
Murió al igual que George Floyd, imprecando que no podía respirar. Su nombre fue Settela Steinbach y su mirada de terror, antes de cerrarse la puerta del vagón para ganado en el cual sería trasladada a Auswitch, quedó grabada en la culpa colectiva de la Humanidad. Una pequeña niña romaní de diez años, preguntándonos con sus ojos suplicantes y asustados, el porqué de su condena a muerte. No hubo final feliz en esta historia, como tampoco lo hubo para George Floyd. A las pocas semanas de arribar al infame campo, Settela murió asfixiada en las cámaras de gas. ¿Su crimen? Pertenecer a una raza, pero ante todo a una raza no humana, según sus verdugos, una raza apenas mejor que los gérmenes y que, por ello, merecía un destino no mejor que la asepsia.
Una obsesión estúpida.
Nuestra manía por clasificar la humanidad del otro en virtud de su piel, sus ojos o la textura de su pelo, en modo alguno ha sido una constante en nuestra especie. Para los antiguos, compartir los rituales culturales y religiosos, así como la lealtad al clan familiar, podía ser de más peso que los rasgos físicos. No es sino a partir del siglo 16 cuando el moderno concepto de raza empieza a asomar los dientes, justo para defender la expansión y el sometimiento de otros pueblos. La respetabilidad científica comienza a serle dada con la clasificación taxonómica de Carl Linneaus, la cual catalogó a los humanos en europeos, asiáticos, americanos y afers (africanos).
Pero la bendición pseudo científica llegaría de la mano de mamotretos como el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, de Arthur de Gobineau, en 1853, primer intento de justificar, sobre supuestas bases científicas, la desigualdad de las razas humanas, su inferioridad conforme se alejaban del estereotipo europeo occidental y, no de otra forma podía ser, alegar el sometimiento de las mismas en nombre de la civilización o el exterminio en nombre del más apto. El camino para los genocidios, la pureza de sangre, las limpiezas étnicas, los zoológicos humanos, las políticas eugenésicas, los Holocaustos, los Porajmos, los apartheids, las deportaciones en masa y los nacionalismos étnicos, quedó definitivamente abierto.
El colosal problema que esos sangrientos disparates nos legaron, a pesar del aterrador espectáculo que fue el siglo 20, es que siguen bien vivos en nuestro día a día, ya sean de manera flagrante en la brutalidad policial de los Estados Unidos, en la represión de la dictadura china a sus minorías uigures o en nuestra más sutil y negacionista vida cotidiana. Sí, creemos que las razas existen y, mucho peor, que algo hay de cierto en ellas cuando las juzgamos. Más aún, creemos que las diferencias entre las mismas deben regir nuestra convivencia como especie. No hemos erradicado el racismo. Lo azucaramos y le cambiamos la etiqueta. Pero seguimos adictos a la dosis.
La trampa del racismo.
El racismo nos ha convencido a todos, absolutamente a todos, que: a) los seres humanos pueden e inclusive deben clasificarse en grupos cerrados, naturales e inmutables, en función de características físicas como el color de la piel, la textura del cabello, la estructura ósea, la forma del cráneo o el color de los ojos; b) que esas características físicas propias de esos grupos se relacionan íntimamente con ciertas conductas, con determinados niveles de inteligencia e inclusive con rasgos morales y espirituales específicos; c) que esas características a su vez influyen en el mayor o menor éxito material de dichos grupos; d) que ello a su vez repercute en que hayan grupos humanos (léase razas) más exitosos y por ello más desarrollados y superiores que otros; y e) quepor todo lo anterior, es importante el establecer distintos privilegios y derechos para cada grupo en función de su raza. Es entonces cuando este funesto razonamiento se materializa en consecuencias desagradablemente reales, como la segregación, la brutalidad policial, la inequidad en salarios, la inmovilidad social, la represión y las condenas penales inequitativas.
El esencialismo taxonómico nos ha convencido de que la humanidad se divide en esos compartimientos genéticos, herméticos y monolíticos. Si queremos escapar de la trampa del racismo, especialmente en los niveles más automáticos de nuestra actividad mental, es tiempo de que nos cuestionemos si realmente vale la pena obsesionarnos por la raza.
¿Existen las razas humanas?
