Por un elemental sentido de la decencia, es tiempo ya de que empiece a hartarnos el nivel de irresponsable insensatez con el que por lo visto estamos dispuestos a participar todos en el debate público, asumiendo y divulgando como ciertos toda clase de rumores sin fundamento, sin que sintamos la más mínima obligación moral de corroborarlos y sin que nos sintamos, en pocas palabras, con el más elemental compromiso de velar en nuestras expresiones por el cuido de las básicas normas del Estado de Derecho.
Algo anda mal en nuestra cultura colectiva cuando, en el ejercicio de nuestra libre expresión, no encontramos mejor argumento en nuestra oposición al otro que atacarle en virtud de su supuesta afiliación a una conspiración, a un complot orquestado con fines conscientes y perversos para atacarnos a nosotros, los buenos, los puros y nobles.
Los acontecimientos de los últimos días nos han dado una lastimosa evidencia de lo anterior. Especialmente sintomático ha sido el manejo de una parte de la opinión colectiva sobre la aparición de ese patético adefesio que es el autodenominado Frente Patriota 7 de Julio, de pura y burda factura gangsteril, tan abundante en patriotismo como abunda la escarcha en la veta de un volcán en erupción. Que semejante aborto oportunista surja con la expresa intención de atentar contra la Institucionalidad en medio de la turbulencia social existente, ya es de por sí preocupante, indicativo de lo que ciertos sectores irresponsables están dispuesto a hacer.
Pero más llamativo aún es, como ya dijimos, el eco que ha encontrado la denuncia irresponsable de que dicho grupo ha sido una conspiración del Gobierno para hacerse legitimar en un momento de fuerte cuestionamiento y que los participantes en la intentona no han sido más que tontos útiles que se han prestado para un juego en el que terminaron atados al suelo como los verdaderos autores intelectuales. Y en adición a lo anterior, sigue siendo especialmente llamativa la absoluta terquedad, la completa tozudez con la que muchos siguen insistiendo en dicha teoría conspirativa, aún cuando la evidencia en contra comienza a irse acumulando.
Pongámonos serios. No se trata aquí de defender a ningún gobierno de manera irracional. Pero tampoco de acusarlo con la misma insania. Si acaso los presuntos integrantes de dicho comando resultan tontos útiles, el problema con la teoría es que la evidencia tiende a indicar que son tontos útiles de larga data, independiente de la administración de turno. Y peor aún, con un peligroso desprecio a la legalidad enquistado hasta los tuétanos: antecedentes de tentativa de homicidio, portación ilegal de armas, y en el caso de Sequeira Mendiola, su presunto cabecilla, una condena en firme por estafa.
A los datos vale la pena remitirse. Años atrás, su presunto líder ya pareció dar indicios de su peculiar noción de civismo al intentar organizar un torpe golpe de Estado contra la administración Calderón Fournier, de signos muy diferentes a la actual, magno proyecto patriota en el cual los revolucionarios dejaron a lo largo del bosque todas las migajas imaginables de pan, para que dieran con ellos. Súmese a eso los péndulos políticos de Sequeira Mendiola entre formar un partido popular campesino y presentarse como candidato a alcalde por un partido religioso conservador, agrupación que no pareció haberse tomado la molestia de revisar sus antecedentes antes de enrolarlo. Y como cereza del funesto pastel, su cercanía aparente al antiguo líder del tenebroso Comando Cobra, el cual durante un operativo de destrucción de marihuana en Talamanca, mató y ultrajó indígenas, como bien lo dictaminó el Tribunal Superior Penal de Limón al sentenciar que el cabecilla de este oscuro comando “mostró viles actitudes que se reflejan de manera palpable en el trato a los indígenas, en la prepotencia con la que se actuó y en el desprecio generalizado a mínimos valores humanos”.
