
Navidad y Año Nuevo. Sin duda alguna la época más trajinada y colorida. Comercios relucientes, vacaciones, aguinaldos, seres queridos, actividades sociales, el verano que ya se aproxima y rostros de miradas sonrientes. Hicimos compras, asistimos a fiestas, visitamos amistades, reímos, envolvimos presentes, regalamos y en el fondo de nuestro ser no podemos evitar el seguir sintiéndonos miserables. Más aún, miserables y con miedo.

El espíritu de la época es un bálsamo que, paradójicamente, nos vuelve más sensibles a nuestras heridas personales, a nuestras culpas y resentimientos, a lo que anhelamos y tememos. En ese sentido, el cambio de año es una mitología que, queramos o no, difícilmente nos deja indiferentes, ya sea que guardemos una tenue esperanza de algo por venir o, en contrario, alberguemos alguna secreta inquietud. Lo queramos o no, hemos recibido por cortesía del calendario 365 nuevo días de existencia. ¿Qué vamos a hacer con ellos?
Simples y vacíos propósitos.

Todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos querido olvidarnos de nuestro pasado o, en el mejor de los casos, extirparle alguna que otras esquina demasiado filosa o cortante aún.
¿Y quién no? De todas las criaturas vivientes, el ser humano es el único al que le ha tocado en gracia la capacidad de sentir en su presente inmediato la huella culpable de su pasado o la premonición de la vida por delante, de sentirse responsable por los días idos y de verse vulnerable ante lo que cada amanecer trae.
Quizás se trate de la relación o el matrimonio que no funcionaron o que no nos atrevimos a hacer funcionar, de la palabra o el abrazo que no le dimos a esa persona hoy ausente en nuestras vidas, o de las miles de veces que nos negamos satisfacciones legítimas por el temor al qué dirán.
Tal vez podamos agregarle el garrafal error que nos costó dinero, trabajo, tiempo o esfuerzo laboriosamente acumulados o las veces en las que nadie estuvo a nuestro lado, no nos creyeron o nos censuraron a sabiendas de que teníamos la razón o nuestro proceder era el correcto.
No importa. Motivos siempre encontraremos. El caso es que, día tras día, nos sentamos en la sala de exhibición de nuestro pensamiento a contemplar una y otra vez la misma película, matiné permanente que demanda funciones especiales cuando llegamos a la época de dar regalos y estrenar calendario. Y es así como, lenta e inadvertidamente, nos vamos paralizando. Hipotecamos nuestro futuro y en consecuencia, nuestros buenos propósitos de Año Nuevo nunca llegan a ser más que eso: simples y vacíos propósitos.
Microvejez emocional.

El mito del fin del año es, en nuestra civilización, el mito del fin de la vida, de nuestras vidas, de todas las posibles oportunidades para las cuales simple y sencillamente se nos acabó el tiempo. En consecuencia, el mito del año nuevo se convierte a su vez en la alegoría de una nueva oportunidad, de un volver a empezar que muy pronto dejamos a la deriva.
Cada fin de año es una microvejez emocional, un pequeño ensayo de partida para nuestra ida final en la que aquilatamos lo bueno y malo que nos pasó, lo que hicimos o dejamos de hacer a fin de hollar nuestro pie en una extensión desconocida, una página en blanco, un calendario gordo y reluciente, anticipo del inevitable examen de conciencia final en el que afrontaremos lo satisfactorio o estéril de los esfuerzos de toda una existencia.
El año viejo es el arquetipo de todo lo deseable e indeseable que nos ha sucedido con su aroma emocional a cosa vetusta, hecha y concluida sin la más mínima esperanza de modificación. De allí el fastuoso poder místico del cambio de año, del advenimiento del Año Nuevo. De allí el deseo de la gente por sentir que es otra persona tras el bullicio de la Noche Vieja.
Por eso limpiamos exhaustivamente la casa, botamos recuerdos o chucherías viejas, remodelamos el cuarto, retomamos nuestro plan dietético y nuestra disciplina de ejercicios, hacemos listas de buenos propósitos, cambiamos nuestro peinado, desechamos el guardarropa, lloramos, nos damos una ducha a conciencia a medianoche y nos consolamos con la mitología de la renovación.
Cuidando flores muertas.