No. No existen. Ahorrémonos los rodeos innecesarios. La raza es, ante todo, una construcción social, en extremo simplificada, un bloque de ensamblaje en nuestro imaginario cultural que parte de características físicas observables (y obvias a nuestra intuición), para derivar todo un conjunto de juicios de valor sobre los demás. Pero ante todo, es una construcción social que brota de un entramado de relaciones sociales de poder, de ideologías y de intereses políticos, en modo alguno inmutables a lo largo de la historia. La raza es una parte de nuestro mundo simbólico, que ubica en su lugar a todas las personas, empezando por nosotros mismos. Para escapar del calabozo mental al que nos confina, es importante que empecemos por otro concepto: el de la especie.
Es consenso que los seres humanos vivos somos una única especie, Homo sapiens, descendientes de un único ancestro africano. Ocho millones de años atrás, humanos y chimpancés (con los cuales compartimos el 98% de nuestra dotación genética) nos separamos de nuestro ancestro común. Hacia un millón y medio de años atrás, conforme nuestros ancestros fueron perdiendo el pelo de su piel, la misma fue tomando un color oscuro para protegerse de los letales rayos solares en las sabanas africanas. Hasta hace unos 200 mil años atrás podemos datar nuestro más lejano antepasado común a todos los humanos vivos, el cual, paradójicamente, era de piel oscura. El que tengamos un antepasado común tan cercano en el tiempo nos lleva al hecho de que todos los seres humanos vivos en la actualidad tenemos, como especie, un genoma sumamente homogéneo (el célebre cuello de botella genético), que nos da una enorme similitud en términos de ensamblaje.
En otras palabras, somos, al momento actual, una especie sin sub especies. Podemos ir a cualquier rincón del mundo, aparearnos con quién lo deseemos y en principio obtener descendencia fértil, que es lo que caracteriza por lo bajo a una especie. Y lo anterior se vuelve especialmente irónico si tomamos en cuenta que, desde la primera clasificación hecha por Linneaus, hemos integrado a los humanos en la división biológica de los seres vivos, que contempla filos, clases, órdenes, familias, géneros, especies y allí donde corresponda, sub especies y poblaciones. Pero no tenemos razas, un término folk heredado de los criadores domésticos que se esmeran en lograr híbridos que la Naturaleza no tuvo a bien obsequiarnos.
Es aquí donde la tentación fácil de equiparar las supuestas razas humanas con sub especies, algunas más lindas y productivas que otros, se hunde en el fango. Y es cuando nos damos cuenta de que el racismo no surge de las razas y de la supuesta diferencia que separa. Todo lo contrario, el racismo crea a las razas, las justifica como una supuesta organización de la Naturaleza y deriva toda una estructura de poder de esto. La raza, como bien lo señala Lieberman (1992), esconde y minimiza la gran similitud genética de todos los seres humanos, similitud que incluso autores nostálgicos de este concepto como Nicholas Wade, en su polémico libro de 2015, Una herencia incómoda, aceptan como un hecho contundente. Y en el proceso, el racismo nos da en retribución una serie de categorías sociales disfuncionales, que se traducen en graves problemas distópicos de convivencia humana.
Entonces, de no existir las razas, ¿qué pasa con esa pureza racial que tantos pregonan y que muchos linajes familiares se han obsesionado en preservar? Pues nada; se trata de otro payaso en esta colosal farsa, al que debemos lavarle el maquillaje.
¿Existe la pureza racial?
Carlos II El Hechizado Zar Pablo I de Rusia
No. Tampoco existe. Es más, en el mestizaje está la clave de nuestra supervivencia, de nuestra salud como especie. Como ya dijimos, contamos con un reducido y homogéneo repositorio genético, producto de descender de un grupo limitado de humanos modernos cuyo ancestro común más lejano nos queda a 200 000 años atrás (la milésima parte de lo que dura un pestañeo, en términos evolutivos). Esto significa que la variabilidad genética de nuestra especie, si bien existente, es mucho más angosta que la de otras especies. Es por ello que desde muy temprano hemos tendido a entrecruzar nuestros genes con cuanta población topamos; todo sea para aliviar la soga alrededor de nuestro cuello. Más aún, por esta razón es que la endogamia y el cruce en grupos cerrados (léase castas, pueblos o razas), crean desastres cromosómicos en nosotros. Y si nos cuesta digerirlo, solamente démosle un vistazo a los retratos de Carlos II El Hechizado o del zar ruso Pablo I, para ver las maravillas que generaciones de endogamia dejaban como herencia en la realeza europea.
