Recién finalizó setiembre, el mes consagrado a la prevención mundial del suicidio. Pero el flagelo no se irá solo porque haya concluido la treintena por nosotros asignada en el calendario de nuestras preocupaciones.
A las más de 700 000 mil personas que han de morir por suicidio cada año (el 77% de ellas en países de ingresos bajos y medios), hemos de agregarle la inmensa tragedia de quienes deberán sobrevivirles, preguntándose hasta el último día de sus vidas tanto el por qué como en qué les fallé.
Hemos ido avanzando en nuestra comprensión del suicidio como una tragedia personal, nadie puede negar eso. Nuevos medicamentos para tratar las afecciones mentales que le anteceden, nuevas técnicas psicoterapéuticas, terapias de apoyo, educación familiar, entrenamiento en habilidades para la vida y resolución de problemas, estrategias de autocuido, terapias recreacionales y educación sobre los estigmas asociados han ido dejando su impronta, junto a una mayor disposición para discutir abiertamente este fenómeno, derribar barreras y apoyar a aquellos que han llegado al convencimiento de que no hay más alternativa que sufrir solos.
Hemos ampliado nuestra visión del túnel y en el proceso, hemos contribuido a rescatar innumerables vidas. Pero en el global, seguimos con la sensación de que solo aplicamos remiendos en una represa que se nos sigue agrietando. Las causas últimas del suicidio son muchas, cierto, pero no damos aún con la adecuada forma de abordar las fuentes últimas que nos permitirían prevenir muchas, muchísimas tragedias posteriores.
Es hora de que terminemos de dar ese paso que no nos animamos a concluir. Creemos irlo entiendo todo del suicidio como un problema personal. Vamos garabateando las condiciones sociales, culturales y económicas que lo empujan.
Una cultura de la solidaridad.
Pero es hora de ir más allá. Es hora de que empecemos a ver el suicidio como un problema de civilización, de la civilización que nosotros los humanos hemos fabricado. Cargamos con este flagelo pues nuestra civilización se ha construido, indistintamente de la ideología, sobre la certeza consumada de que seguir adelante para algunos será posible solo si a otros les cerramos el callejón (no en balde la sensación de estar arrinconado sin escape suele ser el disparador del intento de suicidio).
El suicidio es uno de tantos escapes que, nos guste o no, históricamente condescendemos a la espalda porque nuestras civilizaciones tienen la exclusión inserta en los tuétanos como mecanismo regulador. No sabemos cómo vivir sin ella. Nos aterra hacerla a un lado.
El suicidio, entendámoslo de una vez, se vive en carne propia pero NO es un problema personal. Cierto, cada uno tiene la obligación ética de preservar su vida hasta dónde le es posible y pedir ayuda cuando sus recursos menguan. Pero hasta que no construyamos una cultura planetaria de la solidaridad como valor supremo, especialmente entre los líderes de las zonas más castigadas del globo, no lo lograremos.
Mientras tengamos valores culturales que prescriban rechazar a nuestros hijos por pertenecer a la diversidad sexual, burlarse en redes sociales de quienes piensan, pesan o hablan distinto a nosotros, excluir a los pobres que vienen de otro país con un lenguaje o un color de piel distinto al nuestro, mal pagar a nuestros empleados o ganar dinero a costa de jóvenes expuestos a discursos incendiarios que tarde o temprano los harán detonarse en el escaparate de un supermercado, seguiremos apagando hogueras a nuestro alrededor.
Tarde de domingo con café.
Debemos volver a recuperar ese espíritu de solidaridad, de trabajo en equipo viéndonos en directo a los ojos, que fue el que le dio a nuestra especie la posibilidad de sobrevivir. Debemos dejar atrás el extremo individualismo patológico que nos han enseñado (y aceptamos con avidez) como el bien supremo.
Desconectarnos de los aparatos y de las redes (sí, incluso de este artículo, si es necesario) y salir a encontrar a los demás allá afuera, en las causas sociales, el voluntariado, en las reuniones de amigos y familiares, en los cafés de un domingo por la tarde.
Abandonar las estúpidas discusiones en redes que no llevan a ningún lado salvo para troles y acosadores y no tragarnos más esa imagen de vida perfecta con la que muchos pretenden amoscarnos.
Cuidar de no invalidar a aquellos de cuya crianza o supervisión somos responsables, en la familia, en el aula y en el trabajo.
Y, lo más difícil de digerir para muchos, aceptar que la diversidad es la marca de fábrica de nuestra especie, en todos sus órdenes. No podemos vivir sin ella y no tenemos derecho a cerrarle el callejón a nadie, ni como personas ni como sociedad, solo porque tiene la osadía de ser diferente a nosotros.
Alzar la voz.
Debemos alzar nuestra voz conjunta como ciudadanos y exigir una administración pública transparente, sin corruptelas ni beneficiarios inmorales, que se traduzca en más prestaciones en salud pública y una salud privada más asequible, sin menoscabo en presupuestos pues solo habitantes vivos y sanos sacan adelante a un país.