¿Y todo por qué? Porque intentamos nacer de nuevo, puros, sin mácula ni pecado original, sin defectos que nos avergüencen, sin recuerdos dolorosos que nos aten o envenenen, sin heridas abiertas que nos hagan sangrar.
Sí, desechamos todo lo tóxico de nuestras antiguas vidas de un año de duración; todo, menos lo esencial: nuestra eterna propensión a rumiar el pasado, a acoquinarnos antes el futuro y en consecuencia, a malbaratar la única cosa con la cual realmente podemos lograr un cambio en nuestras vidas: el presente.
Gastamos la fugaz e inapreciable arcilla del presente tratando de alimentar aves que ya hace mucho tiempo volaron en bandada hacia el horizonte de los días idos por siempre, cuidando flores muertas en jardines fantasmas cada vez más borrosos, conforme se alejan en el tiempo y la memoria.
Y allí radica la verdadera tragedia: vivir fantasmas de la misma manera en que un actor se empeña en actuar para un público ausente o un anfiteatro vacío. Dilapidamos todo nuestro espíritu en ello. Nada de que asombrarse entonces cuando nos falte la energía, la fe o la convicción a la hora de intentar algo mejor en nuestras vidas.
¿Qué caminos nos quedan entonces?
Buena pregunta. ¿Qué camino nos queda entonces? Reinventar el mundo, nuestro mundo. A partir del ahora, del aquí y del ahora, entendiendo que el pasado es una lección pero en modo alguno un dormitorio en el cual nos instalamos permanentemente. Comprendiendo que la mejor forma de preparar ese futuro desconocido es tomar decisiones inteligentes en el presente, construir a partir de donde nos encontramos en pie, bien o mal.
10 buenos motivos para intentarlo.

¿Vale la pena intentarlo, cuando nos falta la energía, todo a nuestro alrededor se derrumba, perdimos la esperanza o la convicción y sentimos que no importa lo que hagamos, todo seguirá igual?
¡Claro que lo vale! Más aún, es de los riesgos más valiosos e imprescindibles que podemos asumir. ¿Y por qué? Porque la esencia misma de nuestra vida se nos va en ello, la oportunidad realista de lograr algo mejor para nosotros y para quienes nos importan, justo cuando el ánimo más flaquea o la tentación de procrastinar, de dejarlo todo en la cuneta, se vuelve irresistible.
Aquí nos van, por ello, 10 buenos motivos para cambiar nuestras vidas, no solo en este umbral de año, sino en cualquier momento de nuestros calendarios.
1. Porque la vida se vive hacia adelante.

La ley de la entropía es inexorable. Este Universo en que vivimos se mueve hacia adelante y con él, todas las constantes que lo rigen, el tiempo incluido. Nada de lo que hagamos, lamentemos, rumiemos, añoremos, reprochemos o lloremos devolverá las manecillas del reloj y romperá esta ley monolítica.
En el pasado no hay ninguna oportunidad, ninguna posibilidad de redención. Es una tierra desierta y silenciosa. Razón de más para no gastar nuestra preciosa energía, ese que no tendremos por siempre, devanándonos los sesos en cambiar lo sucedido o anclarnos en semejante desierto.
No, las claves de nuestros problemas están en el presente, lo único que realmente existe. Lo sabio es aprender a fluir con el Universo y entender de una vez por todas, si queremos invertir a la segura en el futuro, es que como bien reza el adagio, se vive hacia adelante. No hay de otra, salvo que queramos absurdamente darnos de topes contra la pared por toda la eternidad.
2. Porque el mundo está allá afuera.

Somos, lo queramos o no, seres humanos. Evolucionamos como una especie social, cuya fortaleza se encuentra en las interacciones que establece con su ambiente y con sus semejantes. Nada lograremos aislándonos del mundo, enojándonos con él, refugiándonos en ese remedo defectuoso de realidad que son las redes sociales.
No. Si bien allá afuera están las fuentes de nuestros problemas, también están los recursos, las oportunidades, las soluciones a los mismos. En las relaciones interpersonales que forjemos, las actividades en las que nos enrolemos, las causas que abracemos, tendremos la oportunidad de enriquecer nuestra existencia. Y de paso, cumplir uno que otro propósito de esa lista mental garabateada a la carrera en la víspera de Año Nuevo.
3. Porque es importante tener un propósito en la vida.
Cuando el filósofo y poeta alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) proclamó que quien tiene un porqué para vivir encontrará de alguna manera el cómo vivir, sabía lo que decía.
Nada más poderoso que construirse un propósito, tener una misión legítima en la vida, la cual nos brinde entusiasmo y un refugio ante los embates inevitables de la existencia.
Puede ser una causa social, un proyecto personal, la familia, la relación de pareja, nuestros hijos e hijas, nuestro emprendimiento, algo que realmente nos importe y contribuya al bienestar objetivo de las personas.
Y nada más dañino en consecuencia que perder la fe en la vida, en las personas, en nosotros mismos, por más que esas personas, la vida, nosotros mismos lo merezcamos.
Renunciar a un sentido en nuestra existencia, darle la espalda a la obligación de construirnos un derrotero para nuestras vidas, no es solo condenarnos a la desesperación y a la angustia más absolutas; implica condenarse a una prematura muerte en vida, la peor de todas.
4. Porque las zonas de confort tarde o temprano desaparecen.