Lo mejor que podemos hacer es entremezclarnos, mestizarnos, contaminarnos, tal y como nuestros antepasados lo hicieron durante decenas de milenios, inclusive con nuestros parientes no sapiens como los neandertales o los denisovanos. Allí donde hemos ido, hemos tenido sexo por las buenas o por las malas, intercambiando genes, genes que han bailado alegremente alrededor del planeta, aun cuando nuestros descendientes optaran por radicarse finalmente en algún lugar específico. Las barreras geográficas, tales como los océanos, los Himalayas o la Gran Barrera Australiana, no han roto ese continuo genético. Todo lo contrario, allí donde europeos se toparon con sus congéneres australianos tras 40 000 años de separación o americanos tras 12 000 años, el mestizaje siguió dando sus frutos. Como bien lo dice la parábola maorí, sumos muchos y muy distintos los que remamos en una misma barca.
Y si somos el producto de una extraordinaria mixtura genética, ¿qué tanto importan entonces las diferencias físicas?
¿A qué juegan las diferencias físicas?
Además de ser una especie genéticamente homogénea, somos también la especie que más exitosamente se ha expandido por todo el planeta, haciendo propios climas y ambientes geográficos muy distintos a las sabanas orientales africanas en las cuales surgimos. Y esto fue posible porque también, gracias a nuestra homogeneidad, gozamos como especie de una extraordinaria flexibilidad en nuestra adaptación fenotípica (el conjunto de rasgos externos que manifiestan nuestra estructura genética). Rasgos como el color de nuestra piel y ojos, así como nuestro vello corporal y la textura de nuestro cabello, nos hablan de los distintos climas y ambientes por los cuales pasaron nuestros ancestros y a los cuales tuvieron que adaptarse. Nada más extraemos de ellos. No sirve para determinar quién vive y quién muere, quien es el amo y quién es el sirviente, quién coloca la rodilla en el cuello y quien se asfixia hasta morir con una rodilla en las cervicales.
Esa es la espantosa tragedia de aquilatar la humanidad del otro por rasgos que terminan siendo tan sosos. Nuestras características físicas se adaptan a los entornos climáticos y geográficos por los que nuestros ancestros pasaron. Y eso no es raza. Mucho menos sub especie.
Cuando nuestros antepasados asumieron lentamente el bipedalismo y fue más apremiante la necesidad de liberar calor, la paulatina pérdida de cabello, unos dos millones de años atrás, dio paso a la necesidad de proteger de los letales rayos africanos la piel al descubierto, evitando los tumores cancerígenos y la destrucción de las moléculas de ácido fólico. Fue entonces cuando la melanina vino en nuestra ayuda con su oscuro barniz. Fue entonces cuando la piel ébano hizo su aparición en nuestros ancestros, color original –horror de horrores para los obsesionados con la palidez- de nuestros tatarabuelos genéticos. Pero allí donde la luz del sol era más escasa y la dieta no preveía el indispensable acopio de vitamina D, la piel se tornó más clara para procesarla a través de los rayos solares y evitar entre otras complicaciones, el raquitismo.
Asimismo, la nariz achatada y de amplios orificios, para procesar el aire de los trópicos, dio paso a la nariz más respingada y angosta de los climas fríos. La forma del cráneo se adaptó no solo al peso que podía soportar la nueva y enhiesta columna vertebral, sino a la superficie expuesta a la radiación ultravioleta, letal para la inapreciable masa encefálica. ¡Y ni qué decir de los grupos sanguíneos! Europeos y asiáticos orientales podrán parecerse entre sí más que a los africanos, cuando del color de piel se trata, pero tratándose de la estructura hemática, africanos y europeos son mucho más similares entre sí
En conclusión, la apariencia física es un pésimo indicador. Podemos tener genes que ni sospechamos, gracias a ancestros olvidados, por el simple hecho de que no están en nuestro fenotipo. Y ello sin contar que a lo largo de la historia el color de piel, por poner un ejemplo, ha sido valorado de manera distinta. Si hubieran razonado como nosotros, los egipcios nilóticos y los sumerios cabezas oscuras de hace treinta siglos, habrían concluido que la melanina era sinónimo de civilización y el cabello rubio apenas bueno para medrar en la barbarie de la caza y la agricultura de supervivencia.
¿Predicen esas diferencias la superioridad?
Respondamos por obligación a esta pregunta. La respuesta es nuevamente no. Así como no implican rasgos conductuales, morales o cognitivos, tampoco implican la superioridad en ningún sentido, como sea que queramos definir tal superioridad. La idea de la superioridad ligada a determinadas razas es un argumento propagado por aquellos grupos de poder interesados en definirse en términos raciales, a fin de mantener privilegios y contener a raya a otros grupos.
