariablemente suele pasar en una democracia.
©Bill Oxford (@bill_oxford)
De ser creída con fe de carbonero, toda actividad política es de por sí sucia, apenas por encima del nivel de la calle. Quien se interese por ella, alberga las peores intenciones y merece automáticamente toda clase de repudio, excepto, claro está, el caudillo y aquellos a quienes este reconoce como suyos.
Nada hace ningún mortal decente embarrándose las manos con esta. Para eso está el caudillo y su cohorte. Ellos hacen el trabajo grasiento por uno, por el prójimo, por la sociedad. Lo único que nos pide por sus desvelos es no preocuparnos por los asuntos públicos. No hace sentido si lo tenemos a él y a su séquito.
Es por ello que el caudillismo, tarde o tempano, se convierte en uno de los grandes combustibles para la corrupción, esa corrupción que, paradójicamente, ha jurado combatir en defensa del “ciudadano de a pie”.
©Michal Matlon (@michalmatlon)
Tarde o temprano, el caudillo sucumbe a la tentación de creerse imprescindible, de convencerse a sí mismo de que las reformas que piensa realizar (o que ya ha realizado, aunque sea en su imaginación), por siempre necesitarán de él para ser defendidas de los enemigos.
Aun cuando su llegada al poder esté cundida de los más angelicales deseos, el campeón de las masas adquirirá compromisos, se verá envuelto en transacciones, lo cegará el vértigo de un poder absoluto con súbditos condescendientes, pasará por alto prebendas, le perdonará deslices a sí mismo o a los propios y no tolerará el disenso, terminando por crear una nueva red de corruptelas, allí donde otras le antecedían.
En sus inicios podrá recibir el aplauso de la masa, entusiasta ante cada paso purificador que realice cuando asalte el Congreso, persiga a sus opositores o intente un golpe de Estado. Pero, más antes que después, el nuevo sistema de privilegios, desigualdades y favorecimientos, con leyes debilitadas e instituciones sumisas, comenzará a pasarle la factura.
Tarde o temprano, los que le aclamaban terminarán dividiéndose en nuevos adversarios y viejos seguidores. Los primeros conocerán la disciplina del régimen, reservada para aquellos ingratos que desprecian los desvelos del gobernante. Y los últimos, que serán los menos, terminarán comprometidos con la nueva degradación de las cosas, muchas veces ya sin marcha atrás.
Un brebaje funesto.
Y es que el cóctel de la corrupción y el caudillismo, logra su mejor sabor en aquellos paladares convencidos de que la política no solo se reduce simplemente a votar y a contemplar ocasionalmente uno que otro debate, sino también a evitar verse envuelto en ella.
©Markus Spiske
Ante un interminable cortejo de corrupción e impunidad que parece despreciar todo sentido de la proporción, el cacareado imperio de la ley, la sagrada división de poderes ya barruntada por Aristóteles y defendida por Locke y Montesquieu como freno a la paradójica deriva antidemocrática de la democracia, terminan por perder respeto ante los ojos de la mayoría que, en respuesta al hartazgo, vuelven sus ojos a las soluciones imprácticas y expeditas que les ofrezcan los ambiciosos e inescrupulosos de turno, haya o no legalidad de por medio.
Semejante brebaje ha dejado una consecuencia funesta en regiones que, como América Latina, ya de por sí puntúan alto en corrupción endémica, propia de una débil organización institucional que privilegia el beneficio, a toda costa, de parientes, amigos y compinches, en perjuicio de un razonable sentido de confianza entre extraños: la ausencia de una cultura política responsable e informada.
©Marcus P. (@marcusp)
Las consecuencias no son para reírse. No solamente nos hemos convencido de que toda militancia política es inútil y que la solución yace en las manos mágicas de alguien que, tarde o temprano, ha de aparecer para redimirnos. También hemos limitado nuestra concepción de la cultura cívica a la deliberación idiota en las redes sociales, antaño predio exclusivo de las tabernas locales, como bien se lamentaba Umberto Eco. Quejarnos en el anonimato del internet, repartir odios sin fundamento y creer de buenas a primeras todo mensaje a la medida de nuestras creencias previas, es ya para muchos, un patriotismo suficiente, bueno y cumplidor.