Lo dicho. Ya bastante grave es que muchos intenten justificar dicha intentona como respuesta legítima a un malestar ciudadano, o que lo vean como un nostálgico retorno a la lucha armada. Lo increíble del caso es que con toda la evidencia histórica del caso, más la evidencia pericial que se acumula, se insista, en aras del odio a la autoridad establecida -ya sea que ella nos guste o no-, a seguirlos creyendo marionetas y cómplices de un montaje hecho adrede por el Gobierno, un acto de por sí suicida, en un momento de fragilidad ante la opinión pública y con todo el riesgo de terminar de hundir a la presente administración en caso de que se cumpliese la altísima probabilidad de que algo saliera mal o quedase al descubierto.
¿Cómo es posible que se pueda llegar a semejantes extremos de insensatez colectiva?
Vigilar al otro.
Una de las desventajas de evolucionar como especie grupal es que nos hizo a los humanos susceptibles a la paranoia. Evolucionar en grupo nos ha dado una increíble ventaja comparativa, al hacernos capaces de realizar trabajo articulado, organizar a largo plazo nuestros esfuerzos y lanzarnos a la caza del planeta, hace poco menos de cien mil años. Pero en nuestra fortaleza está nuestra debilidad. Relacionarnos en redes complejas nos ha hecho sumamente vigilantes del otro, no solo de nuestros inmediatos en tiempos de incertidumbre, sino también de aquellos que no pertenecen a nuestro grupo. Mucho de nuestro aparataje cognitivo va dirigido a medir al que tenemos al frente, determinar si es confiable o furtivo, si miente o no miente, la forma en la que creo que piensa y la forma en la que creo que él piensa que yo pienso.
Conforme el surgimiento de la cultura simbólica y la revolución agrícola nos hizo interactuar en redes más complejas, con el surgimiento de grupos de poder, reales o percibidos, a los cuales había que alabar, vigilar, intentar ingresar o mantener distancia según fuera el caso, la presión sobre esta vigilancia se intensificó. Así las cosas, de forma progresiva la relativa simpleza de nuestras interacciones primitivas derivó en las sociedades complejas e hiperconectadas, sumamente mediadas por el anonimato más amorfo, de la actualidad.
Y con ello, nuestras facultades cognitivas originales, surgidas en respuesta a medios menos entrecruzados, comienzan a dar también muestras de sus sesgos e inadecuaciones. Nuestra predisposición a buscar patrones y órdenes, a recelar de autoridades abstractas cuya complejidad nos excede, cayó en terreno fértil para el temor conspirativo que abunda en nuestra sociedad planetaria moderna.
Conspiraciones y paranoias conspirativas.
Por lo pronto, una diferenciación fundamental. Sí, las conspiraciones pueden existir y de hecho, existen, en tanto son acuerdos secretos entre personas para obtener objetivos que por medios lícitos u honestos no es posible lograr, en plena conciencia de los efectos lesivos que dicho actuar puede tener sobre otros. Ejemplos sobran, desde la organización clandestina de compañeros de oficina para forzar la salida o el traslado de un compañero no querido, por medios ilegítimos, hasta tumbar gobiernos indeseables en patios ajenos, ocultar por común acuerdo los efectos nocivos de la nicotina a la opinión pública o preparar una invasión simulando un burdo incidente fronterizo, como en el caso del atropello nazi a Polonia en 1939.
El problema es cuando comenzamos a hacer de la conspiración nuestra materia de fe, nuestro modelo explicativo del Universo, para todo lo malo que ocurre en este, contra toda lógica y evidencia, allí donde explicaciones más sencillas y sensatas, por más desagradables que nos resulten, están a la mano. Originalmente dirigidas para públicos cerrados y devotos a la manera de cultos (cada quien escogía la conspiración a su talle y gusto), en la época de la hiperconexión, estas teorías se convierten en el peligroso modo de interactuar en sociedad. Y los políticos inescrupulosos no han dudado en valerse de ellas cuando sus carreras o sus cuellos políticos necesitan una mano.