Cuando el noble indio Siddharta Gautama se sentó bajo un árbol en la floresta de Benarés, dispuesto a encontrar las causas últimas del sufrimiento, descubrió que una de las marcas distintivas de lo existente era la impermanencia: todo nace, crece y decae.
Todo se transforma, nada se mantiene en su esencia. El cambio es la materia primaria que forja la vida y negarse a esta realidad, aferrarse a todo pasado es una de las fuentes del sufrimiento.
Lo anterior aplica para los seres vivos e inanimados, para los cuerpos celestes de este universo, para la materia de la que estamos hechos y también para nuestras zonas de confort, nos guste o no.
Es legítimo y entendible el construir zonas habitables en nuestras mentes que nos brinden seguridad y cobijo y por un tiempo funcionarán bastante bien. Pero tarde o temprano cumplirán su función, se irán estrechando y se marchitarán. Aferrarnos a ellas, como el náufrago que se aferra a un barco que se hunde, nos causará más problemas de los que encontraremos cuando nos atrevamos a nadar y explorar nuevos horizontes en nuestras vidas.
Tal y como lo dijimos cuando hablamos de que la vida se vive hacia adelante, mantenerse en una zona de confort agonizante solo nos causará más sufrimiento.
5. Porque la vida siempre nos traerá desafíos y oportunidades, estemos listos o no.

La vida es cambio, ya lo vimos. La vida va hacia adelante y no se toma su tiempo para preguntarnos si nos gusta o no. También lo vimos.
Conviene por ello que hagamos las paces con el hecho de que la vida nos traerá siempre desafíos y riesgos, oportunidades y tesoros. A veces lo hará de forma parsimoniosa y en otras, la velocidad será inclemente. Y está bien. Hay épocas para cambiar y épocas para descansar en nuestros laureles.
Lo importante es comprender que nada lograremos evitando los desafíos que la existencia nos presentará día con día. Lo mejor que podemos hacer es afrontarlos y si tenemos un plan de crecimiento y una actitud abierta al cambio, nos haremos un gran favor, facilitándonos la tarea.
Porque de nada servirá escondernos en el último resquicio de nuestros prejuicios, nuestros resentimientos, nuestras excusas, nuestras adicciones o nuestros espejismos del pasado. La vida nos encontrará allí donde se nos ocurra refugiarnos para esquivarla.
6. Porque nuestras aspiraciones legítimas son dignas de alcanzarse.

Lo que realmente importa para nosotros y nos brindará un bienestar objetivo, respetando en el proceso la integridad de quienes nos rodean, es digno de alcanzarse, digno de recibir lo mejor de nuestros esfuerzos.
Ya sea cumplir lo mejor posible con mis obligaciones laborales, proponerme ser un buen hijo o hija, un padre o madre más asertivos, una persona en contacto con sus amistades y familiares, una persona más honesta, disciplinada y ordenada, una persona libre de relaciones tóxicas u ofensivas, o bien aprender ese oficio, ese arte que siempre hemos querido, ese emprendimiento que siempre hemos añorado, es el momento de poner manos a la obra y hacer nuestro plan, justo aquí y ahora. No tenemos otro momento para hacerlo.
7. Porque lo que realmente cuenta es lo que hacemos, no lo que pensamos o quisimos hacer.

Los pensamientos y los sentimientos son importantes al ser las guías que moldean y dan curso a nuestras acciones. Pero son estas acciones las que al final realmente enriquecen o empobrecen nuestra calidad de vida. Más aún, las acciones siempre tienen consecuencias, lo queramos o no.
Podemos desgarrarnos las vestiduras clamando que esta o aquella fueron nuestras verdaderas intenciones. Podemos pasar toda una vida imaginando cómo haremos esto o aquello, cómo daremos el primer paso en la larga marcha de nuestras aspiraciones.
Y quizás tengamos razón. Pero lo único que contará, cuando caiga el sol, cuando llegue el último atardecer de nuestras vidas, será lo que hicimos o dejamos de hacer.
Podemos esperar toda la vida a sentirnos valientes, seguros y completamente informados para dar el primer paso. Lo triste es que esperaremos en vano. Tendremos que empezar a comportarnos más valientes, más seguros, razonablemente informados y con una apreciable valoración del riesgo, aunque por dentro nos carcoma la ira y el miedo. Las emociones entonces nos seguirán y aprenderán a hacernos sentir más seguros y valientes.
Aquí no valdrán excusas de ningún tipo. Como bien lo dijo el filósofo francés Jean Paul Sartre (1905-1980), somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros. No a la inversa.
8. Porque siempre podemos escoger.