¿Qué queda, entonces? ¿Es razonable ceder a la tentación del mesías de carne y hueso que se publicita en las redes, como la solución política a todos nuestros males? ¿Terminamos de darle el tiro de gracia a una institucionalidad diseñada a la necesidad del poderoso?
¿Cómo contener heroicamente las náuseas y no cometer desatinos en las urnas cuando se acumulan en las noticias los escándalos ligados a los Panama Papers, los sobornos y los fiascos logísticos de la mega constructora Odebrecht a lo largo del subcontinente, las ramificaciones, incluso jurídicas del Lava Jato, las concesiones amañadas a dos de las más grandes constructoras en Costa Rica, la construcción de la tristemente célebre Casa Blanca durante el gobierno de Peña Nieto en México, la corrupta y opresora tiranía orteguista en Nicaragua, el íntimo maridaje de personeros del régimen venezolano con el narcotráfico, los descarados asaltos al erario público por parte de las mismísimas presidencias en El Salvador, Guatemala y Honduras?
¿A dónde voltear la mirada en busca de ese redentor de carne y hueso que tanto parecemos esperar?
El espejo de la sociedad civil.
©Colin Lloyd
Pongámonos serios y dejémoslo claro de una vez: el desdeñar la política es también una forma de hacer política. El desinteresarse de los asuntos públicos, el rechazar toda forma de involucramiento cívico, el decidirse a participar de las redes de premios y complicidad con los de arriba, el entregar perrunamente la fe propia en manos de algún patriota de último minuto, es también una forma de hacer política.
Hemos llegado al profundo convencimiento, para desgracia nuestra, de que no hacer política es políticamente correcto, y de que todo ciudadano decente que se precie, se abstiene de esta y se la deja a sus líderes, sin mayor control cívico.
He aquí la trampa, el cepo por el cual nunca saldremos de la espiral sin esperanza de la deshonestidad,; la razón por la cual el caudillo, el ungido, el que arremete contra las leyes y las instituciones, con la promesa de renovarlo todo, nunca será la solución a nuestros problemas: nuestra sociedad civil se ha convencido de que toda colectividad respetable no debe interesarse por lo que se hace en nombre de ella, mucho menos agobiarse con los problemas que derivan de controlar a quienes dicen protegerla.
Nada es más beneficioso para los aprendices de autócrata, para los patriotas de pacotilla, para corruptos y corruptores. Nada es más tentador, por aquello de que, en arca abierta, hasta los justos pecan, que una sociedad así.
Por ello en nuestra región todos los escándalos, los juicios, las filtraciones a la prensa, las teatrales intervenciones policiales, las condenas penales, que después quedan reducidas, por mil tecnicismos, a su mínima expresión, no evitarán que el ciclo vuelva a empezar, con nuevos y sonados alborotos, con nuevos encubrimientos y complicidades, condenándonos fatalmente a residir en el ciclo sin fin de inequidad, violencia y desigualdad en el que ya nos encontramos.
¿Qué hacer entonces? Ante todo, tener claro que ningún patriota aparecerá de la nada para prometernos la redención eterna, sin pedirnos nada a cambio. Ese patriota no es más que todos nosotros, cada quien en su brega cotidiana y en los indispensables esfuerzos colectivos que lo enlazan con los demás. La honestidad país es el rompecabezas que todos, en nuestras propias parcelas, atinamos a armar en equipo.
Asimismo, tener claro que todo caudillo, cualquier patriota que se promocione a sí mismo y a los suyos para sacarnos las castañas del fuego, no es ni más ni menos que producto del mismo torno cultural que nos ha moldeado a todos, variantes más, variantes menos.
Todo congresista corrupto, todo juez complaciente, todo presidente venal, al fin y al cabo, están donde están porque la sociedad los coloca allí, en virtud de los valores que esta profesa y cuya defensa ve reflejada en el representante político, al cual le endosa el cheque en blanco.
De tal forma, nos guste o no, una bancada parlamentaria de gran tamaño que despotrique obsesa contra los controles ambientales en materia de negocios, simple y sencillamente es la prueba de que, a nosotros, como sociedad, el cuido del patrimonio ambiental se encuentra muy abajo en nuestra lista de prioridades.
No existe otro camino alternativo que un profundo compromiso con la participación cívica y la transparencia, con el control ciudadano, con no ceder a la tentación de ladear la ley en las minucias de la vida cotidiana, para desde allí ir minado la gran corrupción en las esferas más altas del poder.