Las teorías conspiratorias al fin y al cabo son actos de fe, como bien lo ha indicado el politólogo estadounidense Michael Barkun, especializado en extremismo y violencia políticos. Al azuzar mi temor a ser aplastado por fuerzas hostiles ocultas, que nunca son lo que parecen ser, y al plantear la existencia de mentes organizadas de naturaleza política y opresiva tras dichas fuerzas, las teorías conspirativas me proveen una explicación a mi medida, un orden y un sentido allí donde encuentro una angustiante incertidumbre y una profunda necesidad de encontrar algo que me haga creer, en la dirección en la que ya deseo creer de previo. De allí el enorme poder de estas teorías para deglutir y convertir indiscriminadamente todo tipo de evidencia -e inclusive la mismísima falta de evidencia-, en evidencia a su favor, no importa cuán loca o disparatada pueda parecer. Entonces, la fe, en sí misma para nada cuestionable, se vuelve el argumento fundamental para sostener estas pseudo explicaciones, en vez de la evidencia, la prueba y el razonamiento.
La química paranoica.
¿Cómo funcionan estas teorías? ¿De dónde surge su enorme poder persuasivo? Sencillo. Tal y como lo mencionamos en un artículo anterior sobre el populismo y la demagogia (De lo que trata la democracia, 1º de julio de 2019) lo primero es definir un enemigo externo que, aunque se infiltre, siempre será “externo” en cuanto a sus motivaciones y a su forma de actuar.
Una vez hecho esto, definir la dirección desde la cual actúa dicho enemigo es el paso siguiente, magistralmente esquematizado por Jesse Walker en su libro The United States of Paranoia: A Conspiracy Theory (2013). La conspiración puede venir desde “afuera” (inmigrantes, FMI, ideólogos de género), desde “adentro” (agitadores, marxismo cultural, lacayos neoliberales) desde “arriba” (Illuminati, judíos, francmasones, hermandades ocultas, Nuevo Orden Mundial, extraterrestres, entidades celestiales) o desde “abajo” (obreros, campesinos, pandillas étnicas, potestades infernales). Y ya sea que se le contemple desde cualquiera de estos puntos cardinales, las actividades gubernamentales son siempre objetivo especialmente apetecido de estas teorías, por el enorme impacto de su buena o mala gestión sobre la vida de nosotros los ciudadanos.
Cumplido lo anterior, las teorías conspirativas nos brindan buenos dividendos emocionales, aunque en la categoría del espejismo. Al plantear que todo ocurre por causas si bien ocultas, nos salvaguardan, aunque engañosamente, de la sensación del azar, de la incertidumbre, de que las cosas pueden pasar por simple capricho. Algo que nuestra especie históricamente nunca ha manejado para nada bien. Asimismo, en adición a brindarnos una explicación, una visión del mundo, si bien maniquea, simplona y extremista, no solo nos coloca en el lado moral de los buenos, de los pobres ofendidos y afrentados.
También, al desviar nuestra atención de la verdadera evidencia y de los verdaderos problemas, nos brinda una sensación de eximirnos de todo deber moral por hacer que las cosas cambien o por informarnos de manera consciente. En este sentido, llamativamente, las teorías conspirativas suelen paralizar de toda acción constructiva a sus seguidores. Permiten también una especie de saneamiento psíquico, al depositar en los otros conspiradores todos los rasgos que detestamos o negamos aceptar en nosotros.
Y finalmente, en el caso de sus divulgadores y creadores, no solo les confiere las mieles del estrellato, aunque sea brevemente. También confieren una sensación de poder, derivado del hecho de conocer un secreto que la masa ignorante y bovina desconoce. Y a la experiencia de ese poder, no se renuncia fácilmente…
¿Hasta dónde llegan las conspiraciones?