¿Qué hace realmente la diferencia? La educación, un sistema democrático transparente, la seguridad social, el cuido a los más desvalidos, la movilidad social y un sistema jurídico y cultural de respeto a aquella diversidad que no atente contra la dignidad humana. Las sociedades que velan por lo anterior logran una enorme ventaja con respecto a las que no lo hacen. Y esto no tiene nada que ver con el color de la piel.
¿Es el racismo innato?
Vale la pena tocar este punto. No, no lo es. Como bien lo señalan Toby y Cosmides (2001), un instinto para usar la raza como criterio de inclusión o exclusión hubiera sido poco adaptativo para nuestra especie. Está el hecho, ya señalado, de que allí donde fuimos, nos entremezclamos con fruición, hasta que normas legales, políticas y religiosas nos lo impidieron. Si bien en principio una tendencia instintiva de esta naturaleza pudiera ayudarnos a identificar a los que físicamente se nos parecen y generar confianza, el hecho es que nos hubiera prevenido de aparearnos e intercambiar genes para mejorar nuestro ya angosto reservorio poblacional.
Lo que la historia nos demuestra es que el racismo es aprendido. Nos permite desdeñar al otro mientras preservamos nuestro auto concepto de ser buenas personas, al darnos falsas razones cognitivas. Nos permite ser aceptados en nuestros propios grupos, al hacernos parte del ritual colectivo. Como bien lo descubrió Ruby Bridges, la primera niña afroamericana en integrarse a una escuela de blancos en 1960, escoltada eso sí por la Guardia Nacional, el racismo se enseñanza. No viene innato en la sangre. Se enseña en la familia, se instruye en las aulas. Y también se educa por omisión, cada vez que nos encogemos los hombros y decidimos mirar para otro lado.
¿Qué nos queda entonces?
Simple. Recordar y recordarnos, en todo momento, que somos una única especie humana, compuesta de multitud de pueblos, sin barreras infranqueables entre los mismos, extraordinariamente mezclados, a la mayor gloria de la supervivencia.
Ya sea que nos llamemos poblaciones, ascendencias, grupos étnicos o, ¡qué se le va a hacer!, razas también, en tanto damos con un término más afortunado, debemos entender que la diversidad de apariencias en nuestra especie es nuestra mayor fortaleza adaptativa. Y que muchas de las diferencias más trascendentales las nutren la cultura, la historia colectiva, la memoria individual y las aspiraciones de los pueblos.
Pero ante todo, debemos hacer el esfuerzo por comprender que, más allá de una simple especie, estamos ante una gran familia humana, única e indivisible, probablemente sin equivalente en la parcela del Universo que alcanzamos a escrutar. Y que por ello, ha de cuidarse a sí misma, incondicional y solidariamente.
Un comienzo esperanzador.
En 1565, en el fuerte español de San Agustín, en Florida, el segoviano Miguel Rodríguez y Luisa de Abrego, servidora libre de piel oscura, oficiaron la primera boda cristiana conocida en territorio norteamericano; una boda, por aquello de los términos, interracial. Algo significativo en un país que comenzó a despenalizar ese tipo de bodas recién en 1967. Y por sobre todo, un hecho esperanzador, que vale la pena enseñar a los demás. Debemos educar entusiastamente sobre la unidad genética indivisible de la especie humana, proclamar que nuestras diferencias son la prueba de nuestra extraordinaria capacidad de adaptación a las circunstancias más adversas, en que las oportunidades lo son todo y el color de piel no cuenta mayor cosa.
Porque los grupos que lucran repitiendo una y otra vez que la Humanidad se divide en grupos infranqueables, algunos más humanos que otros, nunca dejarán por las buenas los privilegios que gozan en virtud de ese odio y esa desconfianza. La conciencia individual al respecto es indispensable, pero no suficiente. Como amargamente reflexionara Martin Luther King en uno de sus tantos confinamientos, los grupos tienen muchas menos razones que las personas, para comportarse éticamente. Es fundamental impedirles a quienes extraen su poder de esta división, el deterioro del tejido social y de la convivencia humana.
Es fundamental buscar y extirpar en nosotros toda alegre tendencia a hacerles segunda. Porque por más que lo que el racismo se empecina en enseñarnos sea falso, sus horrendas consecuencias no lo son. Preguntémoselo a George Floyd. Preguntémoselo a Settela Steinbach. Hagamos que esas miradas, suplicando por sus vidas y por un poco más de aire, nunca sean olvidadas. Hagamos que esta horrible tragedia tenga sentido.