©Ave Calvar
Y esto parte de un primer gran paso fundamental: desatorar en nuestras mentes lo que significa la participación política. Más allá de asistir o no a las urnas, hacerse miembro de juventudes partidarias, conformar papeletas electorales, renovar el carnet de militancia gremial, organizar la logística del día de las elecciones, distribuir signos externos, darle likes en las redes sociales a quienes seguimos e injuriar a los que no piensan como nosotros, la verdadera militancia política es comprometerse de manera activa y, valga la redundancia, militante, con aquellas causas sociales que nos legítimas y valiosas.
Ya sea cuidar el ambiente, sembrar árboles, limpiar ríos y denunciar a los polutores, brindar nuestro conocimiento y nuestro tiempo a enfermos, mujeres agredidas, jóvenes desamparados, ancianos indigentes, personas discriminadas u organizaciones que fiscalizan el actuar de los gobiernos locales, combatir leyes injustas, promover legislación progresiva, interesarse en el seguimiento de lo que hacen nuestros representantes y hacérselos saber; en suma, rendirse al placer, ya olvidado por nuestra civilización contemporánea, de comprometerse con una causa, esa es la esencia, el primer gran paso para hacer política. Ella es la materia prima con la cual construimos la honestidad cívica, ese compromiso moral y psicológico, no mediado por leyes, para con el resto de la sociedad.
El ADN de la honestidad.
©Austin Kehmeier (@austin_kehmeier)
Invariablemente, países como Suecia, Finlandia, Suiza, Luxemburgo, Singapur, Nueva Zelandia, un año tras otro puntúan en lo más alto de los índices globales de transparencia, pública y privada.
¿Es que acaso hay algo en el ADN de sus gobernantes, de sus funcionarios públicos o privados, de su empresariado, que los separa del resto de la humanidad?
Cierto, se podría argüir que es fácil ser honesto cuando se nace en la prosperidad y no se tiene sobre la testa la guadaña de tener que sobrevivir día con día. Pero esto es una simplificación del problema, pues la prosperidad social es posible solo merced a una administración pública y privada tan transparente como eficaz.
Lo que tenemos en estos casos, son naciones con sociedades civiles sumamente imbuidas del compromiso moral que demanda la honestidad cívica y que, por ello no dudarán en llamar a cuentas y sentar en el banquillo de los acusados a aquellos que se quieran pasar de listos. Congresistas, primeros ministros, empresarios, servidores públicos y privados, académicos, ciudadanos de a pie, se comportarán apreciablemente mejor que el resto de sus colegas del planeta porque, en sus casos, su prójimo de al lado estará muy dispuesto a reclamarles cuando intente pasarse de listo.
De allí que todos los esfuerzos y recomendaciones de decenas de organismos internacionales para fortalecer la transparencia (sistemas unificados de compras, trazabilidad, libertad de prensa, tribunales independientes, sistemas administrativos blockchain con libre acceso a la fiscalización ciudadana, fortalecimiento de los sistemas directos de elección popular, fomento de la deliberación pública y del debate colectivo responsable e informado, por citar algunas), serán solo posibles en la medida en que se nutran de una sociedad civil responsable, informada, democrática y combativa. No hay atajos ni caminos alternos aquí. Todo lo demás es simple cántico de sirenas.
La asignatura pendiente ahora, para todos nosotros, como bien dice el historiador y periodista español Gustavo Adolfo Ordoño, es adquirir mayor cultura política. Ah, y de paso, que sea democrática. Democrática y responsablemente deliberativa.
El verdadero patriota, ese por el cual clamamos, al fin y al cabo no es ningún ungido, ya sea por los poderes de la tierra o del cielo. No. El verdadero patriota somos todos, aquí y ahora.
Alguien así fue el General de Gaulle. Sacó a Francia de atolladero en que se encontraba, liberó a las colonias francesas en Africa, terminó con la guerra de Argelia. ¿Pero aquí quién?
Saludos cordiales, mi estimado don Rodrigo. Muchas gracias por su comentario. En los actuales tiempos que corren, todos debemos ser el caudillo, empezando por nuestra conducta de cada día, en aras del bien común. La sociedad civil, educada y consciente, es el alma de toda democracia sólida y madura. Un fuerte abrazo.