¿Llegan realmente las conspiraciones hasta donde los teoristas conspirativos dicen que llegan? ¿Tienen razón quienes elaboran o caen rendidos a los pies de las teorías de esta naturaleza? ¿Es realmente posible lograr una conspiración compleja, de fines inconfesables, en la que participen decenas cuando no cientos de personas y mantenerla oculta y anónima por los siglos de los siglos? Y en virtud de lo anterior, ¿realmente pudo este u otro gobierno organizar conspirativamente un montaje con la cooperación de facinerosos de poca monta y con la esperanza de salir impune?
Hasta cierto punto sí, pero no en la magnitud y eficacia en que solemos creer el grueso de los mortales. Lo cierto es que la verdad puede ser profundamente opuesta a nuestra intuición. Como magistralmente lo expone el semiólogo italiano Umberto Eco en su postura sobre el eterno síndrome de la conspiración, los humanos simple y sencillamente somos demasiado estúpidos y demasiado mezquinos para orquestar esfuerzos conjuntos a la sombra, de varios órdenes de magnitud y con anonimato total garantizado.
Como bien lo indica Eco, cuando haya un secreto jugoso de por medio tarde o temprano habrá alguien que no soporte los remordimientos en su lecho de muerte, o que quiera pavonearse para una conquista sexual o que simplemente le lleguen a la cantidad de ceros deseada en su cuenta de ahorros. Y dado que grandes conspiraciones requieren muchas personas, que precisamente al tener gusto por enrolarse en este tipo de cosas, no son referentes por su sentido de la lealtad o el trabajo en equipo, tarde o temprano caen. Cierto, se les puede amenazar y ajusticiar. Pero no por mucho tiempo. No cuando de la conjura participan decenas y centenas de personas. No en vano las conspiraciones que han tenido éxito han sido de alcance muy específico y no se han podido mantener encubiertas por largo tiempo, como el papel de la CIA en la caída de Allende en Chile o el caso Watergate en la administración Nixon.
Crear una cultura de la responsabilidad.
Con las teorías conspirativas nos hemos topado, definitivamente. Ya de por sí, estas parecieran ser un producto inevitable del libre tránsito de la información, veraz o no, en sociedades democráticas, entrelazadas sobre la estrecha superficie de nuestro planeta. Pero como bien lo señala el filósofo Karl Popper en su monumental libro La sociedad abierta y sus enemigos, las visiones conspirativas en las sociedades abiertas son resabios del tribalismo, del racismo, del caudillismo, del oportunismo, de la intolerancia al otro.
Dicho nuevamente, nos hemos topado con las teorías conspirativas. Pero en el caso que nos ocupa, en los días tumultuosos que transita nuestra democracia, con lo que nos hemos topado es con una cultura ciudadana que empieza a gozar, a deleitarse de la paranoia conspirativa. Y lo más grave e insultante es que esta se va convirtiendo en suficiente razón para desacreditar y silenciar al contrario. Es tiempo de que empecemos los ciudadanos y las autoridades legítimamente constituidas a construir una cultura de la responsabilidad, de la información veraz y con fundamento.
Todos, la academia, los centros de la investigación, los voceros públicos, los comunicadores, las personas en su día a día, deben velar por el deber común de comunicar, informar, opinar de manera pronta y oportuna, de cuestionar con base y fundamento. Y de parte del Gobierno, informar también de manera pronta, oportuna y ecuánime. Porque en el secretismo y la tardanza está mucho del combustible que alimenta a la paranoia conspirativa. Y este ha abundado siempre en nuestras administraciones públicas, una tras otra.
De lo que se trata, finalmente y en esencia, es de cuestionar frontalmente al irresponsable y al violento, de emplazar con respeto pero sin medias tintas al que acusa sin fundamento, al que descalifica de previo, al que afirma temerariamente sin evidencia o con evidencia adulterada. En esto nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a rehuir el combate, a encogerse de hombros y a enterrar la cabeza en el suelo. Porque las chachalacas, para usar la patriótica jerigonza empleada por el iluminado cabecilla redentor del Frente Patriota 7 de Julio en su vídeo, ya están graznando demasiado estridente y muy a su gusto. Y urge ponerlas en su lugar. Por el bien de nuestra democracia.