Debemos exigir salarios dignos que permitan cubrir adecuadamente las necesidades personales, así como prácticas laborales que le exijan a sus trabajadores, cierto, pero no a costa de su integridad o de su dependencia económica.
En una esquina de la pared.
Y, finalmente, debemos entender el suicidio como lo que realmente es: no un acto, sino un proceso. Cuando se toma la decisión, mucho ya se ha rumiado, se han vivido experiencias adversas y se ha llegado a la conclusión de que la vida nos arrinconó en un callejón sin salida.
Poco a poco se han ido acumulando los problemas que parecen sin solución, brotando una imbatible sensación de desesperanza. Progresivamente las crisis comienzan a cercarnos, nuestros recursos personales nos parecen estériles para afrontarlos, hacen su pie en escena los pensamientos catastrofistas que, en cuestión de tiempo, se trasladan al cuerpo, cobrando su deuda en términos de apetito, sueño, entusiasmo y disfrute.
Lenta, calladamente, irá surgiendo la añoranza de la muerte, la única ventana vista como escape a esa esquina de la pared contra la cual nos encontramos desvalidos, siendo entonces cuestión de tiempo el que nos decidamos a intentarlo.
Pero la vida (esa cosa abstracta) no suele tener esas intenciones de acorralarnos adrede. Son personas concretas con sus actos, son mis propias percepciones, aprendidas en el curso de mi vida, son condiciones de salud concretas, las que nos llevan a eso. Son los actos de las personas, a nivel colectivo e individual, los que debemos corregir para prevenir el suicidio.
Un grillete más.
Para David Hume, el suicidio no era un crimen en sí dado lo ínfimo del daño perpetrado a la sociedad (un familiar sobreviviente no podría sentirse más en desacuerdo), mientras que para Albert Camus el suicidio no es sino el rechazo de nuestra libertad intrínseca, debiendo por el contrario abrazarse la vida con fervor, como único remedio válido contra lo absurdo de una existencia que se nos antoja carente de sentido.
En línea con las condenaciones propias de las tradiciones religiosas abrahámicas (quienes ven en el suicidio el rechazo al don de la vida dado por el Creador), Maimónides y, siglos después, Chesterton, vieron en el suicidio un acto personal que conlleva a la destrucción de todo el mundo, mientras que para el filósofo y psiquiatra Thomas Szasz el suicidio es el derecho último y fundamental de toda persona, añadiendo Jean Améry que el suicidio es la libertad irreductible de todo individuo.
Pero quizás valga la pena, en este punto de la discusión, asomarse a otras tradiciones menos conocidas, pero no por ello menos sabias. En su estudio ya clásico sobre la religión de los nativos ainu del norte del archipiélago japonés, Robert Adami señala como las prácticas disuasorias del suicidio incluyen, junto a una mitología admonitoria, la obligación moral de todos los miembros de la comunidad de rescatar, proteger y velar por aquellos que intenten quitarse la vida.
Y es que en la cosmovisión de los ainus, la supervivencia de la colectividad pasa por el bienestar de todos y cada uno de sus individuos. Cada persona que decide abandonar la vida fuera de ciclo priva a la comunidad de una valiosa fuente de conocimiento y cobijo, de alguna destreza para la pesca o la cacería, para la fabricación de cestas o para la construcción de viviendas, para la narración de historias o para el arte de las hierbas medicinales. Cada muerte fuera de tiempo condena al grupo a la desaparición. La solidaridad es, ante todo, el seguro de vida contra los inevitables sinsabores que ha de traer la existencia.
Es tiempo de que razonemos como los nativos ainu. Cada ser humano que se nos va antes de tiempo, por culpa de condiciones que podemos y debemos corregir, es un aliado menos, la pérdida de una promesa, de una posibilidad de seguir existiendo en una humanidad mejor. Recortar esfuerzos en la construcción de mejores prestaciones sociales y económicas, en la gestión de un proceso educativo que combata sin cuartel la ignorancia y el estigma en torno a esta tragedia, no es sino un criminal atentado contra dicha promesa.
Fuente: London Stereoscopic Company – Hulton Archive (1870)
Bien lo decía John Stuart Mill en su influyente ensayo Sobre la libertad: si la esencia de la libertad yace en nuestro poder para tomar decisiones, toda elección que nos arrebate la capacidad de tomar nuevas decisiones debe evitarse hasta donde nos sea posible.
Más allá de los manidos discursos sobre el suicidio como respuesta permanente a un problema temporal (ingenuos cuando se trata de afrontar sinsabores a perpetuidad), Stuart Mill, pienso yo, da en el clavo: el suicidio es también, después de todo, un grillete. Nos encadena a la desesperación, nos hace abandonar la vida con el sabor del fracaso en el espíritu y condena a quienes lo sobreviven a la desesperanza perpetua.
En tanto podamos tomar, como individuos y como civilización, más y mejores decisiones, hemos de evitarlo a toda costa. Por el bien de la gran familia humana. Por el bien de cada uno de nosotros.