Setenta años sin ejército permanente es una proeza difícil de imitar. Sería un acto extraordinariamente mezquino el negarlo. Los beneficios de su abolición a la fecha siguen siendo innegables. Nos permitió dirigir recursos que no abundaban, hacia la salud, la educación, la democratización del suministro energético y la creación de infraestructura, aunque el abotagado estado de esta última nos lo haga difícil de creer.
A todas luces, una inversión infinitamente más sensata que el malbaratar la riqueza nacional engrasando artillería, embetunando botas y tolerando pavorreales cargados de medallas.
Aún más admirable, la ausencia de un ejército permanente terminó por hacerse una con la conciencia cívica costarricense, de tal forma que, salvo para los infaltables grupos refunfuñones amantes de las soluciones inmediatas y a la brava, nuestra visión de la democracia criolla, nuestra democracia tan a la costarricense, es absolutamente inconcebible coexistiendo con gruesas botas militares.
Los verdaderos beneficios de la abolición
Pero la abolición permanente del ejército nos trajo beneficios aún más inopinados y sutiles, que en el fondo quizás fueron los que terminaron por marcar la verdadera diferencia, rescatándonos de una vez por todas de la eterna pesadilla que los golpes a la bayoneta, los cuartelazos y los pronunciamientos militares de todo signo ideológico, han representado para nuestros hermanos latinoamericanos.
En primer lugar, nos liberó del encanto, -a medias iluso y a medias bobalicón-, que durante dos siglos de vida independiente y en ausencia de instituciones democráticas sólidas, los latinoamericanos hemos sentido por nuestras fuerzas armadas, al extremo de hacerlas en nuestro imaginario colectivo no solo los árbitros últimos del orden y la moral, sino también el reservorio de la redención nacional, de la defensa del proceso revolucionario, del orden, de la pureza ética y de todo el abanico imaginable de virtudes, inclusive de las más cristianas. No de otra forma ha sido posible que generación tras generación sus golpes hayan sido aplaudidos por amplios sectores de la población cuando el desorden parecía tocar a la puerta, aunque eso significase entregarle la vida a militares ignorantes, pretenciosos y de manifiestas inclinaciones genocidas como en el caso de la dictadura militar argentina, cobijada con el pomposo nombre de Proceso de Reorganización Nacional; o a mediocres militares de abierta vocación gangsteril como en el caso de la petrodictadura venezolana.
Y en segundo lugar, eliminó de golpe uno de los más tentadores escalafones por los cuales inescrupulosos y oportunistas de toda ralea, cuando no delincuentes abiertamente declarados, han intentado hacerse con el poder. En nuestras tierras prácticamente ningún movimiento de vocación autoritaria y antidemocrática, independientemente de su andamiaje ideológico, ha logrado sentarse en el sillón presidencial, -salvo en los atípicos casos de la insurrección armada-, sin cortejar, complacer o infiltrar al instituto armado de turno. En la coyuntura actual, en la que los discursos autoritarios que prometen orden y disciplina comienzan a ser oídos de nuevo con gusto, las fuerzas armadas se convierten de nuevo en la manzana apetecida de nuestro convulso Jardín del Edén. Ya sea que se les participe de las rentas petroleras, se les corteje con más recursos presupuestarios, se les seduzca con discursos puritanos y moralistas o con parlamentos y sistemas judiciales complacientes, en una zona de histórica debilidad en lo que a sus instituciones democráticas concierne, no es de extrañar que vuelvan a activarse las contiendas para hacerse con el beneplácito de los ejércitos locales.
Democracia y cuarteles
¿Quiere decir que todas las fuerzas armadas latinoamericanas son intrínsecamente revoltosas, pendencieras e insumisas? No, afortunadamente. La ola de democratización que recorrió América Latina tras el cese de la Guerra Fría y las dolorosas lecciones aprendidas de nuestras oscuras guerras civiles a lo largo del siglo XX, nos han permitido dar enormes pasos hacia adelante. Pero es un error pensar que el riesgo vendrá de ellas. El verdadero peligro yace en el debilitamiento de los sistemas democráticos y de las instituciones que los posibilitan.
Allí donde estos se socavan por múltiples intereses políticos y económicos, la sociedad invariablemente comienza su cuenta regresiva hacia la ley de la selva y los ciudadanos aterrados vuelven a ver a quienes empuñan las armas de oficio, con la esperanza de que impongan de nuevo el orden y la sensatez. Es cuando la escasa vocación civilista de una sociedad, a la cual sus fuerzas armadas no son inmunes, hace su puesta en escena. Y con ello, el inevitable desplome hacia el autoritarismo y la opresión.
Tampoco es realista pensar que la abolición de un ejército permanente sea igualmente practicable para todos los países. En el caso de Costa Rica, y al contrario de lo que cualquier alarmado patriota hubiera pensado (pensemos en el solo hecho de intentar quedarse sin ejército en una zona perpetuamente incendiada), el abolir la fuerza armada fue uno de los tantos salvavidas que preservó al país de dicha conflagración. Así parecen también haberlo entendido Panamá, Granada, Dominica, San Vicente y las Granadinas, por estos lados del vecindario, al despedirse de sus arsenales militares.
Pero por la naturaleza y complejidad de los problemas que enfrentan, muchos otros países no puedan ni deban prescindir de sus ejércitos, como lo es el caso de Colombia, Guatemala, Brasil, México, por citar algunos. Sin embargo, esa no es la esencia del verdadero problema. La pregunta vital no es si se debe o no tener ejército. La pregunta fundamental, el verdadero meollo del asunto que tiene que desvelarnos, es si el sistema democrático es lo suficientemente fuerte y maduro como para controlar y encauzar al ejército que mora en su interior, con la supuesta finalidad de protegerlo y defenderlo. Las democracias desarrolladas abundan en ejemplos de ejércitos profesionales perfectamente conscientes de sus funciones y sus limitaciones constitucionales. En otras palabras, la tarea no es imposible. Ningún ADN nos encadena en este sentido.
El mazazo definitivo
La conmemoración del primer acto formal de abolición de un ejército en la historia moderna de Occidente, debe hacernos reflexionar en la importancia de luchar día con día por el fortalecimiento de nuestros sistemas democráticos. Tengamos o no ejércitos en el propio patio, debe estar claro que la fuente del monopolio de la fuerza ha de yacer en la Constitución, no en el capricho del que dirige los rifles o de los que le hinchan la vanidad o le llenan el sobre del salario. Mientras esos linderos mínimos no queden debidamente establecidos, ningún mazazo a ningún cuartel podrá darse por definitivo.