Es imposible no elegir. Aún rehusarse a la responsabilidad de escoger es una elección en sí misma.
Como el siniestro y ominoso Anton Chigurh le dijo al espantado dependiente de gasolinera en la inolvidable escena de la moneda en No Country for Old Men, siempre hemos estado haciendo elecciones en todo momento, desde que tenemos memoria.
Negarse a tomar decisiones es cederles ese poder a otras personas o, peor aún, al simple azar. Ya sea que las decisiones las tomemos nosotros o alguien en nuestro nombre, las consecuencias siempre las viviremos en carne propia.
Razón de más entonces para no temer usar con sabiduría ese poder, por demás una de las herramientas más maravillosas con las que contamos para darle forma a nuestra vida. Ya sea que podamos cambiar las cosas o, en su defecto, nuestra actitud hacia aquello que no podemos modificar o atenuar, siempre será mejor que rehuir la responsabilidad y sentarnos en la sala de proyección de nuestra mente a retomar la película sobre nuestras culpas y añoranzas por lo que no fue o pudo ser.
9. Porque al final del día lo que lastima más es pensar si pudo haber resultado.

De los errores tarde o temprano aprenderemos, de una u otra forma. De las responsabilidades rehuidas, de las oportunidades perdidas, difícilmente.
Siempre será mejor mascar un fracaso y, cuando nos hayamos perdonado, aprender de él, que reprocharnos estérilmente por aquello que eludimos.
Habiéndonos informados debidamente, habiendo contemplado todos los pros y contras, habiéndonos cerciorado de no perjudicar a nadie en el proceso, no queda más que tirarse con el paracaídas.
Será más fácil al final del día aprender la lección y volver a intentarlo con la sabiduría adquirida, antes que perderse en el laberinto de si pudo haber salido bien o no. De semejante viscosidad, nada bueno puede lograrse.
10. Y porque después de todo, lo que realmente cuenta es la tracción.

Aceptémoslo: tarde o temprano nos tocará en la vida navegar con el viento en contra. Será entonces cuando tener resolución, aun cuando el desánimo nos invada, y meter a fondo la tracción lo que nos haga salir adelante.
En la vida informarse es fundamental, dar el primer paso es imprescindible pero perseverar es lo que al fin del sendero hace la diferencia.
El gran parteaguas entre los que logran sus metas y los que no, entre los que sacan adelante sus vidas y los que quedan dando vueltas a la deriva en el primer remolino que se encuentran, es precisamente la férrea disposición a seguir adelante, a no abollarse y a darse los imprescindibles descansos, cierto, con la finalidad de volver a la montura y continuar cabalgando.
Una perseverancia inteligente, flexible, consciente de lo que debe hacer y a lo que debe ajustarse. Tarde o temprano la vida nos exigirá esa milla extra. Nadie está a salvo de ella. ¿Y por qué? Porque es necesario. Más aún, imprescindible.
De ahora en adelante.

Quizás no parezca de primera entrada un gran consuelo pero, como bien saben los senderistas, cuando nos extraviamos en la montaña, el metro de tierra en el que estamos cuenta más que todo el paisaje que perdemos de vista, más que todos los senderos montañosos invitándonos a perdernos caminando en círculos.
Cualquier explorador avezado conoce de esto, de la misma manera que en que cualquier aprendiz de paracaidismo sabe que mucho del entrenamiento pasa por aprender a caer en tierra y perderle el miedo a los peores golpes posibles.
Todos tenemos a diario la oportunidad de mejorar nuestra vida, de ahora en adelante en el metro de tierra en el cual nos sentimos seguros para empezar.
Lo único que hace especial a cada nuevo año, tal y como este, es la sensibilidad a la urgencia de renovarnos.
Cada día es una nueva oportunidad para reinventar nuestro mundo de la manera que más deseamos. Hemos visto diez poderosos motivos para intentarlo. El solo hecho de querer ser mejores personas, el solo anhelo de proponernos ser más felices, más honestos, más buenos o más sabios es una buena razón para empezar con lo que tenemos a mano.
El esfuerzo bien lo vale. Para no tenerle miedo al atardecer en nuestras